Toda reflexión situada entre el cero y el infinito es mortal para la gracia. (A.Leverkhün)
jueves, 30 de agosto de 2007
Taedium vitae
Saudade
Spleen
Acedia
Fastidio
Desespero
Irritabilidad
Furor divino
Extenuación
Desgano
Desidia
Fatiga
Tristeza
Abatimiento
Todas esas palabras, y más, conceptos y males, imaginarios y verdaderos, climáticos, ciclotímicos, hipocondríacos, biliosos, entre las tantas formas que toman los humores, variadas caras documentadas o inenarrables episodios de la psicosis, proclividad por lo tenebroso o simples grises rainy days, desde el nada querer (quizás el Lisbon revisited sea una muestra clave, en la obra de Pessoa, de escritura provocada por estas pesadumbres), la postergación sistemática de las ocupaciones, el casi deseado acumulamiento de los deberes (ese “preferiría no hacerlo”, captado con mano maestra por Melville), los llantos inopinados, seguidos de iguales inesperadas manifestaciones de alegría (voz negativa y sintomática; étimo: sin acritud, sin lágrima), de ganas llenas de propósitos que con la misma fuerza se desvanecen la misma hora, celos o miedo, delirios y visiones, hasta el impulso desencadenado de matar a alguno, empezando talvez por uno mismo, cabían en la monstruosa, calamitosa y epidémica melancolía.
Ahora las vamos guardando, y se ponen rancias, inútiles, ajadas, o son rescatadas de los anaqueles de los archivos muertos, se revitalizan, se extrapolan, de la inacción a los gritos, de la penumbra a las exhibiciones, de la locuacidad al estarse callado sin motivo, de la flojera auspiciada por la tele hasta el consumo metódico de bebedizos o la incontenible avidez de ingerir cualquier pastilla que parezca panacea, del insomne insomnio a unas inmensas ganas de dormir (no me despierten hasta que se acabe el mundo), en la ultramoderna palabra ‘depresión’.
¿Quién que sea no ha estado algunas veces triste? Es normal, es natural, es sano. Desahogarse, cualquiera lo ha probado, alivia, y se halla cierta voluptuosidad en el llanto. Malo, cuando ese estado se prolonga por horas en la noche, por días en la semana, por años en la vida: ya no es otro “estado de ánimo”, mucho menos una “manera de ser”, sino una enfermedad compleja que debe tratarse como tal, pero no sólo con fármacos, sino con delicada atención. Podría el enfermo quedarse catatónico de pura química si no tuviera enfrente la voz y la escucha de algún acompañante (¿Estás aún ahí? ¿Estás aquí conmigo?). Y al revés: podrá la familia entera estar pendiente, solícita, de las modificaciones del humor del consentido, y sin darse cuenta contagiarse del mal de modo lento, precipitándose como magma hacia los arrebatos, si no le acercan las soluciones eficaces de la medicina.
O que se cure escribiendo sobre lo que le ocurre. Eso han aconsejado los probos. Eso hizo Robert Burton. En la Introducción a su estimulante estudio The Worlds of Renaissance Melancholy: Robert Burton in Context, Angus Gowland refiere que el célebre autor de The Anatomy of Melancholy [1621] optó por estudiarla para prescribir medios de prevenir y curar tan extendida enfermedad, “an Epidemicall disease, that so often, so much crucifies the body and minde”, si bien declara el mismo Burton que, afligido de lo mismo, “I write of Melancholy, by being busie to avoid Melancholy”, siguiendo la máxima de Séneca, “Ocio sin letras: muerte y sepultura viva del hombre”, por el antiguo procedimiento de “expell clavum clavo, comfort one sorrow with another, idlenes with idlenes”: consolar un pesar con otro, ocio con ocio. Y escribió (“playing labor”), aunque no hundiéndose en sus propias peligrosas ocurrencias, sino como un lector crítico, como eran los humanistas de su tiempo, es decir que anotaba rigurosamente en los márgenes los libros que leía, o discutiendo en hojas sueltas, todo lo que hubiera entre antiguos y modernos al respecto, según cuenta Gowland, que ha revisado su biblioteca.
Keats, que debió tener noticia de Burton, anuncia sus remedios en la Oda, y el premio que le espera al más contento. Imagínese la perversión de su aforismo: “Lo que la imaginación capta como Tristeza debe ser verdad; hubiera existido o no.”
Melancólico también resulta que ese deseable libro de Gowland, publicado en noviembre de 2006 por la Cambridge University Press (356 páginas), cueste un poco más de novecientos pesos...
jueves, 16 de agosto de 2007
I
No, no, no: no vayas al Leteo, ni quebrantes
Acónito, raíz tiesa, por su vino tóxico;
Ni pruebe tu frente incolora a ser besada
Por belladona, uva rubí de Proserpina;
Tampoco hagas tu rosario de moras infectas,
Ni dejes que la polilla, ni el escarabajo
Sean tu Psique gemebunda, ni el búho tenue
Un compañero en los secretos de tu congoja;
De sombra en sombra quedarás harto aletargado,
Y se sumergirá la angustia insomne del alma.
II
Pero si cayera recia la melancolía
Súbita del cielo como nube lacrimosa,
Que cultiva toda flor de cabeza rendida,
Y cubre la loma verde en mortaja de abril,
Vuelca tu desdicha en una rosa tempranera,
O sobre el arcoiris de la ola salada,
O en la bienandanza de las peonias rotundas;
O si tu dueña muestra cierta ira mayor,
Apresa su mano blanda, y deja que delire,
Y nútrete a fondo ante sus ojos sin igual.
III
Ella mora con Belleza —que habrá de morir—;
Con Júbilo, cuya mano siempre está en sus labios
Diciendo adiós; y cerca el doloroso Placer,
Se hace veneno al sorber una boca de abeja:
Así! en el santuario mismo de la delicia
Tiene su altar soberano la Melancolía,
Aunque guarde a aquel cuya lengua vigorosa
Revienta contra el paladar la uva de Júbilo:
Su alma probará la angustia de su poderío,
Y estará colgado entre sus lánguidos trofeos.
Ode on Melancholy
I
No, no, go not to Lethe, neither twist
Wolf’s-bane, tight-rooted, for its poisonous wine;
Nor suffer thy pale forehead to be kiss’d
By nightshade, ruby grape of Proserpine;
Make not your rosary of yew-berries,
Nor let the beetle, nor the death-moth be
Your mournful Psyche, nor the downy owl
A partner in your sorrow’s mysteries;
For shade to shade will come too drowsily,
And drown the wakeful anguish of the soul.
II
But when the melancholy fit shall fall
Sudden from heaven like a weeping cloud,
That fosters the droop-headed flowers all,
And hides the green hill in an April shroud;
Then glut thy sorrow on a morning rose,
Or on the rainbow of the salt sand-wave,
Or on the wealth of globed peonies;
Or if thy mistress some rich anger shows,
Emprison her soft hand, and let her rave,
And feed deep, deep upon her peerless eyes.
III
She dwells with Beauty — Beauty that must die;
And Joy, whose hand is ever at his lips
Bidding adieu; and aching Pleasure nigh,
Turning to poison while the bee-mouth sips:
Ay, in the very temple of delight
Veil’d Melancholy has her sovran shrine,
Though seen of none save him whose strenuous tongue
Can burst Joy’s grape against his palate fine;
His soul shall taste the sadness of her might,
And be among her cloudy trophies hung.
jueves, 2 de agosto de 2007
Keats nunca había jugado cricket. El jueves 18 de marzo de 1819, al tomar el bate por primera vez —ya tenía 23 años— le dieron un pelotazo en un ojo. Al día siguiente, escribió en una carta a sus hermanos George y Georgiana:
Esta mañana estoy en una especie de talante indolente y descuidado al máximo: voy ansioso tras una estrofa o dos del Castillo de la indolencia de Thompson — Mis pasiones están todas dormidas por haber dormitado hasta aproximadamente las once y haber debilitado la fibra animal de cualquier lugar de mí en una deliciosa sensación alrededor de tres grados por este lado de la debilidad — si tuviera dientes de perla y aliento de lirios lo llamaría languidez — pero tal como estoy (porque tengo un ojo morado) tengo que llamarlo Pereza — En este estado de afeminamiento las fibras del cerebro están relajadas en consonancia con el resto del cuerpo, y hasta tal grado de felicidad que el placer no tiene muestras ni de atracción ni de dolor ni de fastidio insoportable. Ni la Poesía, ni la Ambición ni el Amor tienen ninguna expresión de viveza cuando pasan por mí: parecen más bien como tres figuras en un vaso griego — un Hombre y dos mujeres — a quienes nadie salvo yo podría distinguir en su disfraz. Es esta la única felicidad; y es un raro ejemplo de la superioridad del cuerpo que subyuga a la Mente.
