jueves, 24 de mayo de 2007

Versión de la Ode on a Grecian Urn de John Keats.


I

Permaneces intacta, novia de la quietud,
Niña incitadora de silencio y tiempo lento,
Narradora silvana, que así puedes contar
Un relato fecundo más sutil que nuestros cantes:
Qué orlada leyenda frecuenta tu figura
De inmortales o de mortales, o de los dos,
En la cuenca del Tempi o en los valles de la Arcadia?
Qué hombres o dioses son ésos? Qué púberes reacias?
Qué busca enloquecida? Qué grescas por fugarse?
Qué flautines y platillos? Qué éxtasis salvaje?


II

Son dulces las canciones escuchadas; mas son
Más dulces si no se oyen; así, tocan, los pífanos;
No en el oído corporal, sino, entrañables,
Al espíritu musitan tonadas sin sonido:
Niñez, bajo los árboles, no puedes dejar
Tu canción, ni aun los árboles quedar desnudos;
Amante audaz, nunca, jamás puedes tú besar,
Aunque al fin venzas casi —incluso, no te quejes;
Ella no se esfuma, aunque en su goce no entres:
Para siempre ajarías tu amor, y ella era buena!


III

Ah, venturosos brotes! que no pueden perder
Sus follajes, ni la Primavera despedirlos;
Y el flautista, aventurado, infatigable,
Siempre silbando melodías por siempre nuevas;
Amor dichoso! más dichoso, dichoso amor!
Para siempre cálido y listo para el disfrute,
Para siempre sin aliento y joven para siempre;
Por sobre toda pasión humana que respira,
Que deja el corazón sollozante y fastidiado,
Una frente inflamada, y una lengua reseca.


IV

Quiénes son aquellos que al sacrificio se acercan?
A qué verde altar, oficiante de los misterios,
Los guías, que hacia los cielos muge la novilla,
Y visten sus costados sedosos con guirnaldas?
Qué poblado ribereño de mar o de río,
O erigido en un peñón con su fuerte apacible,
Se ha vaciado de gente, en la aurora piadosa?
Y tú, caserío, cuyas calles para siempre
Se quedarán calladas; y nadie que relate
Por qué estás desolado, podrá regresar nunca.


V

Oh perfil Ático! Talante tan preciso! con cepa
De hombres resistentes y púberes turbadas,
Con ramajes del bosque y las yerbas abatidas;
Tú, forma silente, sin más nos tomas el pelo
Cual eternidad rotunda: Idilio Helado!
Cuando esta generación por la edad senil ya esté arrasada,
Tú permanecerás, en medio de aflicciones
Distintas de las nuestras, amiga del hombre, a quien has dicho:
“Belleza es verdad, verdad belleza” —eso es todo
Lo que sabes en la tierra, y todo lo que necesitas saber.

[23·V·07: revisión más reciente; Gerardo Lino]

martes, 22 de mayo de 2007

Nada está escrito

En un pasaje memorable de Lawrence de Arabia, de David Lean, cuando uno de los hombres se ha perdido en el desierto, un tuareg le dice al inglés que no hay nada que hacer, que está escrito que quien se interne por esas dunas no regresará. Entonces, fuliginoso y con los ojos echando chispas, Peter O’Toole contesta cortante y nítido: “Nada está escrito.” Luego empieza a caminar, da con el hombre y lo rescata. Así se hizo T.E. Lawrence del desierto —no su dueño: su pertenencia—, así se ganó la fe de los árabes para su liberación, así se hizo su nombre.


Nada está escrito. Allí radica la diferencia entre un hombre que se arriesga basado en decisiones propias, acierta o yerra, pero pone algo que no había, y quienes atenazados por una creencia de miedo se quedan por siglos en lo Mismo. También así podemos figurarnos al escritor que emprende cada hoja de papel como si fuese la primera —o la única, o la última—, a diferencia de aquel que se limita a recitar a ciegas la ruda cantilena de una tradición que no comprende.
Hace muchos años, en un congreso de aspirantes a escritor, Alberto Blanco sugirió que se pusieran a escribir como si no hubiera nada antes de ellos. Como si se pudiera comenzar de cero. Como si nada. Hermoso riesgo, idea descabellada. Porque quienes quieren escribir vienen infestados con un virus muy potente: los libros. A la escritura se llega por haber leído, no porque te lo hayan platicado, no por accidente. Se emprende el camino del desierto por una razón poderosa: allá sé que hay un hombre: si pasó por ahí, también puedo ir. Es todo lo que sé, acaso. Ya veré. Experimento delicado resulta escribir como si no hubiera una tradición, como si se tuviera que inventar el mito, las fábulas, las metáforas de la nada.





