domingo, 13 de febrero de 2011

Coetzee: El maestro de Petersburgo

Trad. Miguel Martínez-Lage


Grijalbo Mondadori, 2003



Fragmentos selectos



Una terrible maldad brota de él con destino a todos los seres vivos, y sobre todo a los niños vivos. Si en esos momentos hubiera allí un recién nacido, lo arrancaría de los brazos de su madre y lo arrojaría contra una roca. Herodes, piensa: ¡ahora sí que entiendo a Herodes! ¡Que la perpetuación de la especie termina de una vez!

[18]



—[…] cuando el cráneo de Karamzin se parte en dos igual que un huevo, dígame la verdad: ¿sufre con él, o se siente usted exultante, aunque en secreto, como si fuera suyo el brazo que empuñaba el hacha? Y permítame que conteste por usted: la lectura consiste en ser el brazo y ser el hacha y ser el cráneo que se parte; la lectura es entregarse, rendirse, no mantenerse distante ni burlón.

[58]



Sin el riesgo, sin someterse a la voz que habla desde otra parte con cada golpe de los dados, ¿qué queda que sea realmente divino? […] Sin duda que la esposa cuyo marido se arrodilla ante ella y confiesa que se ha gastado en el juego hasta el último rublo, cuyo marido se golpea en el pecho y besa el dobladillo de su vestido, la esposa que lo ayuda a ponerse en pie y que le seca las lágrimas, la que sin decir palabra sale a la casa del prestamista a empeñar su alianza de boda y vuelve con el dinero (“¡Toma!”), para que él pueda regresar a la sala de juegos y hacer una última apuesta que lo redima de todo, sin duda que esa mujer está tocada por la divinidad, esa mujer que se la juega apostando al hombre al que no le queda nada

[98]



¿Está ungida por esa divinidad la mujer de ahí arriba […]? De ella ni siquiera sabe lo más elemental, lo primero; de ella solamente sabe lo último, lo más secreto: solo sabe cómo se entrega. Por cómo se entrega una mujer ¿puede adivinar un hombre cómo se entregará al dios del azar? Una mujer así… ¿está marcada por el abandono, por un abandono tal que ya no importa adónde la lleve, si al placer o al dolor, y que usa el cuerpo y lo sensual como mero vehículo, que lo usa únicamente por no poder disfrutar de una vida incorpórea? ¿Existe acaso una manera de hacer el amor, una manera que ella representa, y en la cual los cuerpos se aprietan uno contra otro, dentro y a través del otro, hasta ingresar en una oscuridad donde nada se oye, salvo el batir de las sábanas como si fuesen alas?

[98-9]



Los muslos de Anna Sergeyevna, de la Anna Sergeyevna que él recuerda, son más esbeltos, más fuertes; hay algo que parece decidido en su forma de aferrarlo, algo que él relaciona con el hecho de que no sea una jovencita, sino una mujer madura, ávida. Madura plenamente, y por tanto abierta (esa es la palabra que se insinúa con insistencia) a la muerte. Un cuerpo en sazón, listo para la experiencia, pues sabe que no por siempre ha de vivir. Es un pensamiento excitante, pero también perturbador. A esos muslos les da igual quién se encuentre apresado entre ellos; visto desde arriba, desde un lado de la cama, el hombre de la imagen es y no es él.

[147-8]



Si estás tocado por el don de la escritura, quiere decirle, ten en cuenta cuál es la fuente del don. Escribes precisamente porque estuviste solo en tu infancia, porque no tuviste amor. (Aunque esa tampoco sea toda la historia, quiere añadir; sí que tuviste amor, y lo habrías tenido siempre, solo que tú elegiste que no te quisieran. ¡Qué confusión! ¡Un simio lo haría mejor tocando las teclas de un armónium!) No escribimos gracias a la plenitud, quiere decirle; escribimos gracias a la angustia, a la carencia.

[170]



La tarea que a mí me queda: acaparar todo cuanto queda, ensamblar los pedazos esparcidos. Poeta, tañedor de lira, mago, señor de la resurrección, eso es lo que a mí me queda por ser. ¿Y la verdad? La espalda bien recta ante el escritorio, el dolor de un corazón que se mueve con lentitud.