(Cartas, John Keats, traducción de Mario Lucarda, Icaria-Bosch, Barcelona, 1982.)
Esta descripción contiene el germen que constituiría el relato de la “Oda sobre la Indolencia” (¿constituiría?; más bien, sin recurrir a biógrafos ni a otros eruditos, creo que cuando refirió esto, la Oda ya estaba hecha; al menos así suele ocurrir: está completo el poema, se escribe, se corrige, se comenta; al revés, suele quedarse en eso: en charla, en sueño, en proyecto). Extraigo unos renglones:
“Una mañana vi tres figuras ante mí, [...] La bendita nube de indolencia veraniega / Entorpeció mis ojos; mi pulso disminuía; [...] Por qué no se esfumaron, para dejar mi mente / Desocupada en absoluto, excepto —la nada? [...] —dulce modorra de las tardes, [...] Oh, por una edad tan protegida de fastidios, / Que pude saber nunca cómo cambian las lunas, / U oír la voz del ansioso sentido común! [...] Y otra vez regresaron —malhaya! para qué?”
Notemos por lo pronto esa “indolencia diligente” como él llamaba a su actividad. Pareciera decirnos que los poetas, como los lirios del campo, No se esfuerzan ni hilan (frase de Mateo 6:28 que usó de epígrafe, como puede verse en la inserción anterior).
En el más digno de fe Rey Jesús, de Robert Graves, se dice que era una de las canciones que componía “el sabio y poeta” para prevenir a hombres y mujeres contra la ambición y las rutinas que pueden apartarlos de “la contemplación del reino de Dios”).
Resulta de lo más cómodo imaginarse al joven inglés tendido entre las hierbas de un prado primoroso, mirando una gota de rocío por ahí, el vástago atorado en la ventana, las nubes sin amenaza alguna, hueco de aprensiones: la pura y carísima indolencia.
“Juzgará de mi estado de ánimo en 1819 cuando le diga que la cosa con la que más he disfrutado este año ha sido escribiendo una oda a la Indolencia.” (Carta a Mary-Anne Jeffery, 9 de junio de 1819.)
Podemos recordarlo, sí: ápice insular de il dolce far niente, figurándose al Amor y a la Ambición e incluso a su consentido daímon (“muchacha más atrevida”) la Poesía, como Apariciones venidas a él, que nada quiere sino su ocio, y las desdeña y las despide sin ganas de volver a verlas. Sí: pero lo escribió.
Porque antes de poder entregarse sin más a tal desfachatada holgazanería, el joven Keats había seguido el consejo de Horacio: sapere aude: atrévete a saber!
Tardes y mañanas en el Paradise Lost, el Quijote, el Inferno (no eran unos antros); examinando a Wordsworth con distancia, a Coleridge con deleite, a Byron con admiración, a Shelley en pequeñas dosis; y por encima de todos a Shakespeare una y otra vez.
Podría incluso haberse conformado con sus lecturas y seguir en su propia complacencia. Y sin embargo compuso líneas memorables: “Lo que la imaginación capta como Belleza tiene que ser verdad; haya existido antes o no.” (Carta a Benjamin Bailey, 22 de noviembre de 1817.)
A pesar del entorno que le ha tocado —a siglos del fulgor mítico, cerca de las supersticiones de moda—, el poeta escribe. Pudo haberse quedado en la mera contemplación: pueriles juegos imaginarios, memoria de antiguas lecturas, sonidos deliciosos. Pero no: asume su condición, con el pensamiento de la ociosidad que no puede estar ociosa.
Entonces:
A Thing of beauty is a joy for ever:
viernes, 20 de julio de 2007
No se esfuerzan ni hilan.
I
Una mañana vi tres figuras ante mí,
De perfil, manos juntas y cuellos reverentes.
Avanzaban serenas, una detrás de la otra,
Luciendo sandalias finas y exquisitas túnicas.
Se fueron, como efigies de una urna de mármol,
A la que se gira para ver el lado opuesto.
Regresaron; como cuando se gira otra vez
La urna, retornaron las sombras del principio.
Y me parecieron raras, como le ocurriera
Con ánforas a un perito en la escuela de Fidias.
II
Cómo es eso, Sombras! que no las reconocí?
Cómo vinieron en tan sigiloso disfraz?
Era una secreta conspiración intrincada
Para robar, y dejar sin un solo quehacer
Mis inactivos días? Maduro era el sopor;
La bendita nube de indolencia veraniega
Entorpeció mis ojos; mi pulso disminuía;
Sin aguijón el dolor, sin guirnalda el placer:
Por qué no se esfumaron, para dejar mi mente
Desocupada en absoluto, excepto —la nada?
III
Pasaron por tercera vez, y, al pasar, volvía
Cada una el rostro un breve momento a mirarme.
Desaparecieron; y por seguirlas ardí
Y me quejé por unas alas: las conocía:
Una, Dama encantadora, Amor era su nombre;
Ambición, la segunda, de pálidas mejillas,
Y siempre vigilante con ojo fatigado;
La última, a quien más amo, la que más cargas
Acumula en ella, muchacha más atrevida—
La conozco por ser mi demónica Poesía.
IV
Se desvanecieron, y, ¡de veras! quise alas:
Necio de mí! Qué es el amor! y dónde estará?
Y por una Ambición indigente! La que salta,
Corta convulsión, del alma anodina de un hombre.
Por Poesía! —no —ella no tiene ni un gozo.
Al menos por mí —dulce modorra de las tardes,
Crepúsculos hundidos en melosa indolencia;
Oh, por una edad tan protegida de fastidios,
Que pude saber nunca cómo cambian las lunas,
U oír la voz del ansioso sentido común!
V
Y otra vez regresaron —malhaya! para qué?
Mi sueño se bordaba con sueños imprecisos;
Mi espíritu era un césped salpicado de flores,
Siluetas excitantes y destellos pasmosos:
Se nubló la mañana, pero no hubo aguaceros;
Tiernos lloros de Mayo colgaban de su párpado;
El postigo abierto apresó un renuevo de vid,
Dejándolo en silbo de zorzal y brote cálido.
Oh Sombras! era ya la hora de separarnos!
Sobre sus faldas no han caído lágrimas mías.
VI
Por eso, Espectros, adiós! No pueden levantarme
La cabeza recostada en el prado florido;
Porque no merendaría yo con alabanzas:
Un corderito en una farsa sentimental!
Desaparezcan de mi vista, y vuelvan a ser
Figuras de mascarada en la urna ilusoria.
Que les vaya bien! Hay visiones para la noche;
Para el día, tengo reunidas visiones tenues.
Piérdanse, Fantasmas! de mis ociosas visiones,
Dentro de las nubes, y nunca jamás regresen!
jueves, 12 de julio de 2007
A John Keats lo consternó la contemplación de los Mármoles de Elgin, al pensar en la belleza desaparecida de la época clásica. Acaso fue más y fue menos de lo que se hubiera esperado de esas representaciones de los mitos: lo hemos visto en el soneto anterior (que en realidad es el segundo de ambos; el primero lo reservé a propósito para este momento).
Se ha dicho de Keats que no era un erudito del universo griego y sin embargo con sus lecturas —su “indolencia diligente”— lo había intuido y llevado a otra forma del conocimiento en sus poemas. Para él —según el primero de sus “pocos axiomas” compartidos en una carta a John Taylor, editor y amigo suyo—, “la Poesía debería sorprender al Lector como una formulación verbal de sus propios pensamientos más elevados, y parecer casi como un Recuerdo” (27-II-1818).
