jueves, 9 de diciembre de 2010

Mario Vargas Llosa

"Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas."




DISCURSO DE RECEPCIÓN DEL NOBEL



Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de La Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.

La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.

Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.

No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma –la escritura y la estructura– lo que engrandece o empobrece los temas.

Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.

Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.

Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida.

Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.

Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.

La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julián Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.

Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos –aunque nunca llegaremos a alcanzarla– a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.

En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy –que trato de ser– fue largo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de la Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Revel, Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolución cultural china.

De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos del general de Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.

De entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha ido progresando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía Hay, hermanos, muchísimo que hacer. Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata a secundarla, Venezuela, y algunas seudodemocracias populistas y payasas, como las de Bolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal que mal, la democracia está funcionando, apoyada en amplios consensos populares, y, por primera vez en nuestra historia, tenemos una izquierda y una derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Colombia, República Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el poder. Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa corrupción y sigue integrándose al mundo, América Latina dejará por fin de ser el continente del futuro y pasará a serlo del presente.

Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman “las raíces”, mis vínculos con mi propio país –lo que tampoco tendría mucha importancia–, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.

Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes de Irán, la del apartheid de África del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania (hoy Myanmar). Y lo volvería a hacer mañana si –el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan– el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de Estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsanas que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la reconstrucción democrática. Por eso, las dictaduras deben ser combatidas sin contemplaciones, por todos los medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones económicas. Es lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo, solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a menudo complacientes no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos valientes, luchando por su libertad, también luchan por la nuestra.

Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de “todas las sangres”. No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y la lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el Aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas!

La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza.

Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso –triste consuelo– descubriría algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura.

De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista principal.

Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de como, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.

Detesto toda forma de nacionalismo, ideología –o, más bien, religión– provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.

No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del “otro”, siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.

El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban “el pie ajeno” –lindo y triste apelativo–, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebes al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Miraflores limeño –la llamábamos el Barrio Alegre–, donde cambié el pantalón corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.

El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: “Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”.

Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfesable, a una pasión prohibida.

La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.

Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia. “Escribir es una manera de vivir”, dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.

Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la acompañó).

La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.

Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas –rayos, truenos, gruñidos de las fieras–, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.

Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.

De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.

Estocolmo, 7 de diciembre de 2010.



© FUNDACIÓN NOBEL 2010

sábado, 4 de diciembre de 2010

Pollini LIVE 1973 Op 111 part 1/3

Del rag, del jazz, del rock: Beethoven.

"Beethoven contestó: '¿es posible que haya música después de eso?'."

"Sólo alguien en el completo silencio pudo haber creado ese sonido."
Francisco Arvizu Hugues

Pollini LIVE 1973 Op 111 part 2/3

Pollini LIVE 1973 Op 111 part 3/3



WatchBlueSkies 23 de abril de 2010

Maurizio Pollini - 1973 - LIVE in London - Beethoven - Op. 111
Beethoven : Piano Sonata No. 32 In C Minor, Op. 111 - 2. Arietta: Adagio Molto Semplice E Cantabile

RARE live recording. This a friend of mine was sending me many years ago. It was my first (and maybe the most amazing ever) Pollini playing Beethoven. record.
I THINK THIS IS ROCKandROLL ! It is not played perfect, many other great Pianist were playing it, but not that youth raw power and high intelligent energy, this is how beethoven would play it after a time travelling down into his own life´s earlier years !
I know some critical people will say: This is bad, it is not good, he was too young to play it wise... But I think it is GREAT !!
I got later recordings from pollini playing op111 but i always choose THIS ONE , i cannot stop listening to it.... :-)
Just my words to it...I thought that I lost this record, but I found it again. Here it is !

