“Toda reflexión situada entre el cero y el infinito es mortal para la gracia.”
Eso dijo Adrián Leverkühn en uno de sus diálogos más inspirados. Bajo la advertencia de tal reflexión tomo el riesgo de las explicaciones.
Si algo nos revela un poema, tiene que ser anterior a sus palabras (o bocabajo, supino, sedente), pero en ellas se sostiene, y perdura su resonancia después de haberlo dejado. Por ello las culturas ancestrales usaban la poesía, la música, la danza —una y la misma— en sus rituales. Por ello las civilizaciones del Libro —Torá, Biblia, Corán— no requieren poesía sino versiones, si acaso, pues todo lo que habría de revelarse halla su asiento en la Sagrada Escritura (por eso manan los clérigos indoctos; por eso los poetas salen por sus propios fueros; por eso escribir parece apostasía).
Aquí más bien glosaré un poco el acto libre absoluto, generador del hecho estético, el acto sin necesidad, sin condición de responder; id est, el acto gratuito, aquel que se da sin más, atribuible sin duda a los poderes de un demiurgo, del daímon, de una divinidad —mediterránea o hindú, polinésica o andina, boreal o mesopotámica—. Fuera de ese sentido trascendente del arte ¿es posible encontrar una obra humana que venga así, como salida de un instante, sin trabajo? Son aquellos momentos de una obra, aquellas fases que parecen desprenderse del resto —la paja, el ripio, el relleno—, ese punto de la exaltación, la epifanía sin más explicaciones, los que nos evocan (¿nos recuerdan?) la Plenitud. Esos ápices que tocan y mueven, cuando nos disponemos a las incitaciones del arte, son quizás apenas las piezas que concitan la libertad imposible del ser contingente a la vez que propician una imagen de lo absoluto, ese arquetipo entre los arquetipos. (¡Líbreme Dios de estar hablando de “Dios”!, estereotipo entre los estereotipos si los hay.)
En la cabeza del artista ocurre —no sucede— una intuición —ve u oye—, una idea —es decir imagen, figura, rasgo—: la cosa completa como tal. Luego viene, en la sucesividad, el acto de poner eso en el papel —o en la tela o en la piedra... Así que, como cualquiera, alguien intuye; pero en la capacidad de transformar eso en un objeto radica la diferencia entre alguien que genera una realidad antes inexistente y uno que nada más disfruta las ocurrencias de su mente y con ello se conforma: no tiene que trabajarlas.
Hay objetos artísticos que nos tocan físicamente, como si fueran casi las Apariciones Inhumanas; pero su creador no se quedó con ellas en el cerebro: tuvo que hacer algo (¿habrá algún dios cuya cosmogonía estatuya que nada hizo para crear el mundo?, ¿que no dijo ni pío?) para ponerlas al alcance de los otros. Cierta obra maestra rotunda nos hace creer que casi pudo ser el Acto, eso que nos da la sensación de lo “natural”, de lo necesario, así de “fácil”; pero no hay remedio: su hacedor tuvo que coger la materia y darle forma. El genio encerrado no existe: tiene que salir de su quinqué a cumplir los deseos.
Suele decirse entre los escritores, a pesar de los más altos ensayos, que la mejor crítica de un poema es otro poema.
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Este Norham Castle, Sunrise de Turner (imagen que atravesó su trabajo desde 1797 hasta 1845 y nunca quiso exhibir), un Cuarteto de Beethoven, la Oda a una urna griega, están ahí, listos para tocar con su lanceta el nudo de lo que somos. Irremisiblemente queremos explicarnos la experiencia —si tal hubo—, pretendemos comunicar un entusiasmo (ese estar poseído por el dios); entonces: o se escribe el poema, o vienen las interpretaciones. Mientras, el objeto sigue ahí , en su libertad inmutable.
(“When old age shall this generation waste,” escribió Keats, “Thou shalt remain,” con una gracia que a unos ofusca y a otros clarifica: “in midst of other woe / Than ours, a friend to man, to whom thou say’st, / ‘Beauty is truth, truth beauty,’ —that is all / Ye know on earth, and all ye need to know.”)
Ni modo: “Toda reflexión situada entre el cero y el infinito es mortal para la gracia.”
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para vb, catecúmeno; para jes, que sólo escribe; para jja, de un ala