Sin haber ido jamás a la Acrópolis o al nuevo museo de Atenas; sin estar en presencia de esos trozos en el Museo Británico; aun si en la vida los hubiéramos visto, ni siquiera en una foto, podríamos afirmar que hay esplendor en esos mármoles; eso es claro: gracias al soneto de Keats.
Sin embargo aquello que evocan, el íntegro mundo al que pertenecían y daban sentido, no existe —como fue— por mucho que lo soñemos y entreguemos horas a su discusión y traducciones y teorías sobre la voz teorein y así
—quién se resignaría a quedarse en este mundo sensible, lleno de fuegos fatuos, cuando pudo estar en los campos reales de las Ideas, en los dominios de la Belleza —abro los ojos y es Verdad—, Topos Uranós, ese inasible, inteligible...
“Vuelve al sabor de la tierra después de conocer la Intemperie.”
Arriba decía que esa visita resultó ser menos de lo que se hubiera esperado; porque Keats había ido al recinto londinense a instancias de su amigo Benjamin Haydon. Pero fue más: porque pudo al mismo tiempo observar a los hombres con las miradas perdidas, sin otro asombro que el recibido por la corriente de moda: muestras más contundentes de la degradación: infortunados idólatras.
En seguida de estos exabruptos —que podrían emparentarnos con los fanáticos—, aquel primer soneto de su visita:
To Haydon, with a Sonnet Written on Seeing the Elgin Marbles
Haydon! forgive me that I cannot speak
Definitively on these mighty things;
Forgive me that I have not Eagle’s wings —
That what I want I know not where to seek:
And think that I would not be over meek
In rolling out upfollow’d thunderings,
Even to steep of Heliconian springs,
Were I of ample strength for such a freak —
Think too, that all those numbers should be thine;
Whose else? In this who touch thy vesture’s hem?
For when men star’d at what was most divine
With browless idiotism — o’erwise phlegm —
Thou hadst beheld the Hesperean shine
Of their star in the east, and gone to worship them.
A Haydon, con un soneto escrito al observar los Mármoles de Elgin
Discúlpame Haydon! porque yo no puedo hablar
De modo tajante sobre estas cosas potentes;
Discúlpame que no tenga las alas de un Águila.
Que aquello que deseo no sepa dónde hallarlo:
Creo que no podría vencer la timidez
Para rodar tras los retumbos de los relámpagos,
Ni en las enhiestas espirales del Helicón
Tendría pleno vigor para un prodigio igual—
Y esos números —claro— deberían ser tuyos:
De quién más? Quién toca en esto la orla de tu manto?
Al fijarse los hombres en lo que fue más divino
Con idiotismo sin expresión —flema sabihonda—
Habías percibido el fulgor de las Hespérides
De su estrella del Oriente —y fuiste a adorarlos.
sábado, 7 de julio de 2007
Cuando Lord Elgin despojó los frisos del Partenón, de modo conveniente fueron adquiridos por el Museo Británico. En medio de la inquietud por aquellas representaciones de los mitos, iría el joven Keats en 1817 a ver esas piedras.
Luego escribió:
On Seeing the Elgin Marbles
My spirit is too weak — mortality
Weighs heavily on me like unwilling sleep.
And each imagin’d pinnacle and steep
Of godlike hardship, tells me I must die
Like a sick Eagle looking at the sky.
Yet ‘tis a gentle luxury to weep
That I have not the cloudy winds to keep,
Fresh for the opening of the morning’s eye.
Such dim-conceived glories of the brain
Bring round the heart an undescribable feud:
So do these wonders a most dizzy pain.
That mingles Grecian grandeur with the rude
Wasting of old Time — with a billowy main —
A sun — a shadow of a magnitude.
Al observar los Mármoles de Elgin
Tan débil es mi espíritu —la mortalidad
Tanto me pesa como dormirse sin querer.
Y cada pináculo y abismo imaginados
De adversas providencias, dicen que he de morir
Como un Águila enferma mirando el firmamento.
Es lujo sosegado inclusive lamentar
Que no haya vientos contrarios para mantenerse
Fresco al abrirse el ojo de la primera hora.
Tal vagos esplendores surgidos del cerebro
Al corazón acercan discordias indecibles,
Así estas maravillas: mayor consternación.
Que la grandeza Griega revuelven con la zafia
Merma del Tiempo antiguo —con un mar tempestuoso—
Un sol —apenas sombra de aquella inmensidad.
Una vez vistas esas labras, ¿haría un himno al espíritu helénico? No: se siente desanimado: piensa en lo efímero. Se figura un águila en agonía. Alturas y simas le recuerdan su condición. Porque no contempló la piedra convertida en belleza, sino la memoria de la Belleza, en toda su complejidad, que no estuvo en ese recinto.
Y sin embargo, sale John Keats y, a pesar de todo, compone la música verbal de un soneto moderno, célebre hasta las empuñaduras.
Such dim-conceived glories of the brain:
Tendemos a suponer que cuando en poesía se menciona el esplendor, se alude a una idea casi de estatuto platónico, un objeto más allá de la experiencia sólo concitado por el poema o bien que responde a una época grandiosa que tampoco estuvo a nuestro alcance; también suele pensarse en la gloria (‘luz’, ‘irradiación’, ‘fulgores’) de una vista física, de una visión sobrenatural o algo así.
¿De dónde provienen? Keats, como buen hijo del Siglo de las Luces, los ubica en el cerebro. Nada más.
Pues bien: dice el poema que los esplendores indistintos que de pronto se conciben ahí, como si fueran apariciones apenas tenues, magnificencias acaso pero todavía confusas, causan resentimientos que no pueden ser descritos, porque son como aquellas promesas de la Plenitud que tan rápido como fueren alucinadas hubiesen desaparecido, para dejar esa sensación desapacible tan frecuente, ella sí: la frustración.
Eso dejan los pasmosos mármoles labrados: un dolor que marea (dizzy pain).
Porque son los vestigios, tan sólo unos trozos del tiempo esplendente: restos de aquel modo de vida que erigió los relatos excitantes, las más altas ideas, y se regocijaba con la belleza en la forma, para dar esplendor al tiempo.
Escribe el poeta desde el mero asomo: sabe que hubo un sol, pero solamente se vislumbra la sombra, revolcada con los desperdicios
—viscosa masa en aumento.
jueves, 28 de junio de 2007
De Poems, publicado en 1817, cuando Keats cumplía 22, este soneto:
How many bards gild the lapses of time!
A few of them have ever been the food
Of my delighted fancy, — I could brood
Over their beauties, earthly, or sublime:
And often, when I sit me down to rhyme,
These will in throng before my mind intrude:
But no confusion, no disturbance rude
Do they occasion; ‘tis a pleasing chime.
So the unnumber’d sounds that evening store;
The songs of birds — the whisp’ring of the leaves —
The voice of waters — the great bell that heaves
With solemn sound, — and thousand others more,
That distance of recognisance bereaves,
Make pleasing music, and not wild uproar.
Cuántos bardos esplenden los deslices del tiempo!
Han sido unos pocos, entre ellos, los nutrientes
De mi gozosa fantasía —pude criarla
Sobre sus bellezas, terrenales o sublimes;
Y con frecuencia, cuando me siento a componer,
Irrumpen profusas voluntades en mis luces;
Pero sin desconcierto ni conmociones burdas
Propician la ocasión: su tañido deleitable.
Así los innúmeros sonidos vespertinos:
Los silbos de las aves, murmullos de las hojas,
Las voces de las aguas, campanas que se elevan
Con sonido solemne, y muchos miles más
Que priva de ser reconocidos la distancia:
Da —no estridencias salvajes— deleitable música.
These will in throng before my mind intrude:
Oído: in throng ... intrude: combinaciones placenteras con sentido.
