Idólatras ignaros
A John Keats lo consternó la contemplación de los Mármoles de Elgin, al pensar en la belleza desaparecida de la época clásica. Acaso fue más y fue menos de lo que se hubiera esperado de esas representaciones de los mitos: lo hemos visto en el soneto anterior (que en realidad es el segundo de ambos; el primero lo reservé a propósito para este momento).
Se ha dicho de Keats que no era un erudito del universo griego y sin embargo con sus lecturas —su “indolencia diligente”— lo había intuido y llevado a otra forma del conocimiento en sus poemas. Para él —según el primero de sus “pocos axiomas” compartidos en una carta a John Taylor, editor y amigo suyo—, “la Poesía debería sorprender al Lector como una formulación verbal de sus propios pensamientos más elevados, y parecer casi como un Recuerdo” (27-II-1818).
Sin haber ido jamás a la Acrópolis o al nuevo museo de Atenas; sin estar en presencia de esos trozos en el Museo Británico; aun si en la vida los hubiéramos visto, ni siquiera en una foto, podríamos afirmar que hay esplendor en esos mármoles; eso es claro: gracias al soneto de Keats.
Sin embargo aquello que evocan, el íntegro mundo al que pertenecían y daban sentido, no existe —como fue— por mucho que lo soñemos y entreguemos horas a su discusión y traducciones y teorías sobre la voz teorein y así
—quién se resignaría a quedarse en este mundo sensible, lleno de fuegos fatuos, cuando pudo estar en los campos reales de las Ideas, en los dominios de la Belleza —abro los ojos y es Verdad—, Topos Uranós, ese inasible, inteligible...
“Vuelve al sabor de la tierra después de conocer la Intemperie.”
Arriba decía que esa visita resultó ser menos de lo que se hubiera esperado; porque Keats había ido al recinto londinense a instancias de su amigo Benjamin Haydon. Pero fue más: porque pudo al mismo tiempo observar a los hombres con las miradas perdidas, sin otro asombro que el recibido por la corriente de moda: muestras más contundentes de la degradación: infortunados idólatras.
En seguida de estos exabruptos —que podrían emparentarnos con los fanáticos—, aquel primer soneto de su visita:
To Haydon, with a Sonnet Written on Seeing the Elgin Marbles
Haydon! forgive me that I cannot speak
Definitively on these mighty things;
Forgive me that I have not Eagle’s wings —
That what I want I know not where to seek:
And think that I would not be over meek
In rolling out upfollow’d thunderings,
Even to steep of Heliconian springs,
Were I of ample strength for such a freak —
Think too, that all those numbers should be thine;
Whose else? In this who touch thy vesture’s hem?
For when men star’d at what was most divine
With browless idiotism — o’erwise phlegm —
Thou hadst beheld the Hesperean shine
Of their star in the east, and gone to worship them.
A Haydon, con un soneto escrito al observar los Mármoles de Elgin
Discúlpame Haydon! porque yo no puedo hablar
De modo tajante sobre estas cosas potentes;
Discúlpame que no tenga las alas de un Águila.
Que aquello que deseo no sepa dónde hallarlo:
Creo que no podría vencer la timidez
Para rodar tras los retumbos de los relámpagos,
Ni en las enhiestas espirales del Helicón
Tendría pleno vigor para un prodigio igual—
Y esos números —claro— deberían ser tuyos:
De quién más? Quién toca en esto la orla de tu manto?
Al fijarse los hombres en lo que fue más divino
Con idiotismo sin expresión —flema sabihonda—
Habías percibido el fulgor de las Hespérides
De su estrella del Oriente —y fuiste a adorarlos.