jueves, 25 de noviembre de 2010

Dejos

Gerardo Lino









Giro

y parece

haberse quedado algo

Frente a un lugar

darse vuelta y creer

haber olvidado algún objeto

Avanzar y sentir

perdida alguna cosa

una parte que me pertenecía

Irse de ahí una vez tratado lo tratado

y quedar en el desasosiego de no haberse cumplido

hasta la última de las últimas gotas de lo hecho

Seguir alejándose de cada lugar

con esa sensación de qué era eso de mí

como si cada acto consumado consistiera en dejar de ser



Giro

y apenas me doy cuenta ya muy lejos del sitio

deshilvanándome mientras más me alejo

(qué era eso de mí que habré dejado):



esas jovencitas acabadas de llegar


&




ser y ser lo que no se alcanza

LEZAMA LIMA



En la noche

no en la noche astronómica

que al fin tiene sus horas contadas

sino en ese quebranto sin medida

de haber sabido de la luz de haberla visto

y ya no poder verla

por más que se le busque

se le rememore

se le compongan elegías

palinodias panegíricos odas

o en lienzos de óleo imitarla

en lienzos de agua repetirla

conjurar su presencia en trastroquelados mitos

aún más

y en sonidos cristalinos evocarla

como si todavía hubiera tiempo para seducir

engatusarla hacerla caer rendida por tánto amor

confundida por un eterno instar con esa música



en la noche

yace el resto de tus días

para dolerte de tánta inútil pérdida

para hurgar en tu llaga alguna culpa

cuál habrá sido el error de tus errores

desperdicio de ser para que entiendas


&






Hacer acaso es deshacerse

Quedarse quieto, quizás pudrirse

Vas a una cita, te alegras de su aparición

por las columnas, besos y un abrazo

degustas la melodía de ciertas frases

te deleitas en el timbre y en los gestos

alcanzas el fruto de su presencia

hasta que llega la hora señalada

Regresas contento aún con las impresiones frescas

Pero ya en esos pasos

comienza a volverse humo

apenas una figura en la memoria

refugiada del fragor de la fugacidad



¿Qué hubo en los ojos el tacto los oídos?

¿Qué crees que fuiste mientras estabas con quién?

No habrá lugar donde pueda hallarse ese cuándo

&




Vuelves a esa plaza

a la banca en que acababan de sentarse

cuatro jóvenes

a la misma hora según decía el reloj

de aquella tarde

en el instante en que te ibas



Te extraña que las cosas sigan en su sitio

y a la par estén ajadas sin su aroma



Qué raro que este día también se llame sábado

&






En la cama sin bordes

en el pasillo helado

estamos solos

contemplando las vetas de la mesa

bajo el chorro de agua caliente

reconfortándose con una taza de café

estamos solos

y respondiendo al saludo de un niño

caminando sin pisar las rayas de las losas



Si parece natural como el aire al nacer

¿qué hay de irrespirable

tan áspero que no se puede soportar

en ella?