[Mármoles de Elgin, Museo Británico]

Más tarde se comprende que pudo ser útil como experimento, porque esas líneas del atrevimiento nos muestran, a pesar de todos los esfuerzos del olvido, los rastros de aquellas figuras primigenias con que pasamos de la noche al sueño, de los acosos del día a las resoluciones imprevistas, del miedo al juego y del saber al gozo: huellas de una infancia —irrecuperable, como todas—, pero huellas al fin nuestras: en la confrontación de la escritura se va notando cómo se rescatan casi por sí solas, bajo el influjo del reconocimiento, la extensión y las arenas, el sol perpetuo y los vientos de las modificaciones, hasta llegar a la edad de la experiencia.
No sé si Alberto Blanco ha regresado del desierto (la última vez que lo vi se notaba un tanto sofocado pero fervoroso). Sé que ha enviado algunos hallazgos. Pero también sé que, sin que nadie se diera cuenta, llevaba consigo varios libros —contra las inclemencias.
Pero allí están sus Giros de Faros y un poco más allá Los siete pilares de la sabiduría, del desaforado inglés.


En el otro extremo se encuentran quienes tienen la firme creencia de que la poesía sólo se hace a partir de libros, que sólo en la lectura puede alimentarse su vértigo. Y está bien, está bien haber mirado, como tocar la curva con la mano, o con las pupilas el canto. Ojalá no se olvidaran de que en los tiempos del comienzo hubo que señalar las cosas con el dedo, hacer señales de humo, gestos desordenados con el cuerpo. Que los hombres emprendieron la larga marcha hacia la palabra sin saber lo que hallarían, que entre sombras confusas tuvieron que descifrar el cielo.

Hemos dado significados; hemos corrido hacia el asomo; si aún no nos sacia lo visto, emprendemos de nuevo la escritura, así sea una traducción, como ésta del canto tercero de la célebre Oda de Keats:


Ah, dichosos, dichosos brotes! que no pueden perder
Sus hojas, ni la Primavera despedirlos;
Y el flautista aventurado, inusual,
Siempre silbando melodías por siempre nuevas;
Amor más dichoso! más dichoso, dichoso amor!
Para siempre cálido y listo para el disfrute,
Para siempre sin aliento, y joven para siempre;
Por encima de toda pasión humana que respira,
Que deja el corazón lleno de lamentos y ahíto,
Una frente inflamada, y una lengua reseca.
Velos

Por las inercias del uso de la lengua tendemos a asociar ciertos significados a una palabra, con exclusión de otros que pueden corresponderle. Cuando se habla de revelación en la escritura se presenta de inmediato la imagen mental de la Revelación que comunica la Escritura (sagrada). Pero no es el caso.



Solemos dejar de lado que la escritura, antes de volverse cosa, es una acción, y que cuando se trata de la hechura de un poema lo que se busca es desvelar algo que permanecía oculto. Un velo cubre algún objeto indeterminado; el acto poético quita ese velo o al menos intenta correrlo, favorecer el asomo.
Esa revelación, para ser comunicada, tiene que ser de carácter universal, pero comienza por una particular visión, que en última instancia apareció entre las sibilinas sinapsis de un cerebro. Pero en fin, ¿qué hay allí en el texto que antes no existía? Lo que se nos revela de la mente del autor no puede ser algo que nadie pudiera compartir, alcanzar, incluso con esfuerzo: se nos revela, sin más, un aspecto de lo existente o de lo desconocido, pero que en último análisis reconocemos como parte del mundo o del ser del hombre.



