Nada está escrito

de Gerardo Lino

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Aquí mismo dos ensayos de este libro:



VELOS







Por las inercias del uso de la lengua tendemos a asociar ciertos significados a una palabra, con exclusión de otros que pueden corresponderle. Cuando se habla de revelación en la escritura, por reflejo condicionado se impone la imagen de la Revelación que comunica la Escritura (sagrada). Pero no es el caso.

Solemos dejar de lado que la escritura, antes de volverse cosa, es una acción, y que cuando se trata de la hechura de un poema lo que se busca es desvelar algo que permanecía oculto. Un velo cubre algún objeto indeterminado; el acto poético quita ese velo o al menos intenta correrlo, favorecer el asomo.

Esa revelación, para ser comunicada, tiene que ser de carácter universal, pero comienza por una particular visión, que en última instancia apareció entre las sibilinas sinapsis de un cerebro. Pero en fin, ¿qué hay allí en el texto que antes no existía? Lo que se nos revela de la mente del autor no puede ser algo que nadie pudiera compartir, alcanzar, incluso con esfuerzo: se nos revela, sin más, un aspecto de lo existente o de lo desconocido, pero que a primera vista o en último análisis reconocemos —aun si priva la ilusión de dar-por-primera-vez con ello— como parte del mundo o del ser del hombre.


Voz más divina que otra alguna, humana
Al mismo tiempo, podemos siempre oírla,
Dejarla que despierte sueños idos
Del ser que fuimos y al vivir matamos.
Sí, el hombre pasa, pero su voz perdura,
Nocturno ruiseñor o alondra mañanera,
Sonando en las ruinas del cielo de los dioses.


Luis Cernuda, La realidad y el deseo: “Desolación de la quimera [1956-1962]”: “Mozart (1756-1956)”: esa música “formas líquidas / da de esplendor inexplicable”.


Pudriciones sobre lo ‘desconocido’. También por inercias inveteradas, a este término se le pegan como lapas cosas de la mística, difíciles de rascar. Lo ‘místico’: lo encubierto, lo que se ha escondido —pues tal indican sus étimos—: ¿no se tratará nada más de una engañifa, de algo que los sectarios esconden a propósito, por esa tentación del poder que se acrecienta al presumir de que en sus manos se resguarda el secreto? No sería extraño encontrar que ciertas religiones prosperaron gracias a los pases mágicos de sus brujos, a la jerga hermética de sus chamanes, a las actitudes misteriosonas de sus jerarcas.

Como si Wittgenstein no hubiera trazado las lindes de lo místico, aquello donde la palabra debiera detenerse, sigue siendo negocio de sicofantes de toda laya: desde los meros prevaricadores hasta literatos marchantes, y por supuesto “académicos” y rufianes de la clerecía, que siempre sacarán provecho de la estafa, como los sofistas decadentes hicieran. Prestos a sacar tajada de la confusión usual entre las palabras y las cosas, entre concepto y realidad, los despropósitos que emiten, con mixturas más o menos adobadas, son consumidos por sus discípulos como si fuera el Evangelio.


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Igual que el acto de escribir —sus aciertos aluden a las fallas—, ese descubrimiento que un poema comunica no es necesariamente una verdad inconfutable, sino la visión de un individuo: puede ser un yerro, ni siquiera un aserto sino apenas una duda, incluso un desvarío: muestras de lo humano. Aspira el artífice a la Forma —y, ahí sí, necesariamente—: simulacro de lo Perfecto, el arte puede señalar la caída, el crimen o el puro menoscabo que es un hombre, lo vano de sus esfuerzos, la inanidad. Tales signos de la debilidad son mostrados por el poema; pero no se confundan esas desgracias o decadencias —las del personaje construido por esas palabras, la historia trágica referida, incluso los delirios del poeta— con el poema. Si así fuera aceptado, es decir en tanto acto fallido, pues recójanlo todo y acabemos. (Parece que entre los cabecillas del Éxito eso es lo que sucede: a cualquier pergeño lo juzgan non plus ultra, pues codician sus mutuas recompensas forajidas. Presenciamos fiascos —propios y extraños—, entronizamientos de usurpadores, casi nunca un poema. Y allá van catervas de obligados a darle vueltas a la Piedra Negra, pujadores del prestigio que confunden valor y precio, presuntos elegidos que venden por la corona su cabeza —no por casualidad John Keats los llamaba “la más corriente de las turbas”.)

