Gerardo Lino
[el incipit]
Juliette es alta, de torso espigado, caderas ceñidas, las piernas largas largas más largas que las mías. Así la vi primero aquella noche en que Nina la llevó a mi estudio: de espaldas. Cerré el piano, abrí la puerta. Aparte de su fragancia de avena, no me fijé, mientras entraban, en su busto, no vi la planicie de su abdomen, ni siquiera miré si el muslo era de fiar o flaco flaco más flaco que los míos: todo el rato —una vez que nos sentamos a tomar café, whisky, “vino”, dijo ella como si una contralto hubiera afinado “mi, do” sotto voce— estuve embobado con su sonrisa que francamente era franca con el trazo y el color de sus ojos semejantes a los de Goldie Hawn.
De qué habremos hablado, no importa: lo decisivo, lo grave, fue que durante las cuatro o cinco semanas siguientes no dejé de verla: en mi cama, en mis pautas, en mis pantallas, las cafeterías, las cervecerías, las peluquerías, peatones, conductores, sobrecargos; no sólo no se me olvidaba su ovalada cara con esa —francamente— sonrisa franca y sus ojos con el trazo y el color de Goldie Hawn, sino que la alucinación diaria se me había vuelto éxtasis gozoso; la veía por todos lados y a todas horas despierta o dormida —sí, ella— dormido o despierto —sí, yo— de espaldas de pie bocabajo —yo— sentada sonriente de frente —ella—; la veía —eso era lo bueno— y no había vuelto a verla —eso era lo mejor— en cuatro o cinco semanas que se me hicieron como los cuatro o cinco cuartos de hora que había permanecido aquella noche en mi estudio. De pronto, todo acabó: me di cuenta de mi estado cuasi místico (Juan sin Teresa), el inicio del declive de Sísifo (hay que imaginárselo dichoso, ajá), la declinación y caída del Imperio (¡mi Gibbons por un Ovidio!): quise volver a verla en cuerpo Goldie y alma Hawn de carne magra y hueso extenso, su olor fragante, su tono de contralto spinto, con su sonrisa larga y con su espalda franca.
Muy fácil: empecé por Nina. Un telefonazo. Pedirle el número de Juliette y ya. No. Grabe su mensaje, decía una grabación. Claro! Ya está: un mail a la Nina. No había respuesta. Fui hasta su casa aunque está a tres horas de la mía. Tampoco: la señora Nina salió fueras.
El cuerpo es más sabio. Me dediqué a beber. Unos tragos antes de salir al bar más cercano; otros, después de regresar a dormir. Un retiro espirituoso. No sé ni me interesa si fueron nueve días y nueve noches nórdicas o cuarenta semíticas. Bebí hasta olvidar por qué había iniciado una racha de borrachera bruta. Luego me calmé. Ya estaba más o menos tranquilo, más o menos preocupadón por el dinero perdido, prestado, debido y regalado, listo para volver a trabajar en serio, cuando una noche que ora sí he de llamar aciaga pero en esa hora no capté como tal, tocó a mi puerta la infalible Nina.