Luego: “Estas voluntades irrumpen a montones en mi pensamiento.” Notemos: in throng: una ‘multitud', atiborrada, como cuando los muchos invitados de una fiesta invaden una casa; también podemos imaginar una horda, por ejemplo, de fans que se lanzan sobre su estrella: en bola. Traza del estado mental de Keats al sentarse a componer: entonces aparecían esas “voluntades” o legados que alimentaron sus figuraciones. Opté por no poner el término ‘testamentos’ por su equivocidad. Se entiende que esos libros que nutrieron sus quimeras —concebidas, arropadas, hechas crecer— se le presentan al poeta mientras escribe. Pensé en la otra acepción de will, tan cercana en inglés (pues no por azar se usa para ambos significados), como si las voluntades, vale decir el deseo, la deliberada elección de aquellos bardos de crear tales bellezas —ya terrenales, ya sublimes— vinieran a la mente —aunque sin confusión ni alborotos inciviles— a la hora de ponerse a escribir.
Dicho de manera breve: Keats, en la primera parte del soneto convoca la importancia de las lecturas —a few of them— con que se mantiene quien compone poemas. Esas altas obras que dieron esplendor al tiempo “propician la ocasión” con sus sonidos favorables —y favorables son los sonidos con que compone su soneto.
Luego compara: cuando uno escucha lo que se acumula en las tardes: tampoco son estrépitos; son música. Desechemos la acotación ajada de que el poeta romántico iguala naturaleza y arte —porque además los sonidos vespertinos son un punto de comparación usado por Keats para mostrar lo que ocurre en la cabeza de quien ha leído y escribe—; distingamos que de ambas fuentes se extrae música: por donde comienza la poesía. Tenemos los factores: sonidos, buena crianza de la fantasía: oído en la lectura.
Pero acaso esos placeres que nos dan los libros —selectos, para educar a “la loca de la casa” que decía Sor Juana—, esas profusas voluntades, ¿mueven al poeta para lucirse, y que lo envidien, y que lo quieran? ¿Acaso? No magistrados, no quincalleros, no mistagogos: se compone la música verbal (“a pesar de todo”, como se verá) para dar esplendor al tiempo.
jueves, 21 de junio de 2007
Reviso The Complete Poems of John Keats de la Wordsworth Editions [1994] 2001, y en una sección llamada “Posthumous and Fugitive Poems”, entre algunas odas menores, poemas extraídos de cartas, melodías o lecturas; después de ojear traducciones, incluso el citado y re-citado “La Belle Dame Sans Merci” (cuyo título fue tomado tal cual —dicho sea de paso— de uno de Alain Chartier de 1424); ahí, en medio de textos de circunstancias o canciones juguetonas, doy con este
Sonnet
Why did I laugh tonight? No voice will tell:
No God, no Demon of severe response,
Deigns to reply from heaven or from hell.
Then to my human heart I turn at once.
Heart! Thou and I are here sad and alone;
I say, why did I laugh! O mortal pain!
O Darkness! Darkness! ever must I moan,
To question Heaven and Hell and Heart in vain.
Why did I laugh? I know this Being’s lease,
My fancy to its utmost blisses spreads;
Yet would I on this very midnight cease,
And the world’s gaudy ensigns see in shred;
Verse, Fame, and Beauty are intense indeed,
But Death intenser — Death is Life’s high meed.
Pongo al comedimiento de los lectores esta versión:
Por qué anoche me reí? Nadie lo dirá:
Ni Dios, ni el Demonio de respuesta inexorable,
Se dignan contestar desde el cielo o el infierno.
Vuelvo por una vez a mi corazón humano.
Corazón! Aquí vamos tú y yo solos y tristes;
Yo digo: por qué me reí! Oh dolor mortal!
Oscuridad! Oscuridad! deberé gemir
Por cuestionar a Cielo e Infierno y Corazón.
Por qué me reí? Sé de las licencias del Ser:
Mi ánimo se esparce por sus exultaciones;
Hasta pudiera morirme en esta noche oscura,
Y los bastos emblemas del mundo desgarrarse;
Verso, Fama y Belleza de suyo son intensos,
Pero la Muerte más: suprema recompensa de la Vida.
Notas. Para el lector de poesía en lengua inglesa son evidentes las transformaciones, comenzando por el ritmo. El traductor de oficio sabe que ello es inevitable con cualquier texto. Tan inevitable, que llueven crasos errores, paráfrasis involuntarias, e incluso significados equívocos con la versión más apegada. Cuánto más si se ejecuta en verso: no sólo sintaxis sino prosodia. Quien se ejercite en la traducción, de seguro ha emprendido traslaciones literales, prosísticas, y sabe que aun así, con toda la amplitud de la lengua a la mano, puede el texto resultante reflejar el sentido, pero siempre fuera de foco por más fiel que se quiera.
Aquí, a propósito hice a un lado la rima, cuyo intento —según lecciones de Eduardo Lizalde— vuelve al texto un vejestorio decimonónico (contra la jovialidad del soneto keatsiano). Procuré no dar con asonancias, que suelen aparecer por descuido. Quien crea oír alguna, hágamelo saber (sin romperme el metro). Luego, el metro. Como es universalmente conocido, el inglés se hace de voces cortas, monosílabas muchas veces, lo que permite poner más palabras en la medida. Para nuestra lengua, que además no es sintética, implica dificultades. Así que opté por el alejandrino sin rigideces (excepto el último: se resistía con menos).
Habrá quienes objeten varias transgresiones a la preceptiva, pero busco una versión legible, sin caer en concesiones absurdas, claro, ni en licencias que pretendan mejorar el poema o hacer uno en español como si no estuviera su antecedente a nuestro alcance.
¿Preserva su toque este poema?
Un vocablo. Meed significa ‘recompensa’, ‘mérito’, ‘merced’; entonces ‘favor’, ‘premio’, ‘fruto’; también se entiende por ‘justo pago’. High meed... “alto... alto...”, pensaba, hasta que me vino a la cabeza “la corona”: toca los otros semas y no me rompe el metro; pero está muy manoseada.
Literal sería: “Pero la Muerte es más intensa: la Muerte es el alto merecimiento de la Vida.” Escoja usted.
jueves, 7 de junio de 2007
Eduardo Lizalde, maestro de poetas sin haberse metido a un taller, prosista cuyo filo escinde sinapsis atrofiadas, dueño de tigres y rosas (la zorra sigue enferma), el jueves 24 de mayo de 2007 tomó “posesión definitiva de la silla XIV de la Academia Mexicana de la Lengua” —según se informa en el sitio de dicha cofradía—, en cuya “sesión pública solemne”, leyó su discurso de ingreso: “La poesía mexicana, esplendor e infortunio”, del cual no se ha dado mayor noticia.
Por fortuna tenemos a la mano su Caza mayor, no la edición 1979 de la UNAM, sino la que vino en ¡Tigre, tigre! del FCE, Biblioteca Joven, 1985 y pudimos releerla en Memoria del tigre, Katún, 1983 (recordamos siempre “Al margen de un tratado”: “Moralistas / cristianos y marxistas, / liberales o beatos / de grandiosas iglesias y sistemas / —o simples sindicatos— / les tengo y traigo, de verdad, / muy malas, pésimas noticias: / la ética no existe...” y a veces “Cada cosa es Babel”), así como en la sucesiva Nueva memoria del tigre. Antología poética 1949-1991, de 1993, que editara el FCE, con sus respectivas adiciones en 1995 y 2005 (ambas fuera de nuestro poder); y los dos tomitos que Vuelta publicara en 1988 y luego en 1989, con pertinentes correcciones: Tabernarios y eróticos.
Celebramos que Lizalde ocupe ese lugar, pues con su escritura limpia polvos de reaccionarios lodos y telarañas mentales de toda laya; quizá no pretenderá fijar alguna cosa pues sabe que nada deja de moverse en los lenguajes y las literaturas, pero de cierto habrá de seguir —a ratos con sus pares y a ratos en su jaula— dando mayor esplendor a la lengua española.
Véase si no este párrafo de su Tablero de divagaciones (FCE, Letras Mexicanas, 1999) acerca de la importancia de la lectura y la traducción para que haya ideas:
El autor de Hamlet fue un sistemático explorador de los poetas y los dramaturgos, también de los filósofos latinos, y se nutrió tanto de Virgilio, como de Plauto y de Séneca, y muy especialmente de Ovidio, a quien leyó en la lengua original, pero cuyas Metamorfosis se sabía de memoria en la traducción inglesa de Arthur Golding. No ocultaba el inglés su devoción por Ovidio, y hace constar sus enseñanzas utilizando epígrafes de Los fastos o directamente glosando versos suyos en los sonetos (véase el soneto shakespeariano LX, que proviene de Las metamorfosis) u homenajeando su Ars Amandi al poner palabras ovidianas en boca de Julieta: ‘Nada importa mentir, pues Júpiter sonríe / de los perjurios de los amantes’ (supongamos que se puede traducir así).