No: el poema debe ser riguroso, casi inatacable, para que aluda —con precisión, eso sí— al lugar de la dolencia. (Casi inatacable: Virtuoso: “Pero esta partitura ni yo puedo atacarla!” Beethoven: “Bah! Y a quién le importan los violinistas?” Con parecido rigor, Coleridge mismo quiere que la vara con que se mida el poema sea su intraducibilidad; es decir, que el poema valdrá, o mejor: un poema es mientras menos pueda ser traducido a la propia lengua en que fue escrito. Estos juicios desesperan a quienes están urgidos por “expresarse”, pero quien aprenda a contenerse hallará, más tarde que temprano, que ni qué, no un premio de los hombres, sino su recompensa genuina: el poema.)

Bajo los arrasamientos cotidianos, suele perderse la ocasión de dar con la poesía —sí, la cierta, la huidiza—. Y sin embargo, mientras la higuera reverdece, el poeta solo escribe. Una forma entre las sinapsis reclama su materia: ya se verá lo que obtuvo con las obras de sus manos. Solía recordar Borges la idea de Carlyle: “Toda obra humana es deleznable, pero su ejecución no lo es.”


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Puede un poema tratar de la incertidumbre; de la extrañeza que alguno siente de estar lanzado en el mundo, de saberse y reconocerse como el ser que va a morir (como reza el heideggeriano título del libro de Coral Bracho), pero eso no significa que sea titubeante: el poema se debe al trabajo del poeta. Pero eso sí, con su oficio en las manos y su bagaje a las espaldas, el autor sabe de esos comienzos inciertos, de ese caos anterior a los de Hesíodo y Ovidio; anterior a los paseos del Ruaj, cuando flotaba por encima de las aguas.


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Acostumbrados a vivir —como los animales—, el arte nos recuerda que no es cierto, que no son así las cosas, que el futuro es claro: así decía Hrabal acerca de la última posibilidad, única que se tiene con certeza. ¿Qué hago frente a eso? Habría que vivir primero, luego filosofar, como reza el latinajo; podrá decirse con Montaigne, entonces —otra variación sobre el único tema—, que la poesía sirve para aprender a morir, como también pensaron los estoicos.

“En mi libro Descripción de la mentira —nota Gamoneda— hay un renglón que viene a decir que toda mi actividad poética se deduce de ‘la contemplación de mis actos en el espejo de la muerte’.”

Eso es: asumir la verdad, mientras la contemplación de la urna griega nos incita a poner en el papel:



                Cuando esta generación por la edad senil ya esté arrasada,
                               Tú permanecerás, en medio de aflicciones
Distintas de las nuestras.






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NADA ESTÁ ESCRITO






En un pasaje memorable de Lawrence de Arabia, de David Lean, cuando uno de los hombres se ha perdido en la planicie más dura del desierto del Nefudh, un beduino le dice al inglés que sería absurdo ir a buscarlo como él quiere, pues está escrito que quien se interne de día por el Yunque del Sol no regresará. Entonces, fuliginoso y con los ojos echando chispas, Peter O’Toole contesta cortante y nítido: “Nada está escrito.” Luego espolea su camello, da con el hombre y lo rescata. Así se hizo T.E. Lawrence del desierto —no su dueño: su pertenencia—, sentó un precedente para los árabes, y erigió su nombre.