Una palabra sobre lo desconocido. También por inercias inveteradas, a este término se le pegan como lapas cosas de la mística, difíciles de rascar. Lo ‘místico’: lo encubierto, lo que se ha escondido: ¿no se tratará nada más de una engañifa, de algo que los sectarios esconden a propósito, por esa tentación del poder que se acrecienta por presumir de que en sus manos se resguarda el secreto? (Uy!) No sería extraño encontrar que ciertas religiones prosperaron gracias a los pases mágicos de sus brujos, a la jerga hermética de sus chamanes, a las actitudes misteriosonas de sus jerarcas.
Lejos de nosotros tales confusiones. Si hablamos de lo desconocido no es por prestarnos a la estafa, sino porque se nos ha vuelto evidente que no nos basta con lo escrito, que más bien su saber nos indica que algo falta, sus aciertos aluden a las fallas, la luz —la luz de veras— testifica que al otro lado está la noche.



Por supuesto que ese descubrimiento que nos comunica un poema determinado no necesariamente es una verdad inconfutable: es la visión de un individuo: puede ser un yerro, ni siquiera un aserto sino apenas una duda, incluso un desvarío: tales son las muestras de lo humano en el arte, pues si bien —y, ahí sí, necesariamente— el arte es una aspiración de la Forma, ese simulacro de lo Perfecto puede señalar la caída, el crimen o el puro menoscabo que es un hombre, lo vano de sus esfuerzos, la inanidad. O, dicho con dos palabras trilladas pero inevitables a las que la poesía toca: la vida, la muerte.



Acostumbrados a vivir —como los animales—, el arte nos recuerda que no es cierto, que no son así las cosas, que el futuro es claro: memento mori. ¿Qué hago frente a eso? Habría que vivir primero, luego filosofar, como reza el latinajo; habría entonces que pensar con Michel de Montaigne, ya llegada la edad, que la filosofía sirve para aprender a morir, como también han pensado los estoicos. Eso es: asumir la verdad, mientras la contemplación de la urna griega nos incita a poner en el papel: “Cuando esta generación por la edad senil ya esté arrasada, / Tú permanecerás, en medio de aflicciones / Distintas de las nuestras”.


[Tiziano: Venus de Urbino]

Sobre la crítica. Si bien, como hemos apuntado antes, la mejor crítica de un poema es otro poema, no con ello se elimina la importancia de los estudios literarios. Pues se ha dicho que es la mejor, pero no la única. Dicha exigencia no puede pretender —sería un suicidio— que sean inútiles los esclarecimientos que los críticos comparten. No es menor la importancia de las interpretaciones: suscitan la discusión y, mientras no se olviden del texto que las ocupa, facilitan el abordaje de otros lectores. Leer, contra lo que suele parecerles a los extrañados, no es aislarse sino un modo de dialogar, de escuchar con los ojos, como decía Quevedo. Por tanto, si el que escucha tiene algo que decir, pues lo dice —incluso por escrito.


También por eso la escritura —el acto, la ejecución— es un dominio de la libertad: en el comentario puede uno disentir, aportar otro modo de ver, o comunicar un asombro, esa admiración por la que el poema nos lleva a la palabra o nos cierra la boca. No se trata de una obediencia ciega: la poesía no se hace de dogmas; respira y crece mejor en las tierras de la heterodoxia.


Usemos la comparación que hizo Todorov al referirse a la función del crítico, que debe ser fiel al texto pero también ser capaz de contradecirlo: “Es un poco como sucede en las relaciones personales: la ilusión de la fusión es dulce, pero es una ilusión y su fin es amargo; reconocer al otro como diferente permite amarlo mejor.”

viernes, 18 de mayo de 2007

Otros camellos

“Toda reflexión situada entre el cero y el infinito es mortal para la gracia.”
Eso dijo Adrián Leverkühn en uno de sus diálogos más inspirados. Bajo la advertencia de tal reflexión tomo el riesgo de las explicaciones.