De esas discusiones y guerras literarias hay sobrevivientes y hay numerosos caídos. No hay duda de que las coincidencias de gusto e inclinación personales, las simpatías de temperamento y obras en proceso, son las que determinan las alianzas de los artistas en todos los tiempos, y asimismo, las antipatías y preferencias encontradas determinan la descalificación violenta de ciertos creadores que más tarde resucitan entre los falsos "caídos" o son justicieramente sepultados en la fosa común que corresponde a los olvidables por mérito propio.
La coyuntura mexicana era distinta, lo sigue siendo (salvo excepciones conocidas), y el tema es vasto: continuamos siendo parte de una literatura tan desconocida en el mundo europeo, como empieza a serlo para nosotros la mayor parte de la literatura que allá se produce. El asunto es curioso, en la era del Internet y de las computadoras en que esta misma nota se redacta: en la era de la intercomunicación universal más acelerada, nos estamos convirtiendo en islas cada vez más habitadas e incomunicadas. ¿No es así?
Celebramos, sí, esta elección académica si bien tardía (en julio cumplirá 78 años de edad el maestro), aunque celebraremos con más ganas, mientras haya ojos y oídos y memoria, la prosa y la poesía de Eduardo Lizalde —como lo hemos venido haciendo, con sus intermitencias, desde que un desconsiderado alguna tarde inopinada de 1979 (rojizos relojes de sol, zorritas saliendo de noviembre) llegó esgrimiendo un librito color crema y una inquisición: “¿Ya leyeron, impúberes, Caza mayor?”
viernes, 1 de junio de 2007
Celan, en 1958:
“La poesía alemana ha tomado, creo yo, otros caminos que la francesa. Con la memoria más lúgubre y lo más cuestionable alrededor, ya no puede —aparte de toda la tradición en la que se inserta— hablar más el lenguaje que un oído propenso todavía parece esperar de ella. Su lenguaje se ha tornado más sobrio, más fáctico, desconfía de lo ‘bello’, intenta ser veraz. Es por lo tanto, no perdiendo de vista la policromía de lo aparentemente actual —si se me permite usar una palabra del campo visual—, un lenguaje “más gris”; un lenguaje que entre otras cosas también quiere saber que su ‘musicalidad’ se asienta en un lugar donde no tenga ya nada en común con la ‘eufonía’ que, más o menos indiferente, aún consuena y resuena con lo más espantoso. Para este lenguaje, lo que está en juego, aparte de toda la indispensable variedad expresiva, es la precisión. No transfigura, no ‘poetiza’, nombra y señala, intenta medir el campo de lo dado y de lo posible.”
[Traducción de Gesammelte Werke, Francfort del Meno, Suhrkamp, hecha por Ricardo Ibarlucía para su artículo “Paul Celan y el Tango de la muerte”, en Revista latinoamericana de filosofía, vol. XXX, núm.2, primavera de 2004]
Álvaro Mutis, entrevistado: “Lo que es importante es que un crítico con imaginación, con poder creador y adivinatorio, entre a campos, a extensiones de un determinado poeta y los ilumine con relámpagos de visión rigurosa, inteligente, pero que necesitan este especial fuego, esta especie de instantáneo genio que vemos por ejemplo en los ensayos de Eliot sobre el Dante, en los ensayos de Cernuda sobre la poesía de sus contemporáneos.”
[“Álvaro Mutis: escribir es un continuo corregir”, entrevista hecha por Miguel Ángel Zapata en marzo de 1986]
no se te puede ocurrir otra cosa menos profana que ésta?
fuente con el agua puerca municipal y espesa y chillante y municipal
prefiere rechazar lo que vendría no sabe lo que dice al borde
légamo cornisa quererse morir en una tarde así
traumados conductores por encima del río
tibieza en la plaza calor en el teatro luz
diseminados jovencitos
la plaza tibia de sol
en las escalinatas
apareces
va:
la fachada del teatro
el escudo de la corona
calor en medio de las lajas
tu hijo ya no ve para dónde escapar
traumados conductores por encima del río
juegas con el niño hay calor para nadar la fuente
prefiere rechazar lo que vendría no sabe lo que dice al borde
fuente con el agua puerca municipal y espesa y chillante y municipal
légamo cornisa quererse morir en una tarde así
calor tibieza en la plaza luz en el teatro
no mezcles los asuntos el muchacho está desesperado apareces
en medio de todo esto
¿a qué distancia queda la isla del louvre abu dahbi
sobre qué plano de agua se erigirá según todos los planes?
qué distancia según los husos horarios
qué teatro de los poderes de la piedra colectivos torpes
qué fachada se encuentra a diez horas como aquella fábula
conforta ver el escudo de una fe de piedra
y en las islas límpidas aún qué distancia
agua sucia las rodea multifamiliares apareces la fachada del teatro
atropellos en ese emirato de pobres plazas atascadas verdes fuentes
euros para ese louvre aquí el chillante municipal no quiere enjuagarse
aceites niños ricos en el calor creciente del aire acondicionado
diseminados jovencitos por encima del río traumados conductores
déjalo que lo intente colectivos torpes lajas tibias islas a distancia
a lo mejor porque no lo dejas se quiere suicidar
légamo de la fuente municipal el niño quisiera zambullirse
rodear la isla del museo estarse las horas enfrente de la plaza al óleo
pobre mujer de la cornisa completamente cruzada
apareces en medio de todo esto como si no la muerte—
Muchas sombras de los muertos se dedican únicamente a lamer las olas del Leteo, porque proviene de nosotros y tiene todavía el sabor salado de nuestros mares. De asco se resiste entonces el río, su corriente se vuelve hacia atrás y lleva flotando a los muertos de vuelta a la vida. Pero ellos están felices, cantan canciones de gratitud y acarician al indignado.
Antes de saber de quién provienen estas palabras, habría que demorarse en saborear esa imagen de lenguas rozando esas aguas del olvido —el único lugar al que van llegando nuestros muertos, que sabemos de cierto—; dilatarse para mirar el río regresando con náuseas a su fuente, soportando el cantar de los desdichados, que ahora muy quitados de la pena lo acarician. Después de esta paráfrasis, podemos preguntarnos ante qué objeto hemos estado: ¿es acaso un aforismo, sólo porque así lo nombró su editor? ¿No sería más bien una fábula tejida con el conocido mito? ¿Es, sin duda, una recreación a la que se añade ese invento audaz de poner a regresarse al más inexorable de cuantos ríos haya urdido la imaginación, el miedo, la incertidumbre humana?
Puede alguien muy bien aseverar que esas tres oraciones forman un cuento: se da una situación imprevista entre los participantes, se da un vuelco a nuestro sentido de la realidad, en pocas y precisas palabras. Podría otro asegurar que se trata de una alegoría para postular ciertos pensamientos acerca del absurdo de la existencia puesto al revés; del olvido que “proviene de nosotros y tiene todavía el sabor salado de nuestros mares”. Alguno dirá, sin más, que esa cláusula no es otra cosa que un poema, y punto.
Para quien ya no aguante la curiosidad, para quien no pueda leer sin la seguridad de los nombres, ahí va el autor: Franz Kafka. Ahora el texto adquiere otro valor ante ciertos ojos. Pero ése no es el asunto a tratar, sino aquello que la serie de preguntas y suposiciones señala: el nombre que le damos a los textos de acuerdo con ciertas condiciones, tales más cuales características, que responden a definidas categorías, que resanan nuestra desvalida necesidad de orden, por la que se han establecido las clasificaciones. Hay lectores que acceden a sus autores con un marbete. “Voy a leer una novela de Álvaro Mutis”, por ejemplo. “Un bel morir no es un poema”, dice. O se saca de quicio porque Borges “hacía cuentos que parecen ensayos y poemas que parecen cuentos y ensayos que parecen no sé qué”. Mentalidades académicas nos han acostumbrado y muchas veces nos obligan a “pensar” de ese modo: por cajoneras, estantes, compartimentos, cajas, cajoncitos y cajetillas. Cuando lo único que nos transporta es el texto, con sus vocablos, su sintaxis, su ritmo.