Y no habrá costumbre que la haga disiparse

&




Ignoras lo que eres en el acto

Estás metido hasta la médula

Más allá del acierto o del error

no sabes lo que eres

solo haces

Ya en la consecuencia podrás asomarte a lo que fuiste

verte como si fueras otro

reconocer

aquellos rasgos previstos en el antes

o asombrarte

de lo imprevisible que ya es tuyo

Pero nunca en el acto

El acto sin antes ni después solo te dice

qué no eras y qué no eres

Ahí radica la insidia

la insinuación



Guardas todo en su lugar y,

al cerrar la puerta, dudas

&







Memoria de la luz

quisiera ser la luz

canta como la luz

pero nunca es la luz

&






Quedamos en volver

Queremos repetir

Mirar nacer aquel instante

Gozar de nuevo aquel comienzo



Y la siguiente vibra todavía

Guarda sorpresas de fondo en el fondo

Un encuentro preñado de otro encuentro



Nadie sabe el número ni que se agotará

Mucho menos cuándo será la última



Corta o larga la rueda de esa dicha

habrá de detenerse por su propio peso

y fuerza

ausente



A ver cuándo nos vemos…

&





Talvez no lo hice bien

Razonablemente preguntas

Luego vas a intentarlo

Incursionas en el meollo de la cuestión

Y te encuentras haciéndolo de nuevo

Pero sin darte cuenta de nuevo

De eso: que lo estás haciendo una vez más

Por muy minucioso que hayas sido

Por mucho cuidado que hayas puesto

Es otro

Podrías captar ciertas pequeñas variaciones

notar desvíos minúsculos en el transcurso

ver que no es lo mismo mientras lo estás haciendo

por más que tan semejantes aparezcan



Porque no es el tiempo un archivista

ni siquiera un noble bibliotecario

no guarda ni ordena una sola hoja

no espera para cobrarse a largo plazo

no encona rencores ni anida venganzas

es más puro que el amor de San Pablo

es el olvido puro

y el más esclarecido caballero


&





Tan común y corriente

cosa de lo más normal y de todos los días

sustancia inherente de nuestro ser

dicen los que saben



Pero huimos de ella

y sin recato nos entregamos a cualquiera

Si se nos impone porque no hay opción

no podemos estarnos ni tan solo aguantarla

incluso si nos hacemos a la idea

de amarla por nuestra real y soberana gana



Entonces salimos a las calles

a ver con quién o con qué cosa nos topamos

aunque con nadie en especial nos encontremos

y el regreso sea aun más pútrido que higiénico



Al menos nos dio el aire

al menos pasó el tiempo

&




Y si la soledad fuera la luz



Pero no


&






Hacer

Meterse en el trabajo

Organizar actividades

Diversificarse en los deberes

Fantasmagorear actos gratuitos

Calendarizar dosificar dirimir

Poner los preparativos a la orden del día



Hacer que estamos y

hacer como que no estamos

incluso festejar en las más perdidas fiestas

ebriedad baudeleriana

o virtuoso renunciamiento

servir a la poesía o a la ciencia

hasta la más neta santidad



son placebos momentáneos

píldoras doradas



Por eso actuar es solo un vicio

&





Dónde andarán aquellas cuatro jóvenes lucientes

Estarán mejor aquí en figura

Estaría mejor haberlas conocido



Fútiles preguntas que ni merecen signo



&





Sin salir de mi casa

con la soledad enfrente

a mis espaldas

arriba de mi hombro

en mis rodillas

en el plexo desabriendo

torciéndome los huesecillos

metacarpos metatarsos y falangetas

coyunturas y probos ligamentos

yunque martillo estribo y caracol

tratando de deshacerme de ella

no he tenido de otra sino hacer

memoria de ella hacer

de ella estos medidos disimulos



Y el tiempo no se apura


&







¡Estoy cansada y enferma

de estar cansada y enferma!



HEROINÓMANA Y MADRE

en Law and Order









Giorgione, La tempestad, 1508

[18-22XI10 en San Francisco, Pué]


