viernes, 18 de mayo de 2007

Otros camellos

“Toda reflexión situada entre el cero y el infinito es mortal para la gracia.”
Eso dijo Adrián Leverkühn en uno de sus diálogos más inspirados. Bajo la advertencia de tal reflexión tomo el riesgo de las explicaciones.

Si algo nos revela un poema, tiene que ser anterior a sus palabras (o bocabajo, supino, sedente), pero en ellas se sostiene, y perdura su resonancia después de haberlo dejado. Por ello las culturas ancestrales usaban la poesía, la música, la danza —una y la misma— en sus rituales. Por ello las civilizaciones del Libro —Torá, Biblia, Corán— no requieren poesía sino versiones, si acaso, pues todo lo que habría de revelarse halla su asiento en la Sagrada Escritura (por eso manan los clérigos indoctos; por eso los poetas salen por sus propios fueros; por eso escribir parece apostasía).
Aquí más bien glosaré un poco el acto libre absoluto, generador del hecho estético, el acto sin necesidad, sin condición de responder; id est, el acto gratuito, aquel que se da sin más, atribuible sin duda a los poderes de un demiurgo, del daímon, de una divinidad —mediterránea o hindú, polinésica o andina, boreal o mesopotámica—. Fuera de ese sentido trascendente del arte ¿es posible encontrar una obra humana que venga así, como salida de un instante, sin trabajo? Son aquellos momentos de una obra, aquellas fases que parecen desprenderse del resto —la paja, el ripio, el relleno—, ese punto de la exaltación, la epifanía sin más explicaciones, los que nos evocan (¿nos recuerdan?) la Plenitud. Esos ápices que tocan y mueven, cuando nos disponemos a las incitaciones del arte, son quizás apenas las piezas que concitan la libertad imposible del ser contingente a la vez que propician una imagen de lo absoluto, ese arquetipo entre los arquetipos. (¡Líbreme Dios de estar hablando de “Dios”!, estereotipo entre los estereotipos si los hay.)

En la cabeza del artista ocurre —no sucede— una intuición —ve u oye—, una idea —es decir imagen, figura, rasgo—: la cosa completa como tal. Luego viene, en la sucesividad, el acto de poner eso en el papel —o en la tela o en la piedra... Así que, como cualquiera, alguien intuye; pero en la capacidad de transformar eso en un objeto radica la diferencia entre alguien que genera una realidad antes inexistente y uno que nada más disfruta las ocurrencias de su mente y con ello se conforma: no tiene que trabajarlas.
Hay objetos artísticos que nos tocan físicamente, como si fueran casi las Apariciones Inhumanas; pero su creador no se quedó con ellas en el cerebro: tuvo que hacer algo (¿habrá algún dios cuya cosmogonía estatuya que nada hizo para crear el mundo?, ¿que no dijo ni pío?) para ponerlas al alcance de los otros. Cierta obra maestra rotunda nos hace creer que casi pudo ser el Acto, eso que nos da la sensación de lo “natural”, de lo necesario, así de “fácil”; pero no hay remedio: su hacedor tuvo que coger la materia y darle forma. El genio encerrado no existe: tiene que salir de su quinqué a cumplir los deseos.
Suele decirse entre los escritores, a pesar de los más altos ensayos, que la mejor crítica de un poema es otro poema.

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Este Norham Castle, Sunrise de Turner (imagen que atravesó su trabajo desde 1797 hasta 1845 y nunca quiso exhibir), un Cuarteto de Beethoven, la Oda a una urna griega, están ahí, listos para tocar con su lanceta el nudo de lo que somos. Irremisiblemente queremos explicarnos la experiencia —si tal hubo—, pretendemos comunicar un entusiasmo (ese estar poseído por el dios); entonces: o se escribe el poema, o vienen las interpretaciones. Mientras, el objeto sigue ahí , en su libertad inmutable.

(“When old age shall this generation waste,” escribió Keats, “Thou shalt remain,” con una gracia que a unos ofusca y a otros clarifica: “in midst of other woe / Than ours, a friend to man, to whom thou say’st, / ‘Beauty is truth, truth beauty,’ —that is all / Ye know on earth, and all ye need to know.”)

