viernes, 20 de julio de 2007

Oda sobre la Indolencia, de John Keats

No se esfuerzan ni hilan.

I
Una mañana vi tres figuras ante mí,
De perfil, manos juntas y cuellos reverentes.
Avanzaban serenas, una detrás de la otra,
Luciendo sandalias finas y exquisitas túnicas.
Se fueron, como efigies de una urna de mármol,
A la que se gira para ver el lado opuesto.
Regresaron; como cuando se gira otra vez
La urna, retornaron las sombras del principio.
Y me parecieron raras, como le ocurriera
Con ánforas a un perito en la escuela de Fidias.

II
Cómo es eso, Sombras! que no las reconocí?
Cómo vinieron en tan sigiloso disfraz?
Era una secreta conspiración intrincada
Para robar, y dejar sin un solo quehacer
Mis inactivos días? Maduro era el sopor;
La bendita nube de indolencia veraniega
Entorpeció mis ojos; mi pulso disminuía;
Sin aguijón el dolor, sin guirnalda el placer:
Por qué no se esfumaron, para dejar mi mente
Desocupada en absoluto, excepto —la nada?

III
Pasaron por tercera vez, y, al pasar, volvía
Cada una el rostro un breve momento a mirarme.
Desaparecieron; y por seguirlas ardí
Y me quejé por unas alas: las conocía:
Una, Dama encantadora, Amor era su nombre;
Ambición, la segunda, de pálidas mejillas,
Y siempre vigilante con ojo fatigado;
La última, a quien más amo, la que más cargas
Acumula en ella, muchacha más atrevida—
La conozco por ser mi demónica Poesía.

IV
Se desvanecieron, y, ¡de veras! quise alas:
Necio de mí! Qué es el amor! y dónde estará?
Y por una Ambición indigente! La que salta,
Corta convulsión, del alma anodina de un hombre.
Por Poesía! —no —ella no tiene ni un gozo.
Al menos por mí —dulce modorra de las tardes,
Crepúsculos hundidos en melosa indolencia;
Oh, por una edad tan protegida de fastidios,
Que pude saber nunca cómo cambian las lunas,
U oír la voz del ansioso sentido común!

V
Y otra vez regresaron —malhaya! para qué?
Mi sueño se bordaba con sueños imprecisos;
Mi espíritu era un césped salpicado de flores,
Siluetas excitantes y destellos pasmosos:
Se nubló la mañana, pero no hubo aguaceros;
Tiernos lloros de Mayo colgaban de su párpado;
El postigo abierto apresó un renuevo de vid,
Dejándolo en silbo de zorzal y brote cálido.
Oh Sombras! era ya la hora de separarnos!
Sobre sus faldas no han caído lágrimas mías.

VI
Por eso, Espectros, adiós! No pueden levantarme
La cabeza recostada en el prado florido;
Porque no merendaría yo con alabanzas:
Un corderito en una farsa sentimental!
Desaparezcan de mi vista, y vuelvan a ser
Figuras de mascarada en la urna ilusoria.
Que les vaya bien! Hay visiones para la noche;
Para el día, tengo reunidas visiones tenues.
Piérdanse, Fantasmas! de mis ociosas visiones,
Dentro de las nubes, y nunca jamás regresen!

jueves, 12 de julio de 2007

Idólatras ignaros

A John Keats lo consternó la contemplación de los Mármoles de Elgin, al pensar en la belleza desaparecida de la época clásica. Acaso fue más y fue menos de lo que se hubiera esperado de esas representaciones de los mitos: lo hemos visto en el soneto anterior (que en realidad es el segundo de ambos; el primero lo reservé a propósito para este momento).

Se ha dicho de Keats que no era un erudito del universo griego y sin embargo con sus lecturas —su “indolencia diligente”— lo había intuido y llevado a otra forma del conocimiento en sus poemas. Para él —según el primero de sus “pocos axiomas” compartidos en una carta a John Taylor, editor y amigo suyo—, “la Poesía debería sorprender al Lector como una formulación verbal de sus propios pensamientos más elevados, y parecer casi como un Recuerdo” (27-II-1818).
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Sin haber ido jamás a la Acrópolis o al nuevo museo de Atenas; sin estar en presencia de esos trozos en el Museo Británico; aun si en la vida los hubiéramos visto, ni siquiera en una foto, podríamos afirmar que hay esplendor en esos mármoles; eso es claro: gracias al soneto de Keats.

Sin embargo aquello que evocan, el íntegro mundo al que pertenecían y daban sentido, no existe —como fue— por mucho que lo soñemos y entreguemos horas a su discusión y traducciones y teorías sobre la voz teorein y así
—quién se resignaría a quedarse en este mundo sensible, lleno de fuegos fatuos, cuando pudo estar en los campos reales de las Ideas, en los dominios de la Belleza —abro los ojos y es Verdad—, Topos Uranós, ese inasible, inteligible...

“Vuelve al sabor de la tierra después de conocer la Intemperie.”