Si algo nos revela un poema, tiene que ser anterior a sus palabras (o bocabajo, supino, sedente), pero en ellas se sostiene, y perdura su resonancia después de haberlo dejado. Por ello las culturas ancestrales usaban la poesía, la música, la danza —una y la misma— en sus rituales. Por ello las civilizaciones del Libro —Torá, Biblia, Corán— no requieren poesía sino versiones, si acaso, pues todo lo que habría de revelarse halla su asiento en la Sagrada Escritura (por eso manan los clérigos indoctos; por eso los poetas salen por sus propios fueros; por eso escribir parece apostasía).
Aquí más bien glosaré un poco el acto libre absoluto, generador del hecho estético, el acto sin necesidad, sin condición de responder; id est, el acto gratuito, aquel que se da sin más, atribuible sin duda a los poderes de un demiurgo, del daímon, de una divinidad —mediterránea o hindú, polinésica o andina, boreal o mesopotámica—. Fuera de ese sentido trascendente del arte ¿es posible encontrar una obra humana que venga así, como salida de un instante, sin trabajo? Son aquellos momentos de una obra, aquellas fases que parecen desprenderse del resto —la paja, el ripio, el relleno—, ese punto de la exaltación, la epifanía sin más explicaciones, los que nos evocan (¿nos recuerdan?) la Plenitud. Esos ápices que tocan y mueven, cuando nos disponemos a las incitaciones del arte, son quizás apenas las piezas que concitan la libertad imposible del ser contingente a la vez que propician una imagen de lo absoluto, ese arquetipo entre los arquetipos. (¡Líbreme Dios de estar hablando de “Dios”!, estereotipo entre los estereotipos si los hay.)

En la cabeza del artista ocurre —no sucede— una intuición —ve u oye—, una idea —es decir imagen, figura, rasgo—: la cosa completa como tal. Luego viene, en la sucesividad, el acto de poner eso en el papel —o en la tela o en la piedra... Así que, como cualquiera, alguien intuye; pero en la capacidad de transformar eso en un objeto radica la diferencia entre alguien que genera una realidad antes inexistente y uno que nada más disfruta las ocurrencias de su mente y con ello se conforma: no tiene que trabajarlas.
Hay objetos artísticos que nos tocan físicamente, como si fueran casi las Apariciones Inhumanas; pero su creador no se quedó con ellas en el cerebro: tuvo que hacer algo (¿habrá algún dios cuya cosmogonía estatuya que nada hizo para crear el mundo?, ¿que no dijo ni pío?) para ponerlas al alcance de los otros. Cierta obra maestra rotunda nos hace creer que casi pudo ser el Acto, eso que nos da la sensación de lo “natural”, de lo necesario, así de “fácil”; pero no hay remedio: su hacedor tuvo que coger la materia y darle forma. El genio encerrado no existe: tiene que salir de su quinqué a cumplir los deseos.
Suele decirse entre los escritores, a pesar de los más altos ensayos, que la mejor crítica de un poema es otro poema.

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Este Norham Castle, Sunrise de Turner (imagen que atravesó su trabajo desde 1797 hasta 1845 y nunca quiso exhibir), un Cuarteto de Beethoven, la Oda a una urna griega, están ahí, listos para tocar con su lanceta el nudo de lo que somos. Irremisiblemente queremos explicarnos la experiencia —si tal hubo—, pretendemos comunicar un entusiasmo (ese estar poseído por el dios); entonces: o se escribe el poema, o vienen las interpretaciones. Mientras, el objeto sigue ahí , en su libertad inmutable.

(“When old age shall this generation waste,” escribió Keats, “Thou shalt remain,” con una gracia que a unos ofusca y a otros clarifica: “in midst of other woe / Than ours, a friend to man, to whom thou say’st, / ‘Beauty is truth, truth beauty,’ —that is all / Ye know on earth, and all ye need to know.”)

Ni modo: “Toda reflexión situada entre el cero y el infinito es mortal para la gracia.”
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para vb, catecúmeno; para jes, que sólo escribe; para jja, de un ala
Camellos

Hacía notar Borges que en el Corán no se menciona una sola vez la palabra ‘camello’. Resultaba algo tan familiar que no había necesidad de señalarlo. A partir de esa observación se ha dado en llamar camello a ese elemento esencial que no necesita decirse; más aún, el camello constituye uno de los fundamentos de lo que trata un texto, ese punto que no es referido porque de él parten las referencias internas de un escrito que se refiere a sí mismo, id est un poema.
Dicho al revés: si, por ejemplo, quiere comunicarse una emoción, tiene que hablarse de cualquier cosa, del acto pertinente o de mil y un asuntos alusivos, pero no mentarse la emoción; es decir, aquel texto que ello hiciere, poner la palabra ’emoción’, se debilitaría por sí solo, impidiendo comunicar emoción alguna por ese solo fallo.


