domingo, 27 de marzo de 2011

Nueve noches nórdicas

Gerardo Lino















Si estuviera en las cumbres de las montañas

en las planicies saladas o dunas arenosas

insomníferos desiertos de hielo

en los luengos pastos

los bosques de coníferas

las selvas o las tundras

en rocas basálticas o en romas de río

en los estratos de las acumulaciones

o en los variables oleajes

o al fondo del viaje del mar

en cualquiera de sus habitantes animales

bacterias kril mastodontes



pero no












Amundsen no sabía lo que buscaba al pasar de largo por ese cuerpo de agua entre las islas Banks y Victoria y la costa de los Territorios del Noroeste canadiense con 400 km de longitud sin apenas adivinarlo.



Sabía de su furor por atravesar el Paso del Noroeste que varios antes intentaron sin dar con él por abrir una ruta comercial entre Europa y Asia, y lo atravesó, aunque al cabo de tantas estrategias y logísticas no tuvo la menor importancia.



Aun así establecería la precisa posición del polo magnético del Ártico pues para eso había dedicado los años de estudio de las ciencias en la escuela naval a la que se inscribiera.



Se aventuró al Polo Norte y al saber que Peary ya lo había alcanzado se desvió al del Sur con la táctica inuit de usar perros para los trineos y para alimentar a los perros; así llegó el 14 de diciembre de 1911 cinco semanas antes que Scott.



Surcó por aire el extremo del Septentrión aunque Umberto Nobile, constructor del dirigible, quería el crédito y se enzarzaron en discusiones; cuando éste se perdió en otra expedición, fue a salvarlo, dio con él, y luego perecieron.



Explorador por antonomasia, aún así, Roald Engebrecht Amundsen, marino y científico noruego, ejemplo de fuerza física y exactitud racional, a más de un sentido difícil de encontrar para los descubrimientos, no sabía lo que buscaba.








En la proa del Beagle, a los 22 años, Gas miraba las aguas y los vientos sudamericanos en pos de un sitio donde buscar entre las rocas y los líquenes los restos y las evidencias de una vida que acaso imaginaba.



No había ya guerra que seguir en 1831 sino una lejanísima de fósiles y animales por completo extraños a toda predicción que le dieron una idea insensata pero llena de promesa: la forma de vida se crea por las mutantes condiciones.



Raro explorador entre los exploradores, Charles Darwin recogería piezas regadas al azar en esas tierras, en tanto el Beagle calaba en varias lindes durante sus observaciones de especímenes para la comprensión de otra vida.



Regresó a Londres a informar a sus colegas y a sonreírse de los vituperios ignaros mientras con su esposa y sus diez hijos nunca logró advertir del todo que acaso la respuesta yacía en ese mismo recinto de su casa.



Se internó en esas modalidades de la exploración consistentes en formular conferencias y tal vez de ese modo confirmó para sí, pero nunca lo sabremos, que las condiciones humanas generan formas extrañas del conocimiento.



Optó por escribir, esa otra exploración rarísima del ser de lo vivo que parece lo mismo que aquello que refiere como si lo dicho fuera igual que la rara vida —doméstica (suya es La variación de animales y plantas bajo la domesticación).








Richard Francis Burton —a quien confundimos a veces con el clérigo Robert Burton que no exploró las tierras sino la Anatomía de la melancolía en el siglo XVII— compartió la suerte de una mujer a la que no le gustaron sus diarios.



Entre las desmesuras que se alzaron en su persona, el capitán Burton tuvo el don de conocer y hablar y soñar en 17 lenguas orientales con variaciones del árabe que estudió para internarse y confundirse como uno cualquiera de ellos.



Se disfrazó de afgano, quizá por condecir mejor con los rasgos de su cara, para peregrinar a La Meca y entrar en Medina sin que nadie se diera cuenta, observar los ritos sagrados de los admitidos y postrarse ante la Kaaba.



Luego de servir en la guerra de Crimea, volvió al África; entre sus muchas travesías, descubrió el lago Tanganica en 1858, buscando el origen del Nilo; incorporado a la diplomacia británica, estuvo en Brasil, Damasco, Trieste.



De la treintena de traducciones que hizo y los más de 70 libros que escribió de sus pasos y andanzas, ha quedado en la memoria occidental su versión literal del Libro de las mil noches y una noche en 16 volúmenes (1885-1888).



Qué otras desmesuras tallaron sus viajes, no se sabe: su mujer cogió los diarios íntimos y de navegación acumulados durante 40 años y, con una desmesura que encierra las desmesuras, los arrojó al fuego —y no era el eterno.