Nada está escrito. Allí radica la diferencia entre quien se arriesga, pero pone algo que no había, y quienes atenazados por una creencia de miedo se quedan por siglos en lo Mismo. También así podemos figurarnos al escritor que emprende cada hoja como si fuera la primera —o la única, o la última—, a diferencia de quien se limita a recitar la ruda cantilena de una tradición que no comprende.

Hace muchos años, en un congreso de aspirantes a escritor, Alberto Blanco sugirió que se pusieran a escribir como si nada los precediera. Como si se pudiera comenzar de cero. Hermoso riesgo, idea descabellada. Porque a la escritura se llega por haber leído, no porque te lo hayan platicado, ni siquiera por los puros desarreglos neuronales.1 Se emprende el camino del desierto por una razón poderosa: allá sé que hay un hombre: puedo ir también. Llegaré al seguro punto en que ninguna coordenada podrá servirme en ese mar de sílice: ahí tendré que decidir, inventar o perderme. Ya veré.

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1 Sería bueno revisar Las variedades de la experiencia religiosa de William James.
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Experimento delicado resulta escribir como si no hubiera una tradición, como si se tuviera que amonedar el mito, las fábulas, las metáforas de la nada. Más tarde se comprende que pudo ser útil como ensayo y error, porque esas líneas del atrevimiento nos muestran, a pesar de todos los esfuerzos del olvido, los rastros de aquellas figuras primigenias con que pasamos de la noche al sueño, de los acosos del día a las resoluciones imprevistas, del miedo al juego y del saber al gozo: huellas de una infancia —irrecuperable, como todas; pero huellas al fin nuestras—: en la confrontación de la escritura se va notando cómo se rescatan casi por sí solas, bajo el influjo de la reminiscencia —lecturas hundidas en los pozos de la memoria—, la extensión y las arenas, el sol perpetuo y los vientos de las modificaciones, hasta llegar a la edad de la lucidez.

No sé si Alberto Blanco ha regresado del desierto (la última vez que lo vi se notaba un tanto sofocado pero fervoroso). Sé que ha enviado algunos hallazgos. Pero también sé que llevaba consigo, sin que nadie se diera cuenta, varios libros —contra las inclemencias—. Y quién sabe, pero muchos años después releí que esa idea de escribir como si uno fuera el primer hombre sobre la tierra ya la había puesto por escrito nada menos que Rainer Maria Rilke.2 ¿Habrá pasado esa pretensión por los ojos de Blanco antes de haberla sugerido? ¿Mencionó en aquella vieja reunión el nombre de Rilke, pero me sorprendió de tal modo la idea que no me fijé en eso? No importa si lo dijo creyendo que era una idea suya: allí están sus Giros de Faros y un poco más allá los Siete pilares de sabiduría, del desaforado inglés.

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2 Eduardo Lizalde, Tablero de divagaciones, tomo II, FCE, 1999: “Rilke, leer y traducir”, p. 18.
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En el otro extremo se encuentran quienes tienen la firme creencia de que la poesía únicamente se hace a partir de libros, que sólo en la lectura puede alimentarse su élitro. Ojalá no se olvidaran de que los hombres emprendieron la larga marcha hacia la palabra sin saber lo que hallarían, que a oscuras tuvieron que descifrar los ciclos, improvisar señales de humo, gestos desordenados con el cuerpo. (Habría que aventurarse a sentirse así: ir a las planicies saladas, así sea dentro de la pieza maestra de Coetzee, Esperando a los bárbaros; interrogarse en la noche qué hubo antes de que la sometiera San Juan de la Cruz a la escritura; ver el mudo cuerpo transportado en éxtasis salvajes —para eso debieron hacerse las fiestas— aunque sea imaginando la urna de Keats.)