Arriba decía que esa visita resultó ser menos de lo que se hubiera esperado; porque Keats había ido al recinto londinense a instancias de su amigo Benjamin Haydon. Pero fue más: porque pudo al mismo tiempo observar a los hombres con las miradas perdidas, sin otro asombro que el recibido por la corriente de moda: muestras más contundentes de la degradación: infortunados idólatras.
En seguida de estos exabruptos —que podrían emparentarnos con los fanáticos—, aquel primer soneto de su visita:
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To Haydon, with a Sonnet Written on Seeing the Elgin Marbles

Haydon! forgive me that I cannot speak
Definitively on these mighty things;
Forgive me that I have not Eagle’s wings —
That what I want I know not where to seek:

And think that I would not be over meek
In rolling out upfollow’d thunderings,
Even to steep of Heliconian springs,
Were I of ample strength for such a freak —

Think too, that all those numbers should be thine;
Whose else? In this who touch thy vesture’s hem?
For when men star’d at what was most divine
With browless idiotism — o’erwise phlegm —

Thou hadst beheld the Hesperean shine
Of their star in the east, and gone to worship them.


A Haydon, con un soneto escrito al observar los Mármoles de Elgin

Discúlpame Haydon! porque yo no puedo hablar
De modo tajante sobre estas cosas potentes;
Discúlpame que no tenga las alas de un Águila.
Que aquello que deseo no sepa dónde hallarlo:

Creo que no podría vencer la timidez
Para rodar tras los retumbos de los relámpagos,
Ni en las enhiestas espirales del Helicón
Tendría pleno vigor para un prodigio igual—

Y esos números —claro— deberían ser tuyos:
De quién más? Quién toca en esto la orla de tu manto?
Al fijarse los hombres en lo que fue más divino

Con idiotismo sin expresión —flema sabihonda—
Habías percibido el fulgor de las Hespérides
De su estrella del Oriente —y fuiste a adorarlos.



sábado, 7 de julio de 2007

Esplendores del cerebro

Cuando Lord Elgin despojó los frisos del Partenón, de modo conveniente fueron adquiridos por el Museo Británico. En medio de la inquietud por aquellas representaciones de los mitos, iría el joven Keats en 1817 a ver esas piedras.
Luego escribió:

On Seeing the Elgin Marbles

My spirit is too weak — mortality
Weighs heavily on me like unwilling sleep.
And each imagin’d pinnacle and steep
Of godlike hardship, tells me I must die

Like a sick Eagle looking at the sky.
Yet ‘tis a gentle luxury to weep
That I have not the cloudy winds to keep,
Fresh for the opening of the morning’s eye.

Such dim-conceived glories of the brain
Bring round the heart an undescribable feud:
So do these wonders a most dizzy pain.
That mingles Grecian grandeur with the rude

Wasting of old Time — with a billowy main —
A sun — a shadow of a magnitude.



Al observar los Mármoles de Elgin

Tan débil es mi espíritu —la mortalidad
Tanto me pesa como dormirse sin querer.
Y cada pináculo y abismo imaginados
De adversas providencias, dicen que he de morir

Como un Águila enferma mirando el firmamento.
Es lujo sosegado inclusive lamentar
Que no haya vientos contrarios para mantenerse
Fresco al abrirse el ojo de la primera hora.

Tal vagos esplendores surgidos del cerebro
Al corazón acercan discordias indecibles,
Así estas maravillas: mayor consternación.

Que la grandeza Griega revuelven con la zafia
Merma del Tiempo antiguo —con un mar tempestuoso—
Un sol —apenas sombra de aquella inmensidad.



Una vez vistas esas labras, ¿haría un himno al espíritu helénico? No: se siente desanimado: piensa en lo efímero. Se figura un águila en agonía. Alturas y simas le recuerdan su condición. Porque no contempló la piedra convertida en belleza, sino la memoria de la Belleza, en toda su complejidad, que no estuvo en ese recinto.
Y sin embargo, sale John Keats y, a pesar de todo, compone la música verbal de un soneto moderno, célebre hasta las empuñaduras.


Such dim-conceived glories of the brain:
Tendemos a suponer que cuando en poesía se menciona el esplendor, se alude a una idea casi de estatuto platónico, un objeto más allá de la experiencia sólo concitado por el poema o bien que responde a una época grandiosa que tampoco estuvo a nuestro alcance; también suele pensarse en la gloria (‘luz’, ‘irradiación’, ‘fulgores’) de una vista física, de una visión sobrenatural o algo así.

¿De dónde provienen? Keats, como buen hijo del Siglo de las Luces, los ubica en el cerebro. Nada más.
Pues bien: dice el poema que los esplendores indistintos que de pronto se conciben ahí, como si fueran apariciones apenas tenues, magnificencias acaso pero todavía confusas, causan resentimientos que no pueden ser descritos, porque son como aquellas promesas de la Plenitud que tan rápido como fueren alucinadas hubiesen desaparecido, para dejar esa sensación desapacible tan frecuente, ella sí: la frustración.
Eso dejan los pasmosos mármoles labrados: un dolor que marea (dizzy pain).

Porque son los vestigios, tan sólo unos trozos del tiempo esplendente: restos de aquel modo de vida que erigió los relatos excitantes, las más altas ideas, y se regocijaba con la belleza en la forma, para dar esplendor al tiempo.
Escribe el poeta desde el mero asomo: sabe que hubo un sol, pero solamente se vislumbra la sombra, revolcada con los desperdicios
—viscosa masa en aumento.