°
Era una fiesta. Cierto. Había marchado con cuanto bacante me encontré de bar en bar varias horas de una noche cálida y luciente por Madrid. No lo podía creer, Guillermo: lo que me habías contado era derecho. Uno iba de tasca en barra y de taberna a discoteca, de antro en cantina, libando con calma y conversando en paz con cuanto individuo e individua se antojara cruzar palabra. Bueno. Salud y moños, coño. Lo inesperado es que, cual mediodía en un café mediterráneo, distingo casi a contraluz la figura señera de Bryce Echenique, sentado a las afueras de un sitio de aquéllos, con una copa en la mano, en amena conversación con una mujer, no sé si española o italiana. Una hermosura de porte tal que ni el cine o casi. Podría haberte asegurado a esa distancia que era Isabella Bellini: la que actuó en esa película de Hackman y Freeman, Under suspicion. El caso es que a pesar de mi ínclita timidez ínclita, sobre todo con mis admirados (recuerdo el concierto en que Enrique Bátiz se interrumpió, al oírse unos aplausos entre dos movimientos y los siseos, giró hacia el público y le dijo que los dejaran aplaudir, que qué tenía de malo si les había gustado: nadie volvió a hacerlo: tuve ganas de ir a felicitarlo pero no me atreví; o cierta vez en una librería de Coyoacán que al alzar la vista di directamente con la mirada a unos quince metros de equidistancia de Monterroso: nos quedamos estupefactos: yo, porque ahí estaba como si nada ese autor al que nunca me hubiera esperado encontrar y menos a solas —solamente libros y estantes nos separaban—; él, vete a saber por qué pues quién sería ese jovencillo que le sostenía la mirada durante infinitos instantes y qué podría pensar de él; total: puesto que los tímidos se reconocen a primera vista bajé los ojos como es debido y nunca más volví a verlo; la misma timidez contuvo mi admiración para acercarme a Eduardo Mata cuando dirigió Redes de Revueltas en Las Vizcaínas), en esta ocasión me atreví a saludar —ah, la euforia madrileña!— y él, Alfredo, sí, Bryce Echenique, me contestó el saludo muy afable, y no solamente hizo eso: me preguntó por mi familia como si la conociera y qué andas haciendo por aquí qué gusto de verte y a ver si nos tomamos algo mañana al mediodía cómo no con mucho gusto y adiós.
Pues ahí no paró el asunto.
Doce del día. La Puerta del Sol. Voy caminando con desgano —me quedan tres horas para irme a Barcelona— en busca de un sitio barato donde calmar la sed, veo a gente con apariencia ilusa sentada a cada paso (ésos no pueden ser los madrileños, joder!), veo estatuas, fuentes, veo el inclemente sol de agosto a través de los arbolitos y los toldos, veo a Bryce Echenique, Alfredo, Guillermo, sonriéndome como si me esperaran, él y su dulce acompañante.
—Sentate, che.
—Gracias. Qué tal —me siento—. Oiga, pero no soy porteño.
—Qué va.
—Soy...
—Claro, no te preocupes. ¿Tomas algo? Por supuesto. ¡Mozo, mozuelo! —Isabella, apacible, no decía palabra.
—Una pregunta, don Alfredo.
—Cuál “don”; si no somos virreinales ni incas ni aztecas. Feos, quizá; pero no huachafos. Con eso.
Pedí un tom collins. Después nos dedicamos a dejar en claro que nunca había conocido a mi familia sino a la de un tipo atezado como yo pero de Santiago de Chile; que no obstante mi actitud a primera vista reservada, no había vivido en Santa Fe de Bogotá ni nos habíamos pasado toda una tarde charlando de lo más divertido al acabar aquel encuentro de escritores (empezando porque soy músico, aclaré) en el Palacio de Minería de Ciudad de México (como dicen algunos extranjeros); que él no pudo haber ido en 1967 a las conferencias de Borges en Austin ni yo tampoco y menos en 1961 (sólo faltaba que dijéramos: “parece que ni Borges fue”); que mi acento podía ser de Guanajuato pero no de Mérida (de ninguna) o de Córdoba (de ninguna de las tres), de La Paz, pero no la de Baja California Sur, la de Bolivia tal vez; que por mis rasgos (una mozambiqueña me dijo cierta noche que parezco del norte de Etiopía o de Bagdad) era fácil pasar por andaluz en Navarra, por alejandrino en Estocolmo y por un noble tlaxcalteca ante las ruinas de Cholula; que, por fin, jamás me había visto en su viajera y dilatada vida. Decidimos disimular y hablamos de otras cosas. Isabella disfrutó esta pieza como toda una Gioconda.
En cuanto percibimos que tales confusiones no causaban molestias a ninguno de los tres, soltamos a reír no sólo como los solazados espectadores de un enredo, sino por ser los personajes. Ya con eso, conversamos acerca de sus libros, nos explicó que huachafo es una especie de cursilón, me preguntaron por qué iba a Barcelona, les hablé de la Fundación Swieten, del rollo Celibidache. Entonces conduje la plática hacia una coincidencia feliz para Bryce.
—Bueno, Alfredo. ¿Me creerá que todavía hay porteras en París?
—Pocas. Casi extintas.
—Géraldine.
—¿Maillet?
—Mais oui.
—No.
—Sí, señor. Qué lindura de señora.
—La sacaste de mi Guía...