martes, 2 de noviembre de 2010

Sépticas 3


Oracular 
Gerardo Lino





Me dijo a la orilla de las primeras copas —no había un solo árbol— que la poesía debe ser oracular. Estábamos hablando de la lectura en voz alta; de las raras ocasiones en que se encuentra uno a un buen lector, que no emborrone las líneas ni agobie al auditorio con sus sonsonetes o mugidos gravedosos; uno que entone sin aspavientos ni timideces aquello que se indica en el papel, la pauta establecida por el autor; cuya dicción sea tan clara que hasta el último de los oyentes se entere casi como si lo estuviera viendo, con las debidas cesuras, siguiendo el ritmo de los versos al pie de la letra y al mismo tiempo con la libertad del conocedor, la de la creación que acompaña a la creación, es decir que hace nacer otra vez el texto (aquí emitió un bufido leve), sin pretender estar por encima de nada sino apoyando su voz en las palabras y apoyando con su voz lo que ellas dicen, sin caer en “interpretaciones” fuera de foco, teatralidades, sino atendiendo al sentido acompasado por los sonidos para que ellos comuniquen el poema.
Cuando dijimos “teatralidades” Julanito de Sal pareció titubear; habíamos discurrido acerca del canto y del arte sutil de la voz portadora de ideas (Valéry), de las emociones prístinas que pasan por las cuerdas vocales y por las herramientas del oído, y de evitar a toda costa (¿a toda costa?) tanto así el aburrimiento cernido sobre los espectadores tal un encantamiento maligno (¡así hablábamos en el rincón de una cantina!) como las expansiones exageradas, porque incluso la oración debe decirse como un ensalmo; luego lo soltó como si nunca lo hubiera pensado o lo hubiera pensado demasiado: “Es que la poesía ¡debe ser oracular!”
Entonces bufé yo.
Sin un solo titubeo (como suelen asediarme), le dije —ya íbamos en la parte baja de la tercera— que en tal caso necesitaríamos escoger un bosque sagrado para los rituales, vestirnos con pieles de cabras, ramas de olivo y laurel en las cabezas, unas bacantes bien formadas, que ni qué, y vino, por supuesto, del mejor de nuestros viñedos —¡si no tenemos un solo palmo de conocimiento de la tierra!—; luego: estar dispuestos —todas las locas y los locos— a sentirnos poseídos por los pertinentes furores, a correr como desaforados tras unas ancas, a revolcarnos entre el mosto y entre la yerba y, claro, a escuchar los misterios de boca de una vieja desdentada y sin ojos —sibila deprimente—, lanzando al aire enrarecido las disposiciones incomprensibles del Destino o la sarta de galimatías que deben leerse luego como la cifra de lo sacro —¡lo sacro!, ¡Dios mío!, para Julanito, que es un confeso ateo.
De seguro no lo dije así, con tal minucia amenazante ni mucho menos con esa coherencia acerca de las incoherencias, pues entrábamos en la cuarta, donde ya se pierde la cuenta y suele sentirse uno confundido, en parajes nunca visitados, llenos de faunos y de ninfas, gente comprensiva y peligrosa. Mejor será visitar de nuevo las irónicas preguntas de Keats en la Oda de un ánfora griega, para quitarnos de una vez por todas (¿de una vez por todas?) pretensiones ingenuas e irrealizables en estos oscuros tiempos —tanto, que las habituales lecturas de poesía son un triste reflejo, ya casi hecho el cadáver, de la pasión a que aspiramos—:

Qué orlada leyenda frecuenta tu figura
            De inmortales o de mortales, o de los dos,
                        En la cuenca del Tempe o en los valles de la Arcadia?
            Qué hombres o dioses son ésos? Qué púberes reacias?
Qué grescas por fugarse? Qué busca enloquecida?
                        Qué flautines y platillos? Qué éxtasis salvaje?
Quiénes son aquellos que al sacrificio se acercan?
            A qué verde altar, oficiante de los misterios,
Los guías, que hacia los cielos muge la novilla,
            Y visten sus costados sedosos con guirnaldas?
Qué poblado ribereño de mar o de río,
            O erigido en un peñón con su fuerte apacible,
                        Se ha vaciado de gente, en la aurora piadosa?
Oh perfil Ático! Talante tan preciso! con trenza
            De tan acabados hombres y mozas de mármol,
Los ramajes del bosque, las yerbas abatidas;
            Tú, silente, de nuestro pensamiento te burlas
Como hace la eternidad: Idilio Helado!

sábado, 23 de octubre de 2010

Si está dicha la sal

Gerardo Lino






Si está dicha la sal

Si están inscritas las filtraciones de las aguas

Si el lustro, recordamos, nos lleva a las rituales abluciones

O el venero a la sombra de un recodo de humedades sudorosas

brinda al austero lo que cabe en la mano entumida de bordón, de empuñaduras de escudos o de espadas,

sin esperarse de él que se arroje como los sedientos indignos de la batalla decisiva se arrojan sobre sus pechos a meter la cabezota en la corriente, revolviéndola de flemas de las babas, secreciones de toxina con los ovulamientos latentes de esos limos



puede ser que haya ocurrido, así lo consignan los cronistas, lo han develado los indagadores con los trozos de papiro entre alicates o pudo provenir del afiebrado cacumen de un poeta

