viernes, 1 de junio de 2007

Patio lleno de luna que nadie ve

Muchas sombras de los muertos se dedican únicamente a lamer las olas del Leteo, porque proviene de nosotros y tiene todavía el sabor salado de nuestros mares. De asco se resiste entonces el río, su corriente se vuelve hacia atrás y lleva flotando a los muertos de vuelta a la vida. Pero ellos están felices, cantan canciones de gratitud y acarician al indignado.

Antes de saber de quién provienen estas palabras, habría que demorarse en saborear esa imagen de lenguas rozando esas aguas del olvido —el único lugar al que van llegando nuestros muertos, que sabemos de cierto—; dilatarse para mirar el río regresando con náuseas a su fuente, soportando el cantar de los desdichados, que ahora muy quitados de la pena lo acarician. Después de esta paráfrasis, podemos preguntarnos ante qué objeto hemos estado: ¿es acaso un aforismo, sólo porque así lo nombró su editor? ¿No sería más bien una fábula tejida con el conocido mito? ¿Es, sin duda, una recreación a la que se añade ese invento audaz de poner a regresarse al más inexorable de cuantos ríos haya urdido la imaginación, el miedo, la incertidumbre humana?


Puede alguien muy bien aseverar que esas tres oraciones forman un cuento: se da una situación imprevista entre los participantes, se da un vuelco a nuestro sentido de la realidad, en pocas y precisas palabras. Podría otro asegurar que se trata de una alegoría para postular ciertos pensamientos acerca del absurdo de la existencia puesto al revés; del olvido que “proviene de nosotros y tiene todavía el sabor salado de nuestros mares”. Alguno dirá, sin más, que esa cláusula no es otra cosa que un poema, y punto.


Para quien ya no aguante la curiosidad, para quien no pueda leer sin la seguridad de los nombres, ahí va el autor: Franz Kafka. Ahora el texto adquiere otro valor ante ciertos ojos. Pero ése no es el asunto a tratar, sino aquello que la serie de preguntas y suposiciones señala: el nombre que le damos a los textos de acuerdo con ciertas condiciones, tales más cuales características, que responden a definidas categorías, que resanan nuestra desvalida necesidad de orden, por la que se han establecido las clasificaciones. Hay lectores que acceden a sus autores con un marbete. “Voy a leer una novela de Álvaro Mutis”, por ejemplo. “Un bel morir no es un poema”, dice. O se saca de quicio porque Borges “hacía cuentos que parecen ensayos y poemas que parecen cuentos y ensayos que parecen no sé qué”. Mentalidades académicas nos han acostumbrado y muchas veces nos obligan a “pensar” de ese modo: por cajoneras, estantes, compartimentos, cajas, cajoncitos y cajetillas. Cuando lo único que nos transporta es el texto, con sus vocablos, su sintaxis, su ritmo.



Cuando regresamos podemos considerar cuáles fueron las formas urdidas por el autor para haber provocado la experiencia de esta lectura. Podemos extraer de nuestras bolsas los juicios propios o prestados o de los dos, adjetivos ajados o rechinando de apenas descubiertos, y con eso tramamos una conversación, intercambiamos nuestros pareceres, emitimos sentencia. Pero en nuestro fuero interno queda lo más íntimo, aquello que a nadie o a casi nadie podríamos revelar, pero que ha hecho que el tiempo pasado frente a ese libro o esa fisura introducida en la mente valga para adorar el día.


Solemos entonces usar nuestro aparato clasificador; y está bien, tenemos que usar brújulas, puntos de referencia para acercarnos a lo que tal forma guarda: esto es un poema; aquello era un ensayo; eso no es una novela. En todo caso ninguna importancia pueden tener estas disquisiciones, si esa imagen, las líneas que una mano puso, ya te acompañan en medio del fragor disoluto; ya son parte de tu “patio lleno de luna que nadie ve”.[1]

Importa el placer, su deseo, la gracia de haber recibido lo inesperado. Probemos entonces otras frases de Kafka:

El momento decisivo del desarrollo humano es perpetuo. Por eso todos los movimientos espirituales revolucionarios que declaran nulo todo lo anterior tienen razón, pues todavía no ha ocurrido nada.[2]


[1] Cf. Borges, La moneda de hierro, Emecé.
[2] Traductor, Oscar Caeiro, en Aforismos, Franz Kafka, 1979, FCE, México; 1988, FCE y Editor Proyectos Editoriales, Buenos Aires.




Susana y los viejos, Rembrandt