En un pasaje memorable de Lawrence de Arabia, de David Lean, cuando uno de los hombres se ha perdido en el desierto, un tuareg le dice al inglés que no hay nada que hacer, que está escrito que quien se interne por esas dunas no regresará. Entonces, fuliginoso y con los ojos echando chispas, Peter O’Toole contesta cortante y nítido: “Nada está escrito.” Luego empieza a caminar, da con el hombre y lo rescata. Así se hizo T.E. Lawrence del desierto —no su dueño: su pertenencia—, así se ganó la fe de los árabes para su liberación, así se hizo su nombre.
Nada está escrito. Allí radica la diferencia entre un hombre que se arriesga basado en decisiones propias, acierta o yerra, pero pone algo que no había, y quienes atenazados por una creencia de miedo se quedan por siglos en lo Mismo. También así podemos figurarnos al escritor que emprende cada hoja de papel como si fuese la primera —o la única, o la última—, a diferencia de aquel que se limita a recitar a ciegas la ruda cantilena de una tradición que no comprende.
Hace muchos años, en un congreso de aspirantes a escritor, Alberto Blanco sugirió que se pusieran a escribir como si no hubiera nada antes de ellos. Como si se pudiera comenzar de cero. Como si nada. Hermoso riesgo, idea descabellada. Porque quienes quieren escribir vienen infestados con un virus muy potente: los libros. A la escritura se llega por haber leído, no porque te lo hayan platicado, no por accidente. Se emprende el camino del desierto por una razón poderosa: allá sé que hay un hombre: si pasó por ahí, también puedo ir. Es todo lo que sé, acaso. Ya veré. Experimento delicado resulta escribir como si no hubiera una tradición, como si se tuviera que inventar el mito, las fábulas, las metáforas de la nada.
[Mármoles de Elgin, Museo Británico]
Más tarde se comprende que pudo ser útil como experimento, porque esas líneas del atrevimiento nos muestran, a pesar de todos los esfuerzos del olvido, los rastros de aquellas figuras primigenias con que pasamos de la noche al sueño, de los acosos del día a las resoluciones imprevistas, del miedo al juego y del saber al gozo: huellas de una infancia —irrecuperable, como todas—, pero huellas al fin nuestras: en la confrontación de la escritura se va notando cómo se rescatan casi por sí solas, bajo el influjo del reconocimiento, la extensión y las arenas, el sol perpetuo y los vientos de las modificaciones, hasta llegar a la edad de la experiencia.
No sé si Alberto Blanco ha regresado del desierto (la última vez que lo vi se notaba un tanto sofocado pero fervoroso). Sé que ha enviado algunos hallazgos. Pero también sé que, sin que nadie se diera cuenta, llevaba consigo varios libros —contra las inclemencias.
Pero allí están sus Giros de Faros y un poco más allá Los siete pilares de la sabiduría, del desaforado inglés.
En el otro extremo se encuentran quienes tienen la firme creencia de que la poesía sólo se hace a partir de libros, que sólo en la lectura puede alimentarse su vértigo. Y está bien, está bien haber mirado, como tocar la curva con la mano, o con las pupilas el canto. Ojalá no se olvidaran de que en los tiempos del comienzo hubo que señalar las cosas con el dedo, hacer señales de humo, gestos desordenados con el cuerpo. Que los hombres emprendieron la larga marcha hacia la palabra sin saber lo que hallarían, que entre sombras confusas tuvieron que descifrar el cielo.
Hemos dado significados; hemos corrido hacia el asomo; si aún no nos sacia lo visto, emprendemos de nuevo la escritura, así sea una traducción, como ésta del canto tercero de la célebre Oda de Keats:
Ah, dichosos, dichosos brotes! que no pueden perder
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