sábado, 21 de abril de 2007

El momento decisivo

Pocos artistas logran captarlo; mejor dicho, comunicarlo. Lejos de las proyecciones arquitectónicas, ocupadas más por el espacio; acaso más cerca de la escultura cuando se libra del yugo del volumen per se, quizás más que ninguna de las artes, la pintura referencial se ha tomado el trabajo de dar con ese momento en que una situación se manifiesta, sea en su esplendor sea en su oscuridad, pero que al fin y al cabo se torna epifanía que trasciende toda explicación.
No olvidamos las artes escénicas: sólo las dejamos aparte, que sin duda desde los trágicos griegos nos han enseñado, sobre el valor del punto culminante, la importancia de los elementos —música, palabra, movimiento— que confluyen para mostrarnos el carácter del ser en cuestión.
Entre los escritores, quizás quienes concentran sus fuerzas en ello son los cuentistas, esos poetas del instante revelatorio —y al decir cuentistas puede muy bien incluirse a quienes ejercen la novela, v.gr. Melville, Cortázar, Pitol—, pues la escritura por su misma condición sucesiva vuelve insatisfactoria la mayor parte de los intentos por hacer la crónica de un instante (que no en vano urdió Salvador Elizondo).
Este apresurado preludio sólo es el pretexto para recordar unas imágenes de Rembrandt Harmensz van Rijn, el celebrado pintor neerlandés. Según diversas fuentes, nació en 1606, si bien Rembrandt mismo dejó pruebas escritas en que dice haber nacido, sí en Leiden, pero en 1607. Así que para los aficionados a las efemérides, si no lo conmemoraron el año pasado, pueden alistarse a disfrutar todo el Rembrandt que venga en éste.
He aquí tres imágenes suyas donde ese momento decisivo conseguido por él —como en muy pocos pintores, valga la precisión— nos refiere una historia para mostrar la consistencia de un acontecimiento, nos hace ver un gesto y su sentido.

El hijo pródigo despilfarra su herencia, 1636, Rembrandt.

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El hijo pródigo entre los puercos, ca. 1645-48, Rembrandt.
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Luego, una plena de elocuencia: podríamos quitar el título; podríamos no conocer el relato. Ahí está.
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Retorno del hijo pródigo, 1636, Rembrandt.
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Y sin embargo, a esta representación de lo apoteósico —la elevación del miserable a lo divino del perdón paterno—, con su escenografía puntual, prefiero la simpleza de trazos, el acto escueto, sin perspectiva casi, apenas referencial del hombre como es: el sin medida, hozando en restos de placeres, con las rodillas en el cieno, en medio de la conspicua circunstancia: por qué estoy aquí.

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