No lo supo Juan Pérez, navegante y cartógrafo de la costa del Pacífico, cuando en 1774 dio con un archipiélago: sin glaciaciones gozaba de una vegetación gozada por unos antiguos: los haida, talladores de tótems.



Tampoco el Almirante de la Mar Oceana aun con la ciencia de su tiempo sobre la redondez ya medida y el afán por encontrar una Ruta de las Especias para cortar la Ruta de la Seda.



Ni siquiera Ibn Batuta, durante 24 años de travesías por el orbe musulmán del siglo XIV, desde Tánger y Al-Andalus hasta Sin y las estepas, Constantinopla, Bagdad, la India e Insulindia y el corazón de África (ni siquiera Conrad).









Ventiscas y desiertos de agua helada fueron la prolongación de la vida cuando Erik Thorvaldsson, apodado el Rojo por el fuego de su cabellera, prefirió poner mares de por medio con todo y su familia antes de ser acusado de un crimen.



Avistando la isla más grande que hay en el mundo Erico el Rojo la nombró ‘Tierra Verde’ hacia el año 985 aunque unas leguas adentro los cuerpos de hielo cubrían aquella inmensidad: es el verde un sueño nórdico.



Habiendo creado el noruego una colonia con amigos y familiares en la región verdosa de Groenlandia, su hijo Leif oyó el relato del mercante Bjarni Herjólfsson sobre unas tierras lejanas a las que lo arrojara una tormenta.



Sin saber que tocaría costas y territorios llamados mil años después Terranova, en Canadá, Leif Ericson reunió a sus hombres y navegó según las indicaciones del otro viking hasta dar con abundantes viñedos silvestres.



Vinlandia, nombre atribuido a Leif; en el lejano año de 1963 otro noruego, vaya coincidencia, Helge Ingstad descubrió en L’Anse aux Meadows —Cala de los Prados—, el primer fundo escandinavo en eso que llamamos América.



Erik ni Leif ni siquiera Helge, con mujeres y con hijos o sin ellos, pudieron saber que no era una tierra escondida aquello que buscaban. Buscaban por un impulso superior a la música y a los nulos horizontes y a las estelas del mar.








Ni Ranulph Fiennes con Charles Burton, que tuvieron la ocurrencia de cruzar ambos polos en una misma circunnavegación (1979-1982); ni Neil Armstrong con Edwin Aldrin, que posaron sus plantas en la Luna (1969); ni Jacques Piccard



con Don Walsh, que en la fosa de las Marianas se hundieron casi once kilómetros en su batiscafo Trieste (1960); ni Finn Ronne, que cartografió una plataforma de hielo de 2 500 km2 y estableció que la Antártida es un continente (1946-1958);



ni Sven Anders Hedin, que exploró el desierto del Gobi, Mongolia, el Tíbet y dio con las fuentes del Indo, del Brahmaputra y el Sutlej (1890-1908); ni Robert O’Hara Burke con William John Wills, primeros europeos que caminaron



Australia de sur a norte (1860-1861); ni Meriwether Lewis con William Clark, que siguieron a pie los cursos del Missouri y el Columbia hasta el Pacífico y luego se regresaron (1804-1806); ni Pierre Gaultier de Varennes,



señor de la Vérendrye, que fue a Manitoba, Dakota del Norte, Minnesota, Montana (1738-1742); ni Abel Janszoon Tasman, que llegó a Nueva Zelanda, Tonga, Fiji, y, Tasmania (1642-1644); ni Sebastián Vizcaíno, que recorrió la costa



occidental de México hasta Baja California y San Diego (1596-1603); ni Vasco da Gama (1497); ni Julio César (58-52 a.C.); ni Piteas (c. 325); ni Hannón de Cartago (c. 480); ni Faraón Nekó que enviaría una flota a rodear África (600).



Ni siquiera los más ignorados ancestros de los exploradores que en el mundo han sido, por no decir de todos los hombres, pudieron saber que aquello que buscaban no era tan solo la materia de la tierra, los flujos de las aguas,



el entendimiento del aire, las rotaciones y los ciclos, la razón del fuego, alturas y bajuras, climas inhumanos y lugares hechos para vivir humanamente hablando, las distancias y las potencias minerales, la variedad de lo verde



y de lo agreste, los modos de comer y de salvar la vida, las relaciones animales y los mitos surgidos de la muerte, el ajeno fulgor de las estrellas y la fidelidad circadiana del Sol y de la Luna, junto con truenos y relámpagos, nieves



e inundaciones y sequías, vientos solapadores y huracanes, tormentas de arena, indómitas formas vegetales y cultivables, animales fantásticos, sonidos y silencios, formas de decir ese universo mundo aplastante y paradisiaco;



por eso aparecieron esos arribistas en forma de magos, brujos, sabios, chamanes y curanderos y curas, hombres de letras y científicos, abogados y políticos, locutores y cuanta raza que asuela la tierra con el abuso de la palabra.



