martes, 2 de noviembre de 2010

Sépticas 3


Oracular 
Gerardo Lino





Me dijo a la orilla de las primeras copas —no había un solo árbol— que la poesía debe ser oracular. Estábamos hablando de la lectura en voz alta; de las raras ocasiones en que se encuentra uno a un buen lector, que no emborrone las líneas ni agobie al auditorio con sus sonsonetes o mugidos gravedosos; uno que entone sin aspavientos ni timideces aquello que se indica en el papel, la pauta establecida por el autor; cuya dicción sea tan clara que hasta el último de los oyentes se entere casi como si lo estuviera viendo, con las debidas cesuras, siguiendo el ritmo de los versos al pie de la letra y al mismo tiempo con la libertad del conocedor, la de la creación que acompaña a la creación, es decir que hace nacer otra vez el texto (aquí emitió un bufido leve), sin pretender estar por encima de nada sino apoyando su voz en las palabras y apoyando con su voz lo que ellas dicen, sin caer en “interpretaciones” fuera de foco, teatralidades, sino atendiendo al sentido acompasado por los sonidos para que ellos comuniquen el poema.
Cuando dijimos “teatralidades” Julanito de Sal pareció titubear; habíamos discurrido acerca del canto y del arte sutil de la voz portadora de ideas (Valéry), de las emociones prístinas que pasan por las cuerdas vocales y por las herramientas del oído, y de evitar a toda costa (¿a toda costa?) tanto así el aburrimiento cernido sobre los espectadores tal un encantamiento maligno (¡así hablábamos en el rincón de una cantina!) como las expansiones exageradas, porque incluso la oración debe decirse como un ensalmo; luego lo soltó como si nunca lo hubiera pensado o lo hubiera pensado demasiado: “Es que la poesía ¡debe ser oracular!”
Entonces bufé yo.
Sin un solo titubeo (como suelen asediarme), le dije —ya íbamos en la parte baja de la tercera— que en tal caso necesitaríamos escoger un bosque sagrado para los rituales, vestirnos con pieles de cabras, ramas de olivo y laurel en las cabezas, unas bacantes bien formadas, que ni qué, y vino, por supuesto, del mejor de nuestros viñedos —¡si no tenemos un solo palmo de conocimiento de la tierra!—; luego: estar dispuestos —todas las locas y los locos— a sentirnos poseídos por los pertinentes furores, a correr como desaforados tras unas ancas, a revolcarnos entre el mosto y entre la yerba y, claro, a escuchar los misterios de boca de una vieja desdentada y sin ojos —sibila deprimente—, lanzando al aire enrarecido las disposiciones incomprensibles del Destino o la sarta de galimatías que deben leerse luego como la cifra de lo sacro —¡lo sacro!, ¡Dios mío!, para Julanito, que es un confeso ateo.
De seguro no lo dije así, con tal minucia amenazante ni mucho menos con esa coherencia acerca de las incoherencias, pues entrábamos en la cuarta, donde ya se pierde la cuenta y suele sentirse uno confundido, en parajes nunca visitados, llenos de faunos y de ninfas, gente comprensiva y peligrosa. Mejor será visitar de nuevo las irónicas preguntas de Keats en la Oda de un ánfora griega, para quitarnos de una vez por todas (¿de una vez por todas?) pretensiones ingenuas e irrealizables en estos oscuros tiempos —tanto, que las habituales lecturas de poesía son un triste reflejo, ya casi hecho el cadáver, de la pasión a que aspiramos—:

Qué orlada leyenda frecuenta tu figura
            De inmortales o de mortales, o de los dos,
                        En la cuenca del Tempe o en los valles de la Arcadia?
            Qué hombres o dioses son ésos? Qué púberes reacias?
Qué grescas por fugarse? Qué busca enloquecida?
                        Qué flautines y platillos? Qué éxtasis salvaje?
Quiénes son aquellos que al sacrificio se acercan?
            A qué verde altar, oficiante de los misterios,
Los guías, que hacia los cielos muge la novilla,
            Y visten sus costados sedosos con guirnaldas?
Qué poblado ribereño de mar o de río,
            O erigido en un peñón con su fuerte apacible,
                        Se ha vaciado de gente, en la aurora piadosa?
Oh perfil Ático! Talante tan preciso! con trenza
            De tan acabados hombres y mozas de mármol,
Los ramajes del bosque, las yerbas abatidas;
            Tú, silente, de nuestro pensamiento te burlas
Como hace la eternidad: Idilio Helado!