quién lo sabe

o bien de buena fuente, de primera mano, vaya, he tenido los dedos ampollados de tanto apoyarme en los bordones? he pulsado una espada del siglo XIX o del XVIII? he tenido los dedos ampollados de tanto apoyarme en los bordones, he pulsado una espada del siglo XIX o del XVIII,

he tomado en el cuenco de la mano entumida un poco del agua que brindaba un venero escondido en los umbrales del frescor, de los calores, o metí

bestial mi cabezota sin importarme si empuercaba las aguas riverales, ignorando que así me malograba, que así un réprobo sería, descartado para la expedición del elegido

o bien asistí, aun irreverente y distante por la edad de la punzada, a las aburridas abluciones de vejetes en las orillas del Ganges, en las orillas del Tajo, en las orillas del Atoyac?

he asistido a esos balnearios de cada cinco fechas hasta ver en la minucia el sentido de esos ritos

y en el sentido la minucia: el rito también es del agua

y en la ablución está el goce soberbio de la santidad

y el goce de los sentidos y el goce de dejar de pensar en el sentido—



Puede ser que el ocioso abandonado a sus inercias

haya percibido el crecimiento de esas cartas geográficas de sitios reconocibles e inexistentes que son las dilataciones, los rejuegos, contraflujos y corrimientos del agua en busca de su nivel por las paredes o en el cielorraso

que de ello deduzca signos, alusiones a lo verdadero, eso que, firme, faltaba más, considera verdadero,

y hasta saque fuerzas para el traslado de esos indicios hacia los pergaminos (“he asistido a esos balnearios”)



Bien puede ser



Sí, que hallamos

el “curso de las cosas reversibles”



Sí asentamos en papiros, en tablillas, en mamparas



Sí decimos

“está dicha la sal”

“inscritas filtraciones”

“veneros”

ámpulas soldados preferidos ancianos pulcros



Luego creemos con los ojos cerrados en la verdad de lo que oímos

Lo vi con mis ojos!

Estaba escrito!

(Si non e vero e bene trovato)

Juramos y damos una mano

una espada, vamos, sacrifiquemos un

hatajo de poetas

puercos

santos

por ser lo mismo

el agua que la tinta.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Hypatia de Alejandría (355 d.C.)

Matemática y pensadora, cuyos conceptos ayudarían a formular la doctrina de la Santísima Trinidad.

Enseñó en los tiempos de la decadencia helenística y el ascenso del cristianismo al poder.

Testigo del pensamiento libre.

De rara belleza y gracia inusual.

Fue asesinada por la turba.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Guitarra negra 1 / 2 Alfredo Zitarrosa

Cómo haré para tomarte en mis adentros, guitarra

Cómo haré para que sientas mi torpe amor

´´´

Temblando

Con el frontal partido por el marrón

Por el marronero

Cae sobre sus costillas pesada como un mundo la res

Cae con estrépito

De bruces, sobre el cemento

Guitarra negra 2 / 2 Alfredo Zitarrosa

En la punta del agua

Una flor blanca, luminosa

De quince dólares

domingo, 15 de agosto de 2010

Anna Netrebko. Tribute


Homenaje a la soprano Anna Netrebko con ocasión de la velada de ópera de unos amigos en Puro Placer, calle Prim,1. Madrid, 5 de julio de 2008.
[Eso es emoción y no palabrejas. gl]
[Luego véanla en dos Lippen Schweigen con Plácido Domingo, óiganlos, y así. gl]

Anna Netrebko "Quando me n' vò" La Boheme

sábado, 31 de julio de 2010

martes, 27 de julio de 2010

Huellas de Juliette

Gerardo Lino

[el incipit]






Juliette es alta, de torso espigado, caderas ceñidas, las piernas largas largas más largas que las mías. Así la vi primero aquella noche en que Nina la llevó a mi estudio: de espaldas. Cerré el piano, abrí la puerta. Aparte de su fragancia de avena, no me fijé, mientras entraban, en su busto, no vi la planicie de su abdomen, ni siquiera miré si el muslo era de fiar o flaco flaco más flaco que los míos: todo el rato —una vez que nos sentamos a tomar café, whisky, “vino”, dijo ella como si una contralto hubiera afinado “mi, do” sotto voce— estuve embobado con su sonrisa que francamente era franca con el trazo y el color de sus ojos semejantes a los de Goldie Hawn.