Ni modo: “Toda reflexión situada entre el cero y el infinito es mortal para la gracia.”
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para vb, catecúmeno; para jes, que sólo escribe; para jja, de un ala
Camellos

Hacía notar Borges que en el Corán no se menciona una sola vez la palabra ‘camello’. Resultaba algo tan familiar que no había necesidad de señalarlo. A partir de esa observación se ha dado en llamar camello a ese elemento esencial que no necesita decirse; más aún, el camello constituye uno de los fundamentos de lo que trata un texto, ese punto que no es referido porque de él parten las referencias internas de un escrito que se refiere a sí mismo, id est un poema.
Dicho al revés: si, por ejemplo, quiere comunicarse una emoción, tiene que hablarse de cualquier cosa, del acto pertinente o de mil y un asuntos alusivos, pero no mentarse la emoción; es decir, aquel texto que ello hiciere, poner la palabra ’emoción’, se debilitaría por sí solo, impidiendo comunicar emoción alguna por ese solo fallo.


Ahí tienen ustedes resmas de versos atascados de la palabra ‘silencio’, porque se supone que la poesía parte de un estado de silencio —igual que la música—, de una consustanciación de un incierto estado mental en que aún nada llega a ser verbalizado, pero que el poeta ase por medio, vaya, de la escritura. Pero ay de aquel iluso que suponga que basta con poner la palabrita para que aparezca en el poema, en la lectura del poema, la experiencia del silencio.
Si el camello del poema no es el silencio, porque su tema es otro, y es necesario ese vocablo, entonces tiene que estar ahí, como cualquier otra palabra, para referir aquello que se dice sin decirse —carácter que de suyo convierte al texto en poema, y ya entonces el lector topará con la experiencia poética.
Otro ejemplar: un poema que contiene la voz ‘alma’ no está tratando del alma sino de otra cosa (malhaya quien cometa lo contrario); quizás trate de la incertidumbre; acaso de la extrañeza de existir, de estar lanzado en el mundo, de saberse y reconocerse como el ser que va a morir (como reza el heideggeriano título de un libro de Coral Bracho). A ver éste: “Considera, alma mía, esta textura / áspera al tacto, a la que llaman vida.” (Al pie de la letra, Rosario Castellanos)






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[Turner: Moonlight, a Study at Millbank, exhibido en 1797]



Antonio Gamoneda, en una entrevista efectuada por Rodolfo Häsler ("La poesía no es literatura”, Alforja, XXIX, Verano 2004), habla de una “sustancia del pensamiento inexplícito”, pensamiento no planeado ni reflexivo, que ocurre sin que se sepa nada de él hasta que aparece en el poema, es decir, hasta que se transforma por el arte de la escritura. Esa sustancia es la “causa musical” que luego desencadena el poema, “ese imprevisible ser de palabras”. Es entonces cuando se revela el pensamiento.


“Dicho de otra manera más simple: en la generación del poema, yo no sé lo que pienso hasta que no me lo dicen mis propias palabras.”


Por lo tanto —y como lo saben los poetas—, lo que sostiene la generación del poema es de índole musical. No es tan sólo un ritmo —pero puede serlo—, no solamente una melodía —aunque bien puede desprenderse de ella—, ni alguna armonía como tal —que acaso cifra la intuición—: tiene carácter musical: en consecuencia, por una parte, en cuanto la música es pensamiento no verbal, no se sabe lo que significa; pero al mismo tiempo, la aparición de la música, todavía en la ocurrencia interna del cerebro, implica el reconocimiento del silencio, por contraste. En medio de todo esto no hay que olvidar que ese pensamiento aún no tiene palabras en su seno —ninguna de las que usamos, con las que intentamos explicárnoslo, las pragmáticas, las informativas, aun las especulativas y siempre posteriores—: esa esfera generatriz del poema es, dice Gamoneda, “el espacio de un pensamiento que se desconoce”, y al fin, siempre en la confusión propia de esa clase de estado mental, no sabemos decidirnos si la causa específica del poema es ese sonido, esa “música” (sin serlo del todo sino en su origen), o su contraparte inherente, el silencio. Entonces puede sobrevenir alguno de estos efectos: o se escribe el poema, o se queda uno callado.


Pero a todo esto, ¿dónde está el camello?
Por ejemplo, en estas líneas:



El óxido se posó en mi lengua como el sabor de una desaparición.
El olvido entró en mi lengua y no tuve otra conducta que el olvido,
y no acepté otro valor que la imposibilidad.
Como un barco calcificado en un país del que se ha retirado el mar,
escuché la rendición de mis huesos depositándose en el descanso;
escuché la huida de los insectos y la retracción de la sombra al ingresar en lo que quedaba de mí;
escuché hasta que la verdad dejó de existir en el espacio y en mi espíritu,
y no pude resistir la perfección del silencio.



¿Cuál es el camello de estos versos extirpados de Descripción de la mentira?
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Apostilla para las veleidades. “La literatura va a ser globalizada, pero la poesía no es literatura. Al fin y al cabo, la poesía existe porque sabemos que vamos a morir”, nos recuerda Gamoneda.