[170]



A cada paso tiene la impresión de haber sido derrotado, y derrotado quizá porque desea perder, ser derrotado por un jugador que, desde el día en que lo conoció y quizá desde mucho antes, admitió el placer que a él le produce ceder, dejarse enmarañar en la intriga, dejarse engatusar, seducir, de modo que ha sabido aprovechar ese conocimiento para sus propios fines. ¿Cómo, si no, iba a explicar esta estúpida pasividad suya, este estado medio aletargado, medio drogado, en que se halla su conciencia?

[227]



—[…] No es la mía una vida que soporte un examen detenido. De hecho, no es del todo una vida, sino más bien un precio, una moneda. Es algo que pago por escribir.

[243]



Hacen el amor como si pendiera sobre ellos una sentencia de muerte, absortos, embebidos. Hay momentos en que él no sabe quién es quién, quién el hombre, quién la mujer; momentos en que son como esqueletos, ensambladuras de huesos y ligamentos apretados uno contra el otro, la boca contra la boca, el ojo contra el ojo, entrelazadas las costillas, enredados los huesos de las piernas.

Después, ella yace con él en la cama estrecha, apoyada la cabeza sobre su pecho, con una pierna montada grácilmente sobre las suyas. A él la cabeza le da vueltas dulcemente.

[247]



Se revuelven los recuerdos de antiguas sensaciones; el joven que hay en él, que todavía no ha muerto, intenta hacerse oír; el cadáver que hay en él aún no está enterrado. Muy poco le falta para caer a plomo y enamorarse de un modo tal que no habría reservas de prudencia suficientes para salvarlo.

[248]



El salto de la intimidad renovada al renovado alejamiento, a la falta de afecto, lo deja perplejo y hundido en la melancolía. Se debate entre el ansia de hacer las paces con esa mujer difícil, susceptible, y la exasperada urgencia de lavarse las manos no solo para desentenderse de una historia que no guarda la menor compensación, sino también de una ciudad de luto, de duelo y de intrigas, con la que ya no percibe ningún lazo vivo que le una.

[250]



Es una palabra que él mismo emplea, aunque no puede creer que sea en el mismo sentido que le da ella. El demonio: ese instante en que se inicia el clímax y el alma se retuerce al salir del cuerpo para comenzar su espiral descendente hacia el olvido.

[252]



—[…] Estás poseído por algo que no alcanzo a comprender. Parece como que estás aquí, pero en realidad no lo estás.

[253]



—[…] Tengo que estar sola; si no, me volveré loca.

Una hora más tarde, cuando está a punto de quedarse dormido, ella vuelve a su cama; viene con calor en la piel, se aferra a él, lo entrelaza con las piernas.

—No tengas en cuenta lo que he dicho —le dice—. Algunas veces pierdo la razón y no soy la que soy, tienes que acostumbrarte a eso.

[254]



Se le ofrece una elección. Puede ponerse a gritar en medio de su vergonzosa caída, batir los brazos como alas, invocar a Dios o a su esposa para que lo salven. Puede entregarse de lleno, rechazar el cloroformo del terror o de la inconciencia, vigilar y oírlo todo en espera del momento que tal vez llegue —pues no está en su mano forzarlo—, en que de ser un cuerpo que se precipita en las tinieblas pase a ser un cuerpo en cuyo interior tenga lugar una caída en las tinieblas, un cuerpo que contiene su propia caída, sus propias tinieblas.

[255]



Si hay alguien a quien le haya sido prescrito vivir a despecho de la locura de nuestro tiempo, según dijo él mismo a Anna Sergeyevna, no es otro que él. No se trata de salir impune de la caída, sino de lograr lo que no logró su hijo: luchar contra las tinieblas sibilantes, absorberlas, hacer de ellas su medio; hacer de la caída un vuelo, aunque sea un vuelo tan lento, tan anciano, tan torpe como el de una tortuga. Vivir allí donde murió Pavel. Vivir en Rusia y oír cómo murmuran las voces de Rusia en su interior. Albergarlo todo dentro de sí: Rusia, Pavel, la muerte.

