martes, 22 de mayo de 2007

Nada está escrito

En un pasaje memorable de Lawrence de Arabia, de David Lean, cuando uno de los hombres se ha perdido en el desierto, un tuareg le dice al inglés que no hay nada que hacer, que está escrito que quien se interne por esas dunas no regresará. Entonces, fuliginoso y con los ojos echando chispas, Peter O’Toole contesta cortante y nítido: “Nada está escrito.” Luego empieza a caminar, da con el hombre y lo rescata. Así se hizo T.E. Lawrence del desierto —no su dueño: su pertenencia—, así se ganó la fe de los árabes para su liberación, así se hizo su nombre.


Nada está escrito. Allí radica la diferencia entre un hombre que se arriesga basado en decisiones propias, acierta o yerra, pero pone algo que no había, y quienes atenazados por una creencia de miedo se quedan por siglos en lo Mismo. También así podemos figurarnos al escritor que emprende cada hoja de papel como si fuese la primera —o la única, o la última—, a diferencia de aquel que se limita a recitar a ciegas la ruda cantilena de una tradición que no comprende.
Hace muchos años, en un congreso de aspirantes a escritor, Alberto Blanco sugirió que se pusieran a escribir como si no hubiera nada antes de ellos. Como si se pudiera comenzar de cero. Como si nada. Hermoso riesgo, idea descabellada. Porque quienes quieren escribir vienen infestados con un virus muy potente: los libros. A la escritura se llega por haber leído, no porque te lo hayan platicado, no por accidente. Se emprende el camino del desierto por una razón poderosa: allá sé que hay un hombre: si pasó por ahí, también puedo ir. Es todo lo que sé, acaso. Ya veré. Experimento delicado resulta escribir como si no hubiera una tradición, como si se tuviera que inventar el mito, las fábulas, las metáforas de la nada.





[Mármoles de Elgin, Museo Británico]

Más tarde se comprende que pudo ser útil como experimento, porque esas líneas del atrevimiento nos muestran, a pesar de todos los esfuerzos del olvido, los rastros de aquellas figuras primigenias con que pasamos de la noche al sueño, de los acosos del día a las resoluciones imprevistas, del miedo al juego y del saber al gozo: huellas de una infancia —irrecuperable, como todas—, pero huellas al fin nuestras: en la confrontación de la escritura se va notando cómo se rescatan casi por sí solas, bajo el influjo del reconocimiento, la extensión y las arenas, el sol perpetuo y los vientos de las modificaciones, hasta llegar a la edad de la experiencia.
No sé si Alberto Blanco ha regresado del desierto (la última vez que lo vi se notaba un tanto sofocado pero fervoroso). Sé que ha enviado algunos hallazgos. Pero también sé que, sin que nadie se diera cuenta, llevaba consigo varios libros —contra las inclemencias.
Pero allí están sus Giros de Faros y un poco más allá Los siete pilares de la sabiduría, del desaforado inglés.


En el otro extremo se encuentran quienes tienen la firme creencia de que la poesía sólo se hace a partir de libros, que sólo en la lectura puede alimentarse su vértigo. Y está bien, está bien haber mirado, como tocar la curva con la mano, o con las pupilas el canto. Ojalá no se olvidaran de que en los tiempos del comienzo hubo que señalar las cosas con el dedo, hacer señales de humo, gestos desordenados con el cuerpo. Que los hombres emprendieron la larga marcha hacia la palabra sin saber lo que hallarían, que entre sombras confusas tuvieron que descifrar el cielo.

Hemos dado significados; hemos corrido hacia el asomo; si aún no nos sacia lo visto, emprendemos de nuevo la escritura, así sea una traducción, como ésta del canto tercero de la célebre Oda de Keats:


Ah, dichosos, dichosos brotes! que no pueden perder
Sus hojas, ni la Primavera despedirlos;
Y el flautista aventurado, inusual,
Siempre silbando melodías por siempre nuevas;
Amor más dichoso! más dichoso, dichoso amor!
Para siempre cálido y listo para el disfrute,
Para siempre sin aliento, y joven para siempre;
Por encima de toda pasión humana que respira,
Que deja el corazón lleno de lamentos y ahíto,
Una frente inflamada, y una lengua reseca.
Velos

Por las inercias del uso de la lengua tendemos a asociar ciertos significados a una palabra, con exclusión de otros que pueden corresponderle. Cuando se habla de revelación en la escritura se presenta de inmediato la imagen mental de la Revelación que comunica la Escritura (sagrada). Pero no es el caso.