Cuando regresamos podemos considerar cuáles fueron las formas urdidas por el autor para haber provocado la experiencia de esta lectura. Podemos extraer de nuestras bolsas los juicios propios o prestados o de los dos, adjetivos ajados o rechinando de apenas descubiertos, y con eso tramamos una conversación, intercambiamos nuestros pareceres, emitimos sentencia. Pero en nuestro fuero interno queda lo más íntimo, aquello que a nadie o a casi nadie podríamos revelar, pero que ha hecho que el tiempo pasado frente a ese libro o esa fisura introducida en la mente valga para adorar el día.
Solemos entonces usar nuestro aparato clasificador; y está bien, tenemos que usar brújulas, puntos de referencia para acercarnos a lo que tal forma guarda: esto es un poema; aquello era un ensayo; eso no es una novela. En todo caso ninguna importancia pueden tener estas disquisiciones, si esa imagen, las líneas que una mano puso, ya te acompañan en medio del fragor disoluto; ya son parte de tu “patio lleno de luna que nadie ve”.[1]
Importa el placer, su deseo, la gracia de haber recibido lo inesperado. Probemos entonces otras frases de Kafka:
El momento decisivo del desarrollo humano es perpetuo. Por eso todos los movimientos espirituales revolucionarios que declaran nulo todo lo anterior tienen razón, pues todavía no ha ocurrido nada.[2]
[1] Cf. Borges, La moneda de hierro, Emecé.
[2] Traductor, Oscar Caeiro, en Aforismos, Franz Kafka, 1979, FCE, México; 1988, FCE y Editor Proyectos Editoriales, Buenos Aires.
Susana y los viejos, Rembrandt
jueves, 24 de mayo de 2007
I
Permaneces intacta, novia de la quietud,
Niña incitadora de silencio y tiempo lento,
Narradora silvana, que así puedes contar
Un relato fecundo más sutil que nuestros cantes:
Qué orlada leyenda frecuenta tu figura
De inmortales o de mortales, o de los dos,
En la cuenca del Tempi o en los valles de la Arcadia?
Qué hombres o dioses son ésos? Qué púberes reacias?
Qué busca enloquecida? Qué grescas por fugarse?
Qué flautines y platillos? Qué éxtasis salvaje?
II
Son dulces las canciones escuchadas; mas son
Más dulces si no se oyen; así, tocan, los pífanos;
No en el oído corporal, sino, entrañables,
Al espíritu musitan tonadas sin sonido:
Niñez, bajo los árboles, no puedes dejar
Tu canción, ni aun los árboles quedar desnudos;
Amante audaz, nunca, jamás puedes tú besar,
Aunque al fin venzas casi —incluso, no te quejes;
Ella no se esfuma, aunque en su goce no entres:
Para siempre ajarías tu amor, y ella era buena!
III
Ah, venturosos brotes! que no pueden perder
Sus follajes, ni la Primavera despedirlos;
Y el flautista, aventurado, infatigable,
Siempre silbando melodías por siempre nuevas;
Amor dichoso! más dichoso, dichoso amor!
Para siempre cálido y listo para el disfrute,
Para siempre sin aliento y joven para siempre;
Por sobre toda pasión humana que respira,
Que deja el corazón sollozante y fastidiado,
Una frente inflamada, y una lengua reseca.
IV
Quiénes son aquellos que al sacrificio se acercan?
A qué verde altar, oficiante de los misterios,
Los guías, que hacia los cielos muge la novilla,
Y visten sus costados sedosos con guirnaldas?
Qué poblado ribereño de mar o de río,
O erigido en un peñón con su fuerte apacible,
Se ha vaciado de gente, en la aurora piadosa?
Y tú, caserío, cuyas calles para siempre
Se quedarán calladas; y nadie que relate
Por qué estás desolado, podrá regresar nunca.
V
Oh perfil Ático! Talante tan preciso! con cepa
De hombres resistentes y púberes turbadas,
Con ramajes del bosque y las yerbas abatidas;
Tú, forma silente, sin más nos tomas el pelo
Cual eternidad rotunda: Idilio Helado!
Cuando esta generación por la edad senil ya esté arrasada,
Tú permanecerás, en medio de aflicciones
Distintas de las nuestras, amiga del hombre, a quien has dicho:
“Belleza es verdad, verdad belleza” —eso es todo
Lo que sabes en la tierra, y todo lo que necesitas saber.
[23·V·07: revisión más reciente; Gerardo Lino]
martes, 22 de mayo de 2007
En un pasaje memorable de Lawrence de Arabia, de David Lean, cuando uno de los hombres se ha perdido en el desierto, un tuareg le dice al inglés que no hay nada que hacer, que está escrito que quien se interne por esas dunas no regresará. Entonces, fuliginoso y con los ojos echando chispas, Peter O’Toole contesta cortante y nítido: “Nada está escrito.” Luego empieza a caminar, da con el hombre y lo rescata. Así se hizo T.E. Lawrence del desierto —no su dueño: su pertenencia—, así se ganó la fe de los árabes para su liberación, así se hizo su nombre.
Nada está escrito. Allí radica la diferencia entre un hombre que se arriesga basado en decisiones propias, acierta o yerra, pero pone algo que no había, y quienes atenazados por una creencia de miedo se quedan por siglos en lo Mismo. También así podemos figurarnos al escritor que emprende cada hoja de papel como si fuese la primera —o la única, o la última—, a diferencia de aquel que se limita a recitar a ciegas la ruda cantilena de una tradición que no comprende.
Hace muchos años, en un congreso de aspirantes a escritor, Alberto Blanco sugirió que se pusieran a escribir como si no hubiera nada antes de ellos. Como si se pudiera comenzar de cero. Como si nada. Hermoso riesgo, idea descabellada. Porque quienes quieren escribir vienen infestados con un virus muy potente: los libros. A la escritura se llega por haber leído, no porque te lo hayan platicado, no por accidente. Se emprende el camino del desierto por una razón poderosa: allá sé que hay un hombre: si pasó por ahí, también puedo ir. Es todo lo que sé, acaso. Ya veré. Experimento delicado resulta escribir como si no hubiera una tradición, como si se tuviera que inventar el mito, las fábulas, las metáforas de la nada.
[Mármoles de Elgin, Museo Británico]
Más tarde se comprende que pudo ser útil como experimento, porque esas líneas del atrevimiento nos muestran, a pesar de todos los esfuerzos del olvido, los rastros de aquellas figuras primigenias con que pasamos de la noche al sueño, de los acosos del día a las resoluciones imprevistas, del miedo al juego y del saber al gozo: huellas de una infancia —irrecuperable, como todas—, pero huellas al fin nuestras: en la confrontación de la escritura se va notando cómo se rescatan casi por sí solas, bajo el influjo del reconocimiento, la extensión y las arenas, el sol perpetuo y los vientos de las modificaciones, hasta llegar a la edad de la experiencia.
No sé si Alberto Blanco ha regresado del desierto (la última vez que lo vi se notaba un tanto sofocado pero fervoroso). Sé que ha enviado algunos hallazgos. Pero también sé que, sin que nadie se diera cuenta, llevaba consigo varios libros —contra las inclemencias.
Pero allí están sus Giros de Faros y un poco más allá Los siete pilares de la sabiduría, del desaforado inglés.
En el otro extremo se encuentran quienes tienen la firme creencia de que la poesía sólo se hace a partir de libros, que sólo en la lectura puede alimentarse su vértigo. Y está bien, está bien haber mirado, como tocar la curva con la mano, o con las pupilas el canto. Ojalá no se olvidaran de que en los tiempos del comienzo hubo que señalar las cosas con el dedo, hacer señales de humo, gestos desordenados con el cuerpo. Que los hombres emprendieron la larga marcha hacia la palabra sin saber lo que hallarían, que entre sombras confusas tuvieron que descifrar el cielo.