[…] La locura está en él y él está en la locura; se piensan uno a la otra; lo que se llamen uno a otro, ya sea locura, epilepsia o venganza, no tiene la menor trascendencia. No reside en una casa de huéspedes de la locura, ni es Petersburgo una ciudad de locura. El loco es él; quien admita que él es el loco también está loco. De todo lo que dice, nada es verdad, nada es falso, nada es digno de confianza, nada se puede descartar. No hay nada a qué agarrarse; no hay nada que hacer, salvo precipitarse libremente.

[256]



Está en el viejo laberinto de siempre. Es la historia de su afición al juego, solo que relatada de otro modo. Juega porque Dios no habla. Juega para hacer hablar a Dios. Pero hacer hablar a Dios en vez de a una carta es una blasfemia. Solo cuando Dios está callado, solo entonces habla Dios. Cuando Dios parece hablar, es que Dios no dice nada.

Se pasa las horas sentado ante la mesa. No mueve la pluma. […]

En otro tiempo era Pavel el que se había perdido. Ahora es él quien está perdido, tan perdido que ni siquiera sabe cómo pedir ayuda.

Si suelta la pluma, ¿la empuñará esa figura que hay en el cuarto, se pondrá a escribir?

Piensa en Anna Sergeyevna, en lo que le dijo: Está usted de luto por sí mismo.

Las lágrimas que le ruedan por las mejillas son de una transparencia absoluta, y casi no saben a sal. Si se está obrando una purgación, lo que se purga es de una extraña pureza.

[258]



Así que sigue paralizado. Una de dos: o Pavel sigue estando con él, en él, niño encerrado en la cripta de su tristeza, llorando sin cesar, o suelta a Pavel en el torbellino de su ira contra las reglas de los padres. También puede soltar su propia rabia, como se suelta un genio de su lámpara, contra la impiedad y la ingratitud de los hijos.

[260]



Ha de hacer lo que no puede hacer de ninguna forma: resignarse a lo que haya de sobrevenir, ya sea palabra, ya sea silencio.

[…] Quizá sea Pavel, pero tal como podría haber llegado a ser un día, crecido y maduro hasta dejar muy atrás su juventud, hasta convertirse en uno de esos hombres apuestos y de rostro impávido a los que ningún amor alcanza a tocar, ya sea siquiera la adoración de una niña que hará lo que sea por él.

[261]



¿No será más bien que es preciso dejar a un lado todo aquello que es, todo lo que ha llegado a ser, incluidos sus rasgos, y que vuelva a ser un recién nacido? ¿No es exactamente eso que tiene delante lo que engendra en realidad la vida? ¿No debe acaso entregarse a eso que tiene delante, para dejarse engendrar por ello?

Si así ha de ser, si esa es la verdad y si ese es el camino de la resurrección, está dispuesto a hacerlo. Lo dejará todo a un lado. Seguirá esa sombra y entrará desnudo como vino al mundo en las fauces del infierno.

[…]

Así es como por fin llega el momento, y la mano que empuña la pluma comienza a moverse.

[262]



Se sienta con la pluma en la mano conteniéndose, procurando no caer en un descenso que lo lleve a las representaciones que no tienen lugar en este mundo, a punto de desmoronarse, encerradas en un instante en el que toda la creación yace abierta a sus pies, el momento en que él pierde pie y empieza a caer.

Es un momento del cual empieza a ser un refinado y voluptuoso conocedor. Y por eso habrá de condenarse.

[263]



En el acto de la escritura experimenta hoy un placer excepcionalmente sensual, tanto en el tacto de la pluma como en la comodidad con que le encaja en el hueco entre el índice y el pulgar, pero más aún en la sensación de que su mano es arrastrada y desviada levemente de su curso natural sobre la página por la forma estricta e invariable de las letras, la disciplina del alfabeto.

[…] Si hoy escribe con tanta claridad es porque ya no está escribiendo para que ella lo lea. Está escribiendo para sí mismo, está escribiendo para la eternidad. Escribe para los muertos.

[266]



Selección y transcripción: Gerardo Lino

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