De qué habremos hablado, no importa: lo decisivo, lo grave, fue que durante las cuatro o cinco semanas siguientes no dejé de verla: en mi cama, en mis pautas, en mis pantallas, las cafeterías, las cervecerías, las peluquerías, peatones, conductores, sobrecargos; no sólo no se me olvidaba su ovalada cara con esa —francamente— sonrisa franca y sus ojos con el trazo y el color de Goldie Hawn, sino que la alucinación diaria se me había vuelto éxtasis gozoso; la veía por todos lados y a todas horas despierta o dormida —sí, ella— dormido o despierto —sí, yo— de espaldas de pie bocabajo —yo— sentada sonriente de frente —ella—; la veía —eso era lo bueno— y no había vuelto a verla —eso era lo mejor— en cuatro o cinco semanas que se me hicieron como los cuatro o cinco cuartos de hora que había permanecido aquella noche en mi estudio. De pronto, todo acabó: me di cuenta de mi estado cuasi místico (Juan sin Teresa), el inicio del declive de Sísifo (hay que imaginárselo dichoso, ajá), la declinación y caída del Imperio (¡mi Gibbons por un Ovidio!): quise volver a verla en cuerpo Goldie y alma Hawn de carne magra y hueso extenso, su olor fragante, su tono de contralto spinto, con su sonrisa larga y con su espalda franca.



Muy fácil: empecé por Nina. Un telefonazo. Pedirle el número de Juliette y ya. No. Grabe su mensaje, decía una grabación. Claro! Ya está: un mail a la Nina. No había respuesta. Fui hasta su casa aunque está a tres horas de la mía. Tampoco: la señora Nina salió fueras.

El cuerpo es más sabio. Me dediqué a beber. Unos tragos antes de salir al bar más cercano; otros, después de regresar a dormir. Un retiro espirituoso. No sé ni me interesa si fueron nueve días y nueve noches nórdicas o cuarenta semíticas. Bebí hasta olvidar por qué había iniciado una racha de borrachera bruta. Luego me calmé. Ya estaba más o menos tranquilo, más o menos preocupadón por el dinero perdido, prestado, debido y regalado, listo para volver a trabajar en serio, cuando una noche que ora sí he de llamar aciaga pero en esa hora no capté como tal, tocó a mi puerta la infalible Nina.


°


Era una fiesta. Cierto. Había marchado con cuanto bacante me encontré de bar en bar varias horas de una noche cálida y luciente por Madrid. No lo podía creer, Guillermo: lo que me habías contado era derecho. Uno iba de tasca en barra y de taberna a discoteca, de antro en cantina, libando con calma y conversando en paz con cuanto individuo e individua se antojara cruzar palabra. Bueno. Salud y moños, coño. Lo inesperado es que, cual mediodía en un café mediterráneo, distingo casi a contraluz la figura señera de Bryce Echenique, sentado a las afueras de un sitio de aquéllos, con una copa en la mano, en amena conversación con una mujer, no sé si española o italiana. Una hermosura de porte tal que ni el cine o casi. Podría haberte asegurado a esa distancia que era Isabella Bellini: la que actuó en esa película de Hackman y Freeman, Under suspicion. El caso es que a pesar de mi ínclita timidez ínclita, sobre todo con mis admirados (recuerdo el concierto en que Enrique Bátiz se interrumpió, al oírse unos aplausos entre dos movimientos y los siseos, giró hacia el público y le dijo que los dejaran aplaudir, que qué tenía de malo si les había gustado: nadie volvió a hacerlo: tuve ganas de ir a felicitarlo pero no me atreví; o cierta vez en una librería de Coyoacán que al alzar la vista di directamente con la mirada a unos quince metros de equidistancia de Monterroso: nos quedamos estupefactos: yo, porque ahí estaba como si nada ese autor al que nunca me hubiera esperado encontrar y menos a solas —solamente libros y estantes nos separaban—; él, vete a saber por qué pues quién sería ese jovencillo que le sostenía la mirada durante infinitos instantes y qué podría pensar de él; total: puesto que los tímidos se reconocen a primera vista bajé los ojos como es debido y nunca más volví a verlo; la misma timidez contuvo mi admiración para acercarme a Eduardo Mata cuando dirigió Redes de Revueltas en Las Vizcaínas), en esta ocasión me atreví a saludar —ah, la euforia madrileña!— y él, Alfredo, sí, Bryce Echenique, me contestó el saludo muy afable, y no solamente hizo eso: me preguntó por mi familia como si la conociera y qué andas haciendo por aquí qué gusto de verte y a ver si nos tomamos algo mañana al mediodía cómo no con mucho gusto y adiós.