Pero ni estos ni aquellos hombres de buena cepa supieron que no estaba más allá la respuesta de la inquietud y apenas ahora o apenas algún antiguo o apenas los no leídos libros lo vislumbran.










Pocos dieron con el Sitio por Explorar: lo tenían en casa o daban con sus hospitalidades en parajes inhóspitos, acaso le escribían de sus itinerarios, bien lo dejaban al olvido, quizá ignoraron su existencia.



Casi todos los expedicionarios descubrieron zonas habitadas por pueblos ancestrales; igual, en la lumbre al otro lado del mundo o en el fuego de su hogar, no sabían —ellas lo demuestran—: “—oh ceguera de lo que enfrente tienes!—”



Juan de Yepes, aquel explorador de lo oscuro, pudo escribir del alma “un no sé qué que queda balbuciendo”, a pesar de lo que digan académicos, misticoneros y eclesiásticos —cuantimás—, gracias a que conoció a Teresa de Ávila —su amiga.










Por inciertas mujeres se explican las ganas de salirse a descubrir, explorar lo que pueda ser, arriesgarse a la muerte o a los ataques, con tal de deshacerse de la insidia, de quedarse en los suplicios de lo incompleto.



Quizá de ahí nacen los menesteres por tratar a una y a otra, ir de una a otra, seguir a varias por si acaso alguna termina por sellar la respuesta, si la siguiente pregunta esconde al fin el conocimiento y si lo bello es la verdad.



Ay, cuando uno cree haber dado con ella, plena de gracia, de vicio y de virtud, dulce, dueña de sí, perspicaz y hábil para la ternura, de rasgos que ni la imaginación hubiere alcanzado: pudiera ser tan solo un espejismo.









A los doce años descubrí La Malinche; fui el primero en mi vida. Nevó, jugué y me perdí —al día siguiente, luego de refugiarme con unos leñadores en la noche, al volver a ver su limpia faz en la distancia, siempre quise regresar a ella.












Si estuviera en las cumbres de las montañas

en las planicies saladas o dunas arenosas

insomníferos desiertos de hielo

en los luengos pastos

los bosques de coníferas

las selvas o las tundras

en rocas basálticas o en romas de río

en los estratos de las acumulaciones

o en los variables oleajes

o al fondo del viaje del mar

en cualquiera de sus habitantes animales



pero no



está en las mujeres

o en lo que parecen ser mujeres:

—no hay de otra.
















Trato de combatir el interés que me inspira; me figuro sus ojos, sus mejillas, su nariz, sus labios, en plena putrefacción. Todo es inútil: lo indefinible que ella exhala persiste. En tales momentos se comprende por qué la vida ha logrado perpetuarse, a despecho del Conocimiento.



—E.-M. CIORAN













En los recintos de Gymir vi marchar a una joven de quien me prendé;

sus brazos centelleaban y su esplendor reflejaba todo el aire, y las olas…



Skírnismál, 6;

en Del mito a la novela, GEORGES DUMÉZIL,

trad. Juan Almela, 1973


















NOTÍCULAS




Sobre “la isla más grande que hay en el mundo” —Groenlandia— sabemos que Australia no cuenta pues sus dimensiones le otorgan el título de continente. También sabemos que estamos rodeados: Eurasia, por el océano Ártico, el Pacífico, el Índico, el Atlántico y otros mares; y así con los demás. Bien lo ha dicho Lizalde: “todos somos isleños”.


Acerca de “las planicies saladas o dunas arenosas”, me hubiera gustado presentar al magistrado y narrador de Esperando a los bárbaros de Coetzee, que padece una agónica travesía por un desierto de sal —esa imagen recurrente—, y explora el amor de una jovencita; pero ya había decidido incluir solo personajes históricos; hubiera incluido al mismo Lawrence de Arabia, que atravesó el Yunque del Sol en pleno día para rescatar a un hombre, y llena todos los requisitos para figurar en este enquiridio, pero no se dio la ocasión.


Entre “las tundras” quería figurar a Dersú Uzala, signo de calidez, lealtad y rara sabiduría (raro un hombre en la taiga o en la tundra; más, un sabio), personaje siempre recordado entre los que narró Kurosawa, pero tiene el pequeño defecto de no haber existido, es decir en la vida real —hasta donde sé.