—...triste de París; sí, y la encontré.
—Inventas. Tratas de enmarañarme, no jodas.
—La encontré, Alfredo. Rue Amyot.
—Pero, ¡cómo!
—La oficina de la fundación en París, ahí está, ahí la vi. Qué discreta persona.
—Cómo, cómo está, dímelo —ya para entonces Isabella estaba seria, o acaso ida, por la razonable razón de que no le hacíamos caso ni la incluíamos en la plática, de la que ella nada podía decir.
—Pues guapísima para la edad que tiene.
—Y sigue entonces...
—Ahora es la secretaria de la corresponsalía. Una mujer de excepción, como cuando la conociste.
Isabella se levantó sin grosería alguna. Sigilosamente se puso a andar con calma. Bryce Echenique reparó en su ausencia cuando ya no la veíamos desde la mesa. Se despidió, pagó y se fue. Creo que para alcanzar a Isabella; no sería descabellado imaginar que voló esa tarde para alcanzar a Géraldine, la mujer con la que se hubiese casado en aquellos años, si no fuera que París oculta “tesoros y encantos con alevosía y gran maldad”.
°
—Nos vamos a Oaxaca.
—Quihubo!
—No hay tiempo de saludos. Apúrate.
—¿Vamos?, quiénes. A dónde van.
—A Oaxaca, ya te dije. Trae tu mochila.
—Para qué... ¿la necesitas?
—Despierta hombre! Pon algo de ropa en tu mochila y lo que quieras, pero apúrate. Mira los boletos.
—Pero yo...
—Nos espera Juliette.
Eso me hubiera dicho. No tardé ni cinco minutos en coger mis cosas. Ya íbamos cerca del aeropuerto cuando pensé en mi casa: todo estaba apagado, sí; las ventanas y las cortinas cerradas, ajá; cerré con llave el piano, las llaves, dónde están, a ver, aquí traigo el llavero, sí y el dinero, el dinero, no puede ser, carajo.
—No hay problema. Vas con todo pagado.
—¿Me vas a prestar?
—Por ahora. Lo demás, los días que te esperan,
—¿Días?
—Y noches.
—Cuántos; debo regresar el lunes.
—No importa. Tú sabrás si te regresas y dejas a Juliette.
—Cuál es el plan.
—No hay plan; eso es lo mejor.
—Quién paga.
—Qué te importa. Es un secreto. Y ya deja de hablar de dinero.
°
En Barcelona, entre tantas bellezas, lo asombroso fue toparme con Isabella. A dónde me llevó. Para qué y por qué a mí, te lo contaré después, Guillermo. Lo que me interesa apuntar por ahora es una inquietud que no me deja. Si uno está en el Paraíso —esa metáfora que a tanta cosa se presta—, a qué caer con la manida incitación de saber algo, cuando ni se necesita ni se adivina mayor forma de vida. Dicho mejor: si tienes lo que te place, lo que te llena, qué te mueve mi yo para tentarme, para dejar mis logros a los advenedizos, para regalar mis regalías. Dicho simplemente: ¿no estaba encandilado con los ojos de Juliette y su sonrisa, sus tonos y sus tallas; no estaba celestinamente enamorado de su existencia, de su apariencia, de sus cariños en las playas de Oaxaca; no creía incrédulamente que al fin se me había hecho justicia con creces por haber recibido sin merecer una beldad verdadera que me daba calor, fulgor y todo lo que termina en or? Parecía que no bastaba con esos delirios en las costas y en los costados; esas risas ante frases ingeniosas; esa mirada de ocaso entre los besos; ese obsequiarse sin ton ni son. No. Parece que no hubiera sido suficiente y para morirse en medio de la dicha. Tenía que dejarme caer en otros brazos —eso sí: los brazos de Isabella— a la menor provocación —aunque, claro, si eso es menor, qué será lo contrario—, y entregarme a otras alucinaciones, no sé si mejores, no hay comparación. El punto es: por qué, Guillermo. ¿Tú sabes? Al menos yo no; y al mismo tiempo estoy, en vez de sentir alguna culpa, aunque confuso, agradecido.
°
—Anota esa nota que acabas de tocar. Ya se verá si vale —me conmina Juan.