Hemos dado significados; hemos corrido hacia el asomo; si aún no nos sacia lo visto, emprendemos de nuevo la escritura, así sea una traducción, como ésta del canto tercero de la célebre Oda de Keats:
Ah, dichosos, dichosos brotes! que no pueden perder
Por las inercias del uso de la lengua tendemos a asociar ciertos significados a una palabra, con exclusión de otros que pueden corresponderle. Cuando se habla de revelación en la escritura se presenta de inmediato la imagen mental de la Revelación que comunica la Escritura (sagrada). Pero no es el caso.
Solemos dejar de lado que la escritura, antes de volverse cosa, es una acción, y que cuando se trata de la hechura de un poema lo que se busca es desvelar algo que permanecía oculto. Un velo cubre algún objeto indeterminado; el acto poético quita ese velo o al menos intenta correrlo, favorecer el asomo.
Esa revelación, para ser comunicada, tiene que ser de carácter universal, pero comienza por una particular visión, que en última instancia apareció entre las sibilinas sinapsis de un cerebro. Pero en fin, ¿qué hay allí en el texto que antes no existía? Lo que se nos revela de la mente del autor no puede ser algo que nadie pudiera compartir, alcanzar, incluso con esfuerzo: se nos revela, sin más, un aspecto de lo existente o de lo desconocido, pero que en último análisis reconocemos como parte del mundo o del ser del hombre.
Una palabra sobre lo desconocido. También por inercias inveteradas, a este término se le pegan como lapas cosas de la mística, difíciles de rascar. Lo ‘místico’: lo encubierto, lo que se ha escondido: ¿no se tratará nada más de una engañifa, de algo que los sectarios esconden a propósito, por esa tentación del poder que se acrecienta por presumir de que en sus manos se resguarda el secreto? (Uy!) No sería extraño encontrar que ciertas religiones prosperaron gracias a los pases mágicos de sus brujos, a la jerga hermética de sus chamanes, a las actitudes misteriosonas de sus jerarcas.
Lejos de nosotros tales confusiones. Si hablamos de lo desconocido no es por prestarnos a la estafa, sino porque se nos ha vuelto evidente que no nos basta con lo escrito, que más bien su saber nos indica que algo falta, sus aciertos aluden a las fallas, la luz —la luz de veras— testifica que al otro lado está la noche.
Por supuesto que ese descubrimiento que nos comunica un poema determinado no necesariamente es una verdad inconfutable: es la visión de un individuo: puede ser un yerro, ni siquiera un aserto sino apenas una duda, incluso un desvarío: tales son las muestras de lo humano en el arte, pues si bien —y, ahí sí, necesariamente— el arte es una aspiración de la Forma, ese simulacro de lo Perfecto puede señalar la caída, el crimen o el puro menoscabo que es un hombre, lo vano de sus esfuerzos, la inanidad. O, dicho con dos palabras trilladas pero inevitables a las que la poesía toca: la vida, la muerte.
Acostumbrados a vivir —como los animales—, el arte nos recuerda que no es cierto, que no son así las cosas, que el futuro es claro: memento mori. ¿Qué hago frente a eso? Habría que vivir primero, luego filosofar, como reza el latinajo; habría entonces que pensar con Michel de Montaigne, ya llegada la edad, que la filosofía sirve para aprender a morir, como también han pensado los estoicos. Eso es: asumir la verdad, mientras la contemplación de la urna griega nos incita a poner en el papel: “Cuando esta generación por la edad senil ya esté arrasada, / Tú permanecerás, en medio de aflicciones / Distintas de las nuestras”.
[Tiziano: Venus de Urbino]
Sobre la crítica. Si bien, como hemos apuntado antes, la mejor crítica de un poema es otro poema, no con ello se elimina la importancia de los estudios literarios. Pues se ha dicho que es la mejor, pero no la única. Dicha exigencia no puede pretender —sería un suicidio— que sean inútiles los esclarecimientos que los críticos comparten. No es menor la importancia de las interpretaciones: suscitan la discusión y, mientras no se olviden del texto que las ocupa, facilitan el abordaje de otros lectores. Leer, contra lo que suele parecerles a los extrañados, no es aislarse sino un modo de dialogar, de escuchar con los ojos, como decía Quevedo. Por tanto, si el que escucha tiene algo que decir, pues lo dice —incluso por escrito.
También por eso la escritura —el acto, la ejecución— es un dominio de la libertad: en el comentario puede uno disentir, aportar otro modo de ver, o comunicar un asombro, esa admiración por la que el poema nos lleva a la palabra o nos cierra la boca. No se trata de una obediencia ciega: la poesía no se hace de dogmas; respira y crece mejor en las tierras de la heterodoxia.
Usemos la comparación que hizo Todorov al referirse a la función del crítico, que debe ser fiel al texto pero también ser capaz de contradecirlo: “Es un poco como sucede en las relaciones personales: la ilusión de la fusión es dulce, pero es una ilusión y su fin es amargo; reconocer al otro como diferente permite amarlo mejor.”
viernes, 18 de mayo de 2007
“Toda reflexión situada entre el cero y el infinito es mortal para la gracia.”
Eso dijo Adrián Leverkühn en uno de sus diálogos más inspirados. Bajo la advertencia de tal reflexión tomo el riesgo de las explicaciones.
Si algo nos revela un poema, tiene que ser anterior a sus palabras (o bocabajo, supino, sedente), pero en ellas se sostiene, y perdura su resonancia después de haberlo dejado. Por ello las culturas ancestrales usaban la poesía, la música, la danza —una y la misma— en sus rituales. Por ello las civilizaciones del Libro —Torá, Biblia, Corán— no requieren poesía sino versiones, si acaso, pues todo lo que habría de revelarse halla su asiento en la Sagrada Escritura (por eso manan los clérigos indoctos; por eso los poetas salen por sus propios fueros; por eso escribir parece apostasía).
Aquí más bien glosaré un poco el acto libre absoluto, generador del hecho estético, el acto sin necesidad, sin condición de responder; id est, el acto gratuito, aquel que se da sin más, atribuible sin duda a los poderes de un demiurgo, del daímon, de una divinidad —mediterránea o hindú, polinésica o andina, boreal o mesopotámica—. Fuera de ese sentido trascendente del arte ¿es posible encontrar una obra humana que venga así, como salida de un instante, sin trabajo? Son aquellos momentos de una obra, aquellas fases que parecen desprenderse del resto —la paja, el ripio, el relleno—, ese punto de la exaltación, la epifanía sin más explicaciones, los que nos evocan (¿nos recuerdan?) la Plenitud. Esos ápices que tocan y mueven, cuando nos disponemos a las incitaciones del arte, son quizás apenas las piezas que concitan la libertad imposible del ser contingente a la vez que propician una imagen de lo absoluto, ese arquetipo entre los arquetipos. (¡Líbreme Dios de estar hablando de “Dios”!, estereotipo entre los estereotipos si los hay.)
En la cabeza del artista ocurre —no sucede— una intuición —ve u oye—, una idea —es decir imagen, figura, rasgo—: la cosa completa como tal. Luego viene, en la sucesividad, el acto de poner eso en el papel —o en la tela o en la piedra... Así que, como cualquiera, alguien intuye; pero en la capacidad de transformar eso en un objeto radica la diferencia entre alguien que genera una realidad antes inexistente y uno que nada más disfruta las ocurrencias de su mente y con ello se conforma: no tiene que trabajarlas.
Hay objetos artísticos que nos tocan físicamente, como si fueran casi las Apariciones Inhumanas; pero su creador no se quedó con ellas en el cerebro: tuvo que hacer algo (¿habrá algún dios cuya cosmogonía estatuya que nada hizo para crear el mundo?, ¿que no dijo ni pío?) para ponerlas al alcance de los otros. Cierta obra maestra rotunda nos hace creer que casi pudo ser el Acto, eso que nos da la sensación de lo “natural”, de lo necesario, así de “fácil”; pero no hay remedio: su hacedor tuvo que coger la materia y darle forma. El genio encerrado no existe: tiene que salir de su quinqué a cumplir los deseos.
Suele decirse entre los escritores, a pesar de los más altos ensayos, que la mejor crítica de un poema es otro poema.