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Acostumbrados como estamos a las letras de molde, viene bien de vez en cuando reconsiderar que de suyo el acto de la escritura no es natural (por más que dependa de la inextricable red de huesos y de nervios, motricidades finas y cuerpo calloso: urgencias de la carne y aspiraciones del espíritu), sino un artificio cuyo objeto entero debe parecer natural, aunque para llegar a ser así tiene que nutrirse, por razón natural, ella sí, de las lecturas, de la tradición literaria de Oriente y Occidente. Contra lo que sueñan los candorosos, no se trata de poner en el papel lo-que-a-mí-me-ocurre y se me ocurre nada más y pobremente desde la extendida “experiencia”; el arte de escribir abstrae las caras del mundo con talante inédito (Scott Fitzgerald vio el desamparo, “la superficialidad de aquellos que todo lo saben nada más por experiencia”). Porque se trata, más bien, de homenajear la tradición desfondándola de sus fundamentos, como escribiera Paz. De otro modo no tiene caso.

Que la poesía proviene de la poesía, como suele decirse, no es una verdad irrefutable: es un lugar común.

Sí: la poesía se nutre de las lecturas, pero no nos perdamos: el lector que se pone a escribir, tiene algo que los textos no pueden traer: su lectura. Esto implica una pericia, al mismo tiempo que su visión de las cosas tal como la tradición oral y escrita se le ha dado: empezando por el modo de hablar que tuvieran sus mayores hasta lo que oye al paso de los años e inexcusablemente —of course— aquellas letras que ha podido asimilar, hacer parte de sí. (Decir: “mi experiencia” no es tan simple como tendemos a creer; contarla, es todavía mucho más complicado; inventarla, siempre será preferible —por escrito, mitomegalómanos—.) Importa entonces la persona del poeta (ningún otro animal escribe), su voz bien temperada (afinación ingénita, vocalizaciones diarias), su contenido temperamento (o incontenible), que son los filtros por los que pasa la tradición para renovarse. (Nótese: pasa la tradición en uno; se liman las rebabas de la experiencia vivida mediante el sistemático desorden de las lecturas... hasta llegar al agua regia, que es el acto de escribir, para probar si es oro lo que brilla o meramente un espejo.)


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“En otro tiempo leí mucho. Es inevitable que ese hecho repercuta sobre lo que escribo. Sin embargo, lo significativo no es si leí mucho o poco, sino qué cosas leí. Esto es lo que ofende más a las amas de casa.” —Gerardo Deniz.3

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3 “Todo se vale a pequeña escala”, entrevistado por Fernando García Ramírez, Letras libres, septiembre de 2004.
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Hallazgos en el desierto: contra las indicaciones de los bedu —peritos, pero supersticiosos, inexcusables hasta que uno se decide por volverse libre, dejarse llevar por su propia brújula atrevida, igual que se dejan los manuales, los prontuarios y las enciclopedias, dejarlos atrás mirándonos impávidos—; contra el saber aceptado como irrefutable —superstición tan vasta, espejismo casi palpable que a tanto pierde en los laberintos del dogma o del canon—; contra la ignorancia disfrazada de señora del poder autoritario —a tantos y tantos doblega bajo su vara delicuescente—; incluso contra aquella parte de mí que se atolondra en las conformaciones o en la vanidad de haber llegado, pongo en duda, corro hacia el asomo, doy significados hasta en el absurdo; si aún no me sacia lo visto —impulso ciego de lo que no se sabe—, emprendo de nuevo la escritura —voy y me pierdo para ver si me encuentro otro, eso que es un hombre perdido, abandonado en el Nefudh—, escribo entonces, así sea una traducción, como ésta del canto tercero de la célebre Oda:


Ah, venturosos brotes! que no pueden perder
                    Sus follajes, ni la Primavera despedirlos;
Y el flautista, aventurado, infatigable,
                  Siempre silbando melodías por siempre nuevas;
Amor dichoso! más dichoso, dichoso amor!
                 Para siempre cálido y listo para el disfrute,
                               Para siempre sin aliento y joven para siempre;
Por sobre toda pasión humana que respira,
                 Que deja el corazón sollozante y fastidiado,
                             Una frente inflamada, y una lengua reseca.4



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4 Renglones que vertí del Ode on a Grecian Urn de John Keats.

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