Pues ahí no paró el asunto.

Doce del día. La Puerta del Sol. Voy caminando con desgano —me quedan tres horas para irme a Barcelona— en busca de un sitio barato donde calmar la sed, veo a gente con apariencia ilusa sentada a cada paso (ésos no pueden ser los madrileños, joder!), veo estatuas, fuentes, veo el inclemente sol de agosto a través de los arbolitos y los toldos, veo a Bryce Echenique, Alfredo, Guillermo, sonriéndome como si me esperaran, él y su dulce acompañante.

—Sentate, che.

—Gracias. Qué tal —me siento—. Oiga, pero no soy porteño.

—Qué va.

—Soy...

—Claro, no te preocupes. ¿Tomas algo? Por supuesto. ¡Mozo, mozuelo! —Isabella, apacible, no decía palabra.

—Una pregunta, don Alfredo.

—Cuál “don”; si no somos virreinales ni incas ni aztecas. Feos, quizá; pero no huachafos. Con eso.

Pedí un tom collins. Después nos dedicamos a dejar en claro que nunca había conocido a mi familia sino a la de un tipo atezado como yo pero de Santiago de Chile; que no obstante mi actitud a primera vista reservada, no había vivido en Santa Fe de Bogotá ni nos habíamos pasado toda una tarde charlando de lo más divertido al acabar aquel encuentro de escritores (empezando porque soy músico, aclaré) en el Palacio de Minería de Ciudad de México (como dicen algunos extranjeros); que él no pudo haber ido en 1967 a las conferencias de Borges en Austin ni yo tampoco y menos en 1961 (sólo faltaba que dijéramos: “parece que ni Borges fue”); que mi acento podía ser de Guanajuato pero no de Mérida (de ninguna) o de Córdoba (de ninguna de las tres), de La Paz, pero no la de Baja California Sur, la de Bolivia tal vez; que por mis rasgos (una mozambiqueña me dijo cierta noche que parezco del norte de Etiopía o de Bagdad) era fácil pasar por andaluz en Navarra, por alejandrino en Estocolmo y por un noble tlaxcalteca ante las ruinas de Cholula; que, por fin, jamás me había visto en su viajera y dilatada vida. Decidimos disimular y hablamos de otras cosas. Isabella disfrutó esta pieza como toda una Gioconda.

En cuanto percibimos que tales confusiones no causaban molestias a ninguno de los tres, soltamos a reír no sólo como los solazados espectadores de un enredo, sino por ser los personajes. Ya con eso, conversamos acerca de sus libros, nos explicó que huachafo es una especie de cursilón, me preguntaron por qué iba a Barcelona, les hablé de la Fundación Swieten, del rollo Celibidache. Entonces conduje la plática hacia una coincidencia feliz para Bryce.

—Bueno, Alfredo. ¿Me creerá que todavía hay porteras en París?

—Pocas. Casi extintas.

—Géraldine.

—¿Maillet?

Mais oui.

—No.

—Sí, señor. Qué lindura de señora.

—La sacaste de mi Guía...

—...triste de París; sí, y la encontré.

—Inventas. Tratas de enmarañarme, no jodas.

—La encontré, Alfredo. Rue Amyot.