Ese “cuerpo de agua entre las islas Banks y Victoria y la costa de los Territorios del Noroeste” se llama Golfo de Amundsen. No encontré la razón de que le hayan puesto su nombre; en cualquier caso tampoco entiendo por qué no le pusieron Paso de Amundsen al del Noroeste que él encontró; eso serviría para invocar la constante de que no sabemos con frecuencia el porqué ni el cómo o el sentido.


Respecto de “si lo bello es la verdad”: pequeño irónico homenaje a Keats. Oséase: ya lo sabemos pero aun así volvemos a preguntarlo. Igual que quienes exploraron lugares ya descubiertos.


En cambio, las “zonas habitadas por pueblos ancestrales” implica una ignorancia, casi una inocencia. Cuando el expedicionario se internaba por esas soledades no tenía dato alguno que le indicara que ahí había ya gente o que la había habido. Y sin embargo, qué feliz hallazgo.


Las alusiones a Erico el Rojo y Leif Ericson sin duda provienen de lejanas lecturas y de cercanas relecturas de Borges, a quien debería señalársele como uno de los altos exploradores —de su casa a la biblioteca, y del pensamiento a la escritura.


De Scott debe decirse que usó trineos pero sin perros: sus hombres los jalaban; durante el regreso fueron muriendo.


Quien quiera conocer más y mejor de Charles Darwin lea el ameno libro del doctor José Sarukhán: Las musas de Darwin.


Me hubiera gustado incluir a Ed Ricketts, ese personaje tan paradójico del libro de Steinbeck, Por el mar de Cortés; lástima que comencé a leerlo cuando esto ya estaba hecho.


Quiero constar: el punto de vista es occidental; no puedo considerar a los exploradores y expedicionarios chinos —crasa ignorancia—, que los ha habido y en grandes cantidades, faltaba más, entre ellos uno que fue enviado a la Europa de Marco Polo para corresponder a su visita, o aquel
Zheng He, diplomático, almirante y explorador de la dinastía Ming, que en el siglo XV cubrió el Índico y luego se replegó sin razón aparente; y tampoco menciono a los extensos mongoles, hunos, vándalos y otras hordas, sin las que la historia conocida no sería lo que es. Sería dejarse llevar por la lógica de la fantasía suponer cómo habrán visto ellos. ¿Cuál sería la historia de los caminantes africanos? Apenas se roza por alusiones su contribución, grande y fundadora, pues ahora sabemos que de allí todo partiría. Nada se dice de los moradores del Sahara, dignos padres de cualquier aventurero y de todo conocedor. Sobre los improbables navegantes de Polinesia hacia el Cono Sur, nada. De la peregrinación de Aztlán, tan llena de promesas, hay más de leyenda que de historia, por desgracia. Sin duda tampoco ellos supieron… No sabemos y seguimos buscando.


En último análisis: qué hubiera sido de Juan sin Teresa.


Para acabar: sé que la idea no es nueva y acaso peca de romántica. Cherchez la femme, tan trillado y tan virgen como en el primer día del primero que encontró la frase —acaso ya infestado de urgencia—. No me importó al darme cuenta mientras escribía: ¡Voglio una donna!, como gritara trepado en un árbol aquel desamparado loco de la película de Bertolucci: 1900.


Y el título: iba a llamarse Terra incognita, pero en un instante final saltó su obviedad. De suyo los versos iniciales —y terminales— llevaron durante horas el letrero “Enigma”; al darme cuenta de que tal especie de expresiones aludirían al más pedestre uso de misterio, adjudicado por flojera mental, falta de ciencia y abundancia de prejuicios a la especie femenina, cuando de hecho lo había puesto pensando en que el entresijo se refiere a que no haya de otra, preferí quitarlo. Por otra parte, no esconderé que Nueve noches nórdicas —junto a su falsa medida heptasílaba y su aliteración germánica— anuncia otra cosa de la que se encuentra aquí, pero he preferido ese nombre por su razón mitológica, que encierra una especie de trance, de rito de pasaje o, en católico, de ejercicios espirituales; mejor: de 40 días con sus noches en el ascético desierto —me alejo pero quiero acercarme, que me tienten— o años de éxodo, número que en la tradición semítica cumple la misma función simbólica que el nueve en la escandinava.


Por lo demás, quizás “ellas también hacen lo mismo” —eso me parece de lo más extraño: ¿qué puede haber en un hombre? Un hombre es una cosa que se va, que sale; se usa y siempre será prescindible.


Lo único misterioso de las mujeres: que ellas ¡nos busquen!