jueves, 30 de agosto de 2007

Fragilidades

Taedium vitae
Saudade
Spleen
Acedia
Fastidio
Desespero
Irritabilidad
Furor divino
Extenuación
Desgano
Desidia
Fatiga
Tristeza
Abatimiento

Todas esas palabras, y más, conceptos y males, imaginarios y verdaderos, climáticos, ciclotímicos, hipocondríacos, biliosos, entre las tantas formas que toman los humores, variadas caras documentadas o inenarrables episodios de la psicosis, proclividad por lo tenebroso o simples grises rainy days, desde el nada querer (quizás el Lisbon revisited sea una muestra clave, en la obra de Pessoa, de escritura provocada por estas pesadumbres), la postergación sistemática de las ocupaciones, el casi deseado acumulamiento de los deberes (ese “preferiría no hacerlo”, captado con mano maestra por Melville), los llantos inopinados, seguidos de iguales inesperadas manifestaciones de alegría (voz negativa y sintomática; étimo: sin acritud, sin lágrima), de ganas llenas de propósitos que con la misma fuerza se desvanecen la misma hora, celos o miedo, delirios y visiones, hasta el impulso desencadenado de matar a alguno, empezando talvez por uno mismo, cabían en la monstruosa, calamitosa y epidémica melancolía.

Ahora las vamos guardando, y se ponen rancias, inútiles, ajadas, o son rescatadas de los anaqueles de los archivos muertos, se revitalizan, se extrapolan, de la inacción a los gritos, de la penumbra a las exhibiciones, de la locuacidad al estarse callado sin motivo, de la flojera auspiciada por la tele hasta el consumo metódico de bebedizos o la incontenible avidez de ingerir cualquier pastilla que parezca panacea, del insomne insomnio a unas inmensas ganas de dormir (no me despierten hasta que se acabe el mundo), en la ultramoderna palabra ‘depresión’.

¿Quién que sea no ha estado algunas veces triste? Es normal, es natural, es sano. Desahogarse, cualquiera lo ha probado, alivia, y se halla cierta voluptuosidad en el llanto. Malo, cuando ese estado se prolonga por horas en la noche, por días en la semana, por años en la vida: ya no es otro “estado de ánimo”, mucho menos una “manera de ser”, sino una enfermedad compleja que debe tratarse como tal, pero no sólo con fármacos, sino con delicada atención. Podría el enfermo quedarse catatónico de pura química si no tuviera enfrente la voz y la escucha de algún acompañante (¿Estás aún ahí? ¿Estás aquí conmigo?). Y al revés: podrá la familia entera estar pendiente, solícita, de las modificaciones del humor del consentido, y sin darse cuenta contagiarse del mal de modo lento, precipitándose como magma hacia los arrebatos, si no le acercan las soluciones eficaces de la medicina.

O que se cure escribiendo sobre lo que le ocurre. Eso han aconsejado los probos. Eso hizo Robert Burton. En la Introducción a su estimulante estudio The Worlds of Renaissance Melancholy: Robert Burton in Context, Angus Gowland refiere que el célebre autor de The Anatomy of Melancholy [1621] optó por estudiarla para prescribir medios de prevenir y curar tan extendida enfermedad, “an Epidemicall disease, that so often, so much crucifies the body and minde”, si bien declara el mismo Burton que, afligido de lo mismo, “I write of Melancholy, by being busie to avoid Melancholy”, siguiendo la máxima de Séneca, “Ocio sin letras: muerte y sepultura viva del hombre”, por el antiguo procedimiento de “expell clavum clavo, comfort one sorrow with another, idlenes with idlenes”: consolar un pesar con otro, ocio con ocio. Y escribió (“playing labor”), aunque no hundiéndose en sus propias peligrosas ocurrencias, sino como un lector crítico, como eran los humanistas de su tiempo, es decir que anotaba rigurosamente en los márgenes los libros que leía, o discutiendo en hojas sueltas, todo lo que hubiera entre antiguos y modernos al respecto, según cuenta Gowland, que ha revisado su biblioteca.

Keats, que debió tener noticia de Burton, anuncia sus remedios en la Oda, y el premio que le espera al más contento. Imagínese la perversión de su aforismo: “Lo que la imaginación capta como Tristeza debe ser verdad; hubiera existido o no.”

Melancólico también resulta que ese deseable libro de Gowland, publicado en noviembre de 2006 por la Cambridge University Press (356 páginas), cueste un poco más de novecientos pesos...