Solemos dejar de lado que la escritura, antes de volverse cosa, es una acción, y que cuando se trata de la hechura de un poema lo que se busca es desvelar algo que permanecía oculto. Un velo cubre algún objeto indeterminado; el acto poético quita ese velo o al menos intenta correrlo, favorecer el asomo.
Esa revelación, para ser comunicada, tiene que ser de carácter universal, pero comienza por una particular visión, que en última instancia apareció entre las sibilinas sinapsis de un cerebro. Pero en fin, ¿qué hay allí en el texto que antes no existía? Lo que se nos revela de la mente del autor no puede ser algo que nadie pudiera compartir, alcanzar, incluso con esfuerzo: se nos revela, sin más, un aspecto de lo existente o de lo desconocido, pero que en último análisis reconocemos como parte del mundo o del ser del hombre.



Una palabra sobre lo desconocido. También por inercias inveteradas, a este término se le pegan como lapas cosas de la mística, difíciles de rascar. Lo ‘místico’: lo encubierto, lo que se ha escondido: ¿no se tratará nada más de una engañifa, de algo que los sectarios esconden a propósito, por esa tentación del poder que se acrecienta por presumir de que en sus manos se resguarda el secreto? (Uy!) No sería extraño encontrar que ciertas religiones prosperaron gracias a los pases mágicos de sus brujos, a la jerga hermética de sus chamanes, a las actitudes misteriosonas de sus jerarcas.
Lejos de nosotros tales confusiones. Si hablamos de lo desconocido no es por prestarnos a la estafa, sino porque se nos ha vuelto evidente que no nos basta con lo escrito, que más bien su saber nos indica que algo falta, sus aciertos aluden a las fallas, la luz —la luz de veras— testifica que al otro lado está la noche.



Por supuesto que ese descubrimiento que nos comunica un poema determinado no necesariamente es una verdad inconfutable: es la visión de un individuo: puede ser un yerro, ni siquiera un aserto sino apenas una duda, incluso un desvarío: tales son las muestras de lo humano en el arte, pues si bien —y, ahí sí, necesariamente— el arte es una aspiración de la Forma, ese simulacro de lo Perfecto puede señalar la caída, el crimen o el puro menoscabo que es un hombre, lo vano de sus esfuerzos, la inanidad. O, dicho con dos palabras trilladas pero inevitables a las que la poesía toca: la vida, la muerte.



Acostumbrados a vivir —como los animales—, el arte nos recuerda que no es cierto, que no son así las cosas, que el futuro es claro: memento mori. ¿Qué hago frente a eso? Habría que vivir primero, luego filosofar, como reza el latinajo; habría entonces que pensar con Michel de Montaigne, ya llegada la edad, que la filosofía sirve para aprender a morir, como también han pensado los estoicos. Eso es: asumir la verdad, mientras la contemplación de la urna griega nos incita a poner en el papel: “Cuando esta generación por la edad senil ya esté arrasada, / Tú permanecerás, en medio de aflicciones / Distintas de las nuestras”.


[Tiziano: Venus de Urbino]

Sobre la crítica. Si bien, como hemos apuntado antes, la mejor crítica de un poema es otro poema, no con ello se elimina la importancia de los estudios literarios. Pues se ha dicho que es la mejor, pero no la única. Dicha exigencia no puede pretender —sería un suicidio— que sean inútiles los esclarecimientos que los críticos comparten. No es menor la importancia de las interpretaciones: suscitan la discusión y, mientras no se olviden del texto que las ocupa, facilitan el abordaje de otros lectores. Leer, contra lo que suele parecerles a los extrañados, no es aislarse sino un modo de dialogar, de escuchar con los ojos, como decía Quevedo. Por tanto, si el que escucha tiene algo que decir, pues lo dice —incluso por escrito.


También por eso la escritura —el acto, la ejecución— es un dominio de la libertad: en el comentario puede uno disentir, aportar otro modo de ver, o comunicar un asombro, esa admiración por la que el poema nos lleva a la palabra o nos cierra la boca. No se trata de una obediencia ciega: la poesía no se hace de dogmas; respira y crece mejor en las tierras de la heterodoxia.


Usemos la comparación que hizo Todorov al referirse a la función del crítico, que debe ser fiel al texto pero también ser capaz de contradecirlo: “Es un poco como sucede en las relaciones personales: la ilusión de la fusión es dulce, pero es una ilusión y su fin es amargo; reconocer al otro como diferente permite amarlo mejor.”