Por las inercias del uso de la lengua tendemos a asociar ciertos significados a una palabra, con exclusión de otros que pueden corresponderle. Cuando se habla de revelación en la escritura se presenta de inmediato la imagen mental de la Revelación que comunica la Escritura (sagrada). Pero no es el caso.
Solemos dejar de lado que la escritura, antes de volverse cosa, es una acción, y que cuando se trata de la hechura de un poema lo que se busca es desvelar algo que permanecía oculto. Un velo cubre algún objeto indeterminado; el acto poético quita ese velo o al menos intenta correrlo, favorecer el asomo.
Esa revelación, para ser comunicada, tiene que ser de carácter universal, pero comienza por una particular visión, que en última instancia apareció entre las sibilinas sinapsis de un cerebro. Pero en fin, ¿qué hay allí en el texto que antes no existía? Lo que se nos revela de la mente del autor no puede ser algo que nadie pudiera compartir, alcanzar, incluso con esfuerzo: se nos revela, sin más, un aspecto de lo existente o de lo desconocido, pero que en último análisis reconocemos como parte del mundo o del ser del hombre.
Una palabra sobre lo desconocido. También por inercias inveteradas, a este término se le pegan como lapas cosas de la mística, difíciles de rascar. Lo ‘místico’: lo encubierto, lo que se ha escondido: ¿no se tratará nada más de una engañifa, de algo que los sectarios esconden a propósito, por esa tentación del poder que se acrecienta por presumir de que en sus manos se resguarda el secreto? (Uy!) No sería extraño encontrar que ciertas religiones prosperaron gracias a los pases mágicos de sus brujos, a la jerga hermética de sus chamanes, a las actitudes misteriosonas de sus jerarcas.
Lejos de nosotros tales confusiones. Si hablamos de lo desconocido no es por prestarnos a la estafa, sino porque se nos ha vuelto evidente que no nos basta con lo escrito, que más bien su saber nos indica que algo falta, sus aciertos aluden a las fallas, la luz —la luz de veras— testifica que al otro lado está la noche.
Por supuesto que ese descubrimiento que nos comunica un poema determinado no necesariamente es una verdad inconfutable: es la visión de un individuo: puede ser un yerro, ni siquiera un aserto sino apenas una duda, incluso un desvarío: tales son las muestras de lo humano en el arte, pues si bien —y, ahí sí, necesariamente— el arte es una aspiración de la Forma, ese simulacro de lo Perfecto puede señalar la caída, el crimen o el puro menoscabo que es un hombre, lo vano de sus esfuerzos, la inanidad. O, dicho con dos palabras trilladas pero inevitables a las que la poesía toca: la vida, la muerte.
Acostumbrados a vivir —como los animales—, el arte nos recuerda que no es cierto, que no son así las cosas, que el futuro es claro: memento mori. ¿Qué hago frente a eso? Habría que vivir primero, luego filosofar, como reza el latinajo; habría entonces que pensar con Michel de Montaigne, ya llegada la edad, que la filosofía sirve para aprender a morir, como también han pensado los estoicos. Eso es: asumir la verdad, mientras la contemplación de la urna griega nos incita a poner en el papel: “Cuando esta generación por la edad senil ya esté arrasada, / Tú permanecerás, en medio de aflicciones / Distintas de las nuestras”.
[Tiziano: Venus de Urbino]
Sobre la crítica. Si bien, como hemos apuntado antes, la mejor crítica de un poema es otro poema, no con ello se elimina la importancia de los estudios literarios. Pues se ha dicho que es la mejor, pero no la única. Dicha exigencia no puede pretender —sería un suicidio— que sean inútiles los esclarecimientos que los críticos comparten. No es menor la importancia de las interpretaciones: suscitan la discusión y, mientras no se olviden del texto que las ocupa, facilitan el abordaje de otros lectores. Leer, contra lo que suele parecerles a los extrañados, no es aislarse sino un modo de dialogar, de escuchar con los ojos, como decía Quevedo. Por tanto, si el que escucha tiene algo que decir, pues lo dice —incluso por escrito.
También por eso la escritura —el acto, la ejecución— es un dominio de la libertad: en el comentario puede uno disentir, aportar otro modo de ver, o comunicar un asombro, esa admiración por la que el poema nos lleva a la palabra o nos cierra la boca. No se trata de una obediencia ciega: la poesía no se hace de dogmas; respira y crece mejor en las tierras de la heterodoxia.
Usemos la comparación que hizo Todorov al referirse a la función del crítico, que debe ser fiel al texto pero también ser capaz de contradecirlo: “Es un poco como sucede en las relaciones personales: la ilusión de la fusión es dulce, pero es una ilusión y su fin es amargo; reconocer al otro como diferente permite amarlo mejor.”
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