sábado, 7 de julio de 2007

Esplendores del cerebro

Cuando Lord Elgin despojó los frisos del Partenón, de modo conveniente fueron adquiridos por el Museo Británico. En medio de la inquietud por aquellas representaciones de los mitos, iría el joven Keats en 1817 a ver esas piedras.
Luego escribió:

On Seeing the Elgin Marbles

My spirit is too weak — mortality
Weighs heavily on me like unwilling sleep.
And each imagin’d pinnacle and steep
Of godlike hardship, tells me I must die

Like a sick Eagle looking at the sky.
Yet ‘tis a gentle luxury to weep
That I have not the cloudy winds to keep,
Fresh for the opening of the morning’s eye.

Such dim-conceived glories of the brain
Bring round the heart an undescribable feud:
So do these wonders a most dizzy pain.
That mingles Grecian grandeur with the rude

Wasting of old Time — with a billowy main —
A sun — a shadow of a magnitude.



Al observar los Mármoles de Elgin

Tan débil es mi espíritu —la mortalidad
Tanto me pesa como dormirse sin querer.
Y cada pináculo y abismo imaginados
De adversas providencias, dicen que he de morir

Como un Águila enferma mirando el firmamento.
Es lujo sosegado inclusive lamentar
Que no haya vientos contrarios para mantenerse
Fresco al abrirse el ojo de la primera hora.

Tal vagos esplendores surgidos del cerebro
Al corazón acercan discordias indecibles,
Así estas maravillas: mayor consternación.

Que la grandeza Griega revuelven con la zafia
Merma del Tiempo antiguo —con un mar tempestuoso—
Un sol —apenas sombra de aquella inmensidad.



Una vez vistas esas labras, ¿haría un himno al espíritu helénico? No: se siente desanimado: piensa en lo efímero. Se figura un águila en agonía. Alturas y simas le recuerdan su condición. Porque no contempló la piedra convertida en belleza, sino la memoria de la Belleza, en toda su complejidad, que no estuvo en ese recinto.
Y sin embargo, sale John Keats y, a pesar de todo, compone la música verbal de un soneto moderno, célebre hasta las empuñaduras.


Such dim-conceived glories of the brain:
Tendemos a suponer que cuando en poesía se menciona el esplendor, se alude a una idea casi de estatuto platónico, un objeto más allá de la experiencia sólo concitado por el poema o bien que responde a una época grandiosa que tampoco estuvo a nuestro alcance; también suele pensarse en la gloria (‘luz’, ‘irradiación’, ‘fulgores’) de una vista física, de una visión sobrenatural o algo así.

¿De dónde provienen? Keats, como buen hijo del Siglo de las Luces, los ubica en el cerebro. Nada más.
Pues bien: dice el poema que los esplendores indistintos que de pronto se conciben ahí, como si fueran apariciones apenas tenues, magnificencias acaso pero todavía confusas, causan resentimientos que no pueden ser descritos, porque son como aquellas promesas de la Plenitud que tan rápido como fueren alucinadas hubiesen desaparecido, para dejar esa sensación desapacible tan frecuente, ella sí: la frustración.
Eso dejan los pasmosos mármoles labrados: un dolor que marea (dizzy pain).

Porque son los vestigios, tan sólo unos trozos del tiempo esplendente: restos de aquel modo de vida que erigió los relatos excitantes, las más altas ideas, y se regocijaba con la belleza en la forma, para dar esplendor al tiempo.
Escribe el poeta desde el mero asomo: sabe que hubo un sol, pero solamente se vislumbra la sombra, revolcada con los desperdicios
—viscosa masa en aumento.