¬
Este Norham Castle, Sunrise de Turner (imagen que atravesó su trabajo desde 1797 hasta 1845 y nunca quiso exhibir), un Cuarteto de Beethoven, la Oda a una urna griega, están ahí, listos para tocar con su lanceta el nudo de lo que somos. Irremisiblemente queremos explicarnos la experiencia —si tal hubo—, pretendemos comunicar un entusiasmo (ese estar poseído por el dios); entonces: o se escribe el poema, o vienen las interpretaciones. Mientras, el objeto sigue ahí , en su libertad inmutable.
(“When old age shall this generation waste,” escribió Keats, “Thou shalt remain,” con una gracia que a unos ofusca y a otros clarifica: “in midst of other woe / Than ours, a friend to man, to whom thou say’st, / ‘Beauty is truth, truth beauty,’ —that is all / Ye know on earth, and all ye need to know.”)
Ni modo: “Toda reflexión situada entre el cero y el infinito es mortal para la gracia.”
º
para vb, catecúmeno; para jes, que sólo escribe; para jja, de un ala
Hacía notar Borges que en el Corán no se menciona una sola vez la palabra ‘camello’. Resultaba algo tan familiar que no había necesidad de señalarlo. A partir de esa observación se ha dado en llamar camello a ese elemento esencial que no necesita decirse; más aún, el camello constituye uno de los fundamentos de lo que trata un texto, ese punto que no es referido porque de él parten las referencias internas de un escrito que se refiere a sí mismo, id est un poema.
Dicho al revés: si, por ejemplo, quiere comunicarse una emoción, tiene que hablarse de cualquier cosa, del acto pertinente o de mil y un asuntos alusivos, pero no mentarse la emoción; es decir, aquel texto que ello hiciere, poner la palabra ’emoción’, se debilitaría por sí solo, impidiendo comunicar emoción alguna por ese solo fallo.
Ahí tienen ustedes resmas de versos atascados de la palabra ‘silencio’, porque se supone que la poesía parte de un estado de silencio —igual que la música—, de una consustanciación de un incierto estado mental en que aún nada llega a ser verbalizado, pero que el poeta ase por medio, vaya, de la escritura. Pero ay de aquel iluso que suponga que basta con poner la palabrita para que aparezca en el poema, en la lectura del poema, la experiencia del silencio.
Si el camello del poema no es el silencio, porque su tema es otro, y es necesario ese vocablo, entonces tiene que estar ahí, como cualquier otra palabra, para referir aquello que se dice sin decirse —carácter que de suyo convierte al texto en poema, y ya entonces el lector topará con la experiencia poética.
Otro ejemplar: un poema que contiene la voz ‘alma’ no está tratando del alma sino de otra cosa (malhaya quien cometa lo contrario); quizás trate de la incertidumbre; acaso de la extrañeza de existir, de estar lanzado en el mundo, de saberse y reconocerse como el ser que va a morir (como reza el heideggeriano título de un libro de Coral Bracho). A ver éste: “Considera, alma mía, esta textura / áspera al tacto, a la que llaman vida.” (Al pie de la letra, Rosario Castellanos)
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¬
[Turner: Moonlight, a Study at Millbank, exhibido en 1797]
Antonio Gamoneda, en una entrevista efectuada por Rodolfo Häsler ("La poesía no es literatura”, Alforja, XXIX, Verano 2004), habla de una “sustancia del pensamiento inexplícito”, pensamiento no planeado ni reflexivo, que ocurre sin que se sepa nada de él hasta que aparece en el poema, es decir, hasta que se transforma por el arte de la escritura. Esa sustancia es la “causa musical” que luego desencadena el poema, “ese imprevisible ser de palabras”. Es entonces cuando se revela el pensamiento.
“Dicho de otra manera más simple: en la generación del poema, yo no sé lo que pienso hasta que no me lo dicen mis propias palabras.”
Por lo tanto —y como lo saben los poetas—, lo que sostiene la generación del poema es de índole musical. No es tan sólo un ritmo —pero puede serlo—, no solamente una melodía —aunque bien puede desprenderse de ella—, ni alguna armonía como tal —que acaso cifra la intuición—: tiene carácter musical: en consecuencia, por una parte, en cuanto la música es pensamiento no verbal, no se sabe lo que significa; pero al mismo tiempo, la aparición de la música, todavía en la ocurrencia interna del cerebro, implica el reconocimiento del silencio, por contraste. En medio de todo esto no hay que olvidar que ese pensamiento aún no tiene palabras en su seno —ninguna de las que usamos, con las que intentamos explicárnoslo, las pragmáticas, las informativas, aun las especulativas y siempre posteriores—: esa esfera generatriz del poema es, dice Gamoneda, “el espacio de un pensamiento que se desconoce”, y al fin, siempre en la confusión propia de esa clase de estado mental, no sabemos decidirnos si la causa específica del poema es ese sonido, esa “música” (sin serlo del todo sino en su origen), o su contraparte inherente, el silencio. Entonces puede sobrevenir alguno de estos efectos: o se escribe el poema, o se queda uno callado.
Pero a todo esto, ¿dónde está el camello?
Por ejemplo, en estas líneas:
El óxido se posó en mi lengua como el sabor de una desaparición.
El olvido entró en mi lengua y no tuve otra conducta que el olvido,
y no acepté otro valor que la imposibilidad.
Como un barco calcificado en un país del que se ha retirado el mar,
escuché la rendición de mis huesos depositándose en el descanso;
escuché la huida de los insectos y la retracción de la sombra al ingresar en lo que quedaba de mí;
escuché hasta que la verdad dejó de existir en el espacio y en mi espíritu,
y no pude resistir la perfección del silencio.
¿Cuál es el camello de estos versos extirpados de Descripción de la mentira?
º
Apostilla para las veleidades. “La literatura va a ser globalizada, pero la poesía no es literatura. Al fin y al cabo, la poesía existe porque sabemos que vamos a morir”, nos recuerda Gamoneda.
sábado, 21 de abril de 2007
Pocos artistas logran captarlo; mejor dicho, comunicarlo. Lejos de las proyecciones arquitectónicas, ocupadas más por el espacio; acaso más cerca de la escultura cuando se libra del yugo del volumen per se, quizás más que ninguna de las artes, la pintura referencial se ha tomado el trabajo de dar con ese momento en que una situación se manifiesta, sea en su esplendor sea en su oscuridad, pero que al fin y al cabo se torna epifanía que trasciende toda explicación.
No olvidamos las artes escénicas: sólo las dejamos aparte, que sin duda desde los trágicos griegos nos han enseñado, sobre el valor del punto culminante, la importancia de los elementos —música, palabra, movimiento— que confluyen para mostrarnos el carácter del ser en cuestión.
Entre los escritores, quizás quienes concentran sus fuerzas en ello son los cuentistas, esos poetas del instante revelatorio —y al decir cuentistas puede muy bien incluirse a quienes ejercen la novela, v.gr. Melville, Cortázar, Pitol—, pues la escritura por su misma condición sucesiva vuelve insatisfactoria la mayor parte de los intentos por hacer la crónica de un instante (que no en vano urdió Salvador Elizondo).
Este apresurado preludio sólo es el pretexto para recordar unas imágenes de Rembrandt Harmensz van Rijn, el celebrado pintor neerlandés. Según diversas fuentes, nació en 1606, si bien Rembrandt mismo dejó pruebas escritas en que dice haber nacido, sí en Leiden, pero en 1607. Así que para los aficionados a las efemérides, si no lo conmemoraron el año pasado, pueden alistarse a disfrutar todo el Rembrandt que venga en éste.
He aquí tres imágenes suyas donde ese momento decisivo conseguido por él —como en muy pocos pintores, valga la precisión— nos refiere una historia para mostrar la consistencia de un acontecimiento, nos hace ver un gesto y su sentido.
El hijo pródigo despilfarra su herencia, 1636, Rembrandt.
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Y sin embargo, a esta representación de lo apoteósico —la elevación del miserable a lo divino del perdón paterno—, con su escenografía puntual, prefiero la simpleza de trazos, el acto escueto, sin perspectiva casi, apenas referencial del hombre como es: el sin medida, hozando en restos de placeres, con las rodillas en el cieno, en medio de la conspicua circunstancia: por qué estoy aquí.