—Pero, ¡cómo!

—La oficina de la fundación en París, ahí está, ahí la vi. Qué discreta persona.

—Cómo, cómo está, dímelo —ya para entonces Isabella estaba seria, o acaso ida, por la razonable razón de que no le hacíamos caso ni la incluíamos en la plática, de la que ella nada podía decir.

—Pues guapísima para la edad que tiene.

—Y sigue entonces...

—Ahora es la secretaria de la corresponsalía. Una mujer de excepción, como cuando la conociste.

Isabella se levantó sin grosería alguna. Sigilosamente se puso a andar con calma. Bryce Echenique reparó en su ausencia cuando ya no la veíamos desde la mesa. Se despidió, pagó y se fue. Creo que para alcanzar a Isabella; no sería descabellado imaginar que voló esa tarde para alcanzar a Géraldine, la mujer con la que se hubiese casado en aquellos años, si no fuera que París oculta “tesoros y encantos con alevosía y gran maldad”.


°


—Nos vamos a Oaxaca.

—Quihubo!

—No hay tiempo de saludos. Apúrate.

—¿Vamos?, quiénes. A dónde van.

—A Oaxaca, ya te dije. Trae tu mochila.

—Para qué... ¿la necesitas?

—Despierta hombre! Pon algo de ropa en tu mochila y lo que quieras, pero apúrate. Mira los boletos.

—Pero yo...

—Nos espera Juliette.

Eso me hubiera dicho. No tardé ni cinco minutos en coger mis cosas. Ya íbamos cerca del aeropuerto cuando pensé en mi casa: todo estaba apagado, sí; las ventanas y las cortinas cerradas, ajá; cerré con llave el piano, las llaves, dónde están, a ver, aquí traigo el llavero, sí y el dinero, el dinero, no puede ser, carajo.

—No hay problema. Vas con todo pagado.

—¿Me vas a prestar?

—Por ahora. Lo demás, los días que te esperan,

—¿Días?

—Y noches.

—Cuántos; debo regresar el lunes.

—No importa. Tú sabrás si te regresas y dejas a Juliette.

—Cuál es el plan.

—No hay plan; eso es lo mejor.

—Quién paga.

—Qué te importa. Es un secreto. Y ya deja de hablar de dinero.


°


En Barcelona, entre tantas bellezas, lo asombroso fue toparme con Isabella. A dónde me llevó. Para qué y por qué a mí, te lo contaré después, Guillermo. Lo que me interesa apuntar por ahora es una inquietud que no me deja. Si uno está en el Paraíso —esa metáfora que a tanta cosa se presta—, a qué caer con la manida incitación de saber algo, cuando ni se necesita ni se adivina mayor forma de vida. Dicho mejor: si tienes lo que te place, lo que te llena, qué te mueve mi yo para tentarme, para dejar mis logros a los advenedizos, para regalar mis regalías. Dicho simplemente: ¿no estaba encandilado con los ojos de Juliette y su sonrisa, sus tonos y sus tallas; no estaba celestinamente enamorado de su existencia, de su apariencia, de sus cariños en las playas de Oaxaca; no creía incrédulamente que al fin se me había hecho justicia con creces por haber recibido sin merecer una beldad verdadera que me daba calor, fulgor y todo lo que termina en or? Parecía que no bastaba con esos delirios en las costas y en los costados; esas risas ante frases ingeniosas; esa mirada de ocaso entre los besos; ese obsequiarse sin ton ni son. No. Parece que no hubiera sido suficiente y para morirse en medio de la dicha. Tenía que dejarme caer en otros brazos —eso sí: los brazos de Isabella— a la menor provocación —aunque, claro, si eso es menor, qué será lo contrario—, y entregarme a otras alucinaciones, no sé si mejores, no hay comparación. El punto es: por qué, Guillermo. ¿Tú sabes? Al menos yo no; y al mismo tiempo estoy, en vez de sentir alguna culpa, aunque confuso, agradecido.


°


—Anota esa nota que acabas de tocar. Ya se verá si vale —me conmina Juan.