Ahí tienen ustedes resmas de versos atascados de la palabra ‘silencio’, porque se supone que la poesía parte de un estado de silencio —igual que la música—, de una consustanciación de un incierto estado mental en que aún nada llega a ser verbalizado, pero que el poeta ase por medio, vaya, de la escritura. Pero ay de aquel iluso que suponga que basta con poner la palabrita para que aparezca en el poema, en la lectura del poema, la experiencia del silencio.
Si el camello del poema no es el silencio, porque su tema es otro, y es necesario ese vocablo, entonces tiene que estar ahí, como cualquier otra palabra, para referir aquello que se dice sin decirse —carácter que de suyo convierte al texto en poema, y ya entonces el lector topará con la experiencia poética.
Otro ejemplar: un poema que contiene la voz ‘alma’ no está tratando del alma sino de otra cosa (malhaya quien cometa lo contrario); quizás trate de la incertidumbre; acaso de la extrañeza de existir, de estar lanzado en el mundo, de saberse y reconocerse como el ser que va a morir (como reza el heideggeriano título de un libro de Coral Bracho). A ver éste: “Considera, alma mía, esta textura / áspera al tacto, a la que llaman vida.” (Al pie de la letra, Rosario Castellanos)






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[Turner: Moonlight, a Study at Millbank, exhibido en 1797]



Antonio Gamoneda, en una entrevista efectuada por Rodolfo Häsler ("La poesía no es literatura”, Alforja, XXIX, Verano 2004), habla de una “sustancia del pensamiento inexplícito”, pensamiento no planeado ni reflexivo, que ocurre sin que se sepa nada de él hasta que aparece en el poema, es decir, hasta que se transforma por el arte de la escritura. Esa sustancia es la “causa musical” que luego desencadena el poema, “ese imprevisible ser de palabras”. Es entonces cuando se revela el pensamiento.


“Dicho de otra manera más simple: en la generación del poema, yo no sé lo que pienso hasta que no me lo dicen mis propias palabras.”


Por lo tanto —y como lo saben los poetas—, lo que sostiene la generación del poema es de índole musical. No es tan sólo un ritmo —pero puede serlo—, no solamente una melodía —aunque bien puede desprenderse de ella—, ni alguna armonía como tal —que acaso cifra la intuición—: tiene carácter musical: en consecuencia, por una parte, en cuanto la música es pensamiento no verbal, no se sabe lo que significa; pero al mismo tiempo, la aparición de la música, todavía en la ocurrencia interna del cerebro, implica el reconocimiento del silencio, por contraste. En medio de todo esto no hay que olvidar que ese pensamiento aún no tiene palabras en su seno —ninguna de las que usamos, con las que intentamos explicárnoslo, las pragmáticas, las informativas, aun las especulativas y siempre posteriores—: esa esfera generatriz del poema es, dice Gamoneda, “el espacio de un pensamiento que se desconoce”, y al fin, siempre en la confusión propia de esa clase de estado mental, no sabemos decidirnos si la causa específica del poema es ese sonido, esa “música” (sin serlo del todo sino en su origen), o su contraparte inherente, el silencio. Entonces puede sobrevenir alguno de estos efectos: o se escribe el poema, o se queda uno callado.


Pero a todo esto, ¿dónde está el camello?
Por ejemplo, en estas líneas:



El óxido se posó en mi lengua como el sabor de una desaparición.
El olvido entró en mi lengua y no tuve otra conducta que el olvido,
y no acepté otro valor que la imposibilidad.
Como un barco calcificado en un país del que se ha retirado el mar,
escuché la rendición de mis huesos depositándose en el descanso;
escuché la huida de los insectos y la retracción de la sombra al ingresar en lo que quedaba de mí;
escuché hasta que la verdad dejó de existir en el espacio y en mi espíritu,
y no pude resistir la perfección del silencio.



¿Cuál es el camello de estos versos extirpados de Descripción de la mentira?
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Apostilla para las veleidades. “La literatura va a ser globalizada, pero la poesía no es literatura. Al fin y al cabo, la poesía existe porque sabemos que vamos a morir”, nos recuerda Gamoneda.