domingo, 23 de enero de 2011

JUDIT

Gerardo Lino





En busca de Judit


armé un ejército con las especies de hombre que pueden conocerse:

variopintos especímenes de garrote y manotazo,

cuerpos educados en la trompada certera,

musculaturas erigidas para los derribos,

brazos audaces con la lanza y con la daga,

ojos precisos para atravesar los ojos,

rastreadores de ancestrales tribus,

cetreros y flechadores, rudos infantes.

Asimismo artilleros y matemáticos,

especiosos químicos e ingenierotes,

calculadores, astrónomos, estrategas,

arquitectos y diseñadores industriales.

Por supuesto médicos del corazón,

de los pulmones, del hígado, de los huesos,

del cerebro, del estómago, de lo inmune.

Incluso adivinadores, brujos y merolicos,

embusteros, charlatanes, actores

muy escogidos entre las sectas y los templos

más reputados, antiguos y novísimos.

Claro que asesinos silenciosos o brutales,

especialistas del hípico asalto y la crueldad.

Escribanos, asesores y buenos para nada

a más de músicos y místicos bufones.





Eso era un ejército:

larga y minuciosamente ordenado,

con todas las menas del saber a tiempo,

dispuesto al irrestricto cumplimiento.





Avanzó hacia los sitios prevenidos,

dejaba los campos al ras para la siembra,

levantaba muros donde fuera designado,

y fue cubriendo montañas y ciudades.





Ni con los mejores aparatos del ingenio

podía saberse, sospecharse, detectar

dónde estaría Judit.





Con los años

ocurrieron deserciones

huidas clandestinas

francas desbandadas

como si cada uno pensara

en buscar la suya.

Inocentes.





Más tarde o más precoz,

ya no se sabe, aquel conjunto

fuertemente entramado de varones

devino una punta de vagos.





Aún los pocos sabedores que me asisten

ignoran a qué se deberá esa ausencia.





En los mejores tiempos,

cuando ya se habían superado titubeos y escaramuzas

con fragantes jovencitas de lo más florido

cortejadas por viajeros y arribistas

pero que no sabían medir la espera,

dimos con una dama dedicada al arte de la danza.

Su seriedad nos convencía:

sobre las tablas daba todo lo que era cual se debe,

mas en el momento en que pisaba el suelo vil,

donde nos hallamos todos los mortales,

no decía palabra sugerente ni un norte ni guiños

ni siquiera daba sus tobillos a torcer.

La perseguimos algunas noches

y se dejaba seguir sin decir esta curva es mía

hasta dejarla a buen resguardo en la casa paterna.

Un fiasco.





Así voy entendiendo que hay heladas

más heladas que los vendavales de los polos.





Optamos por otras formas de conquista.

Nada tiene de mujeril, según escarnecen los más machos,

dedicar unas coplas reguladas y con la voz más dulce.

Las formas del canto vinieron en apoyo nuestro.

Allá íbamos y veníamos soltando arias y baladas,

mostrando las mejores dotes incitantes de lo vivo

(nervios de abadías, aquestas cuerdas vocales

y su entorno una obra de maestro tallista,

digno de admirarse antes de su destrucción).

Llegaban aplausos, saltos de gusto y hasta abrazos,

pero ninguna era.





Entonces alguna nos halló desprevenidos

al dar una canción y abrir la puerta:

no nos soltó las manos hasta que dijimos ‘sí’.

Esta hombrada de su parte y nuestra débil actitud

nos hizo creer que allí estaría la recompensa a tanto esfuerzo.

Más temprano que tarde nos dimos cuenta de tal error.

Aunque solía cortarme la cabellera, ah,

decíamos: así es el mundo, así se hacen las cosas.

Ella no quería entender o fingía demencia testaruda.

Prolijo sería entrar en tanto y tanto detalle astroso.

No sabemos cuántas oportunidades pudieron haberse ido

en no sabemos cuántos años ya bajo su férrea mano.

Sus golpes y sus voces destempladas aturdieron las cabezas,

hicieron tambalearse el edificio, nuestras almenas y las torres.

Corrían desaforadas las monturas.

Ya ninguna canción se apetecía sino las de lejanos territorios.

Hartos y bastante, abatidos escarbamos túneles de escape,

y al vernos hasta nos dio permiso.

Fringílida.





Con eso voy comprendiendo la contrariedad.






Hubo una libérrima

cual amazona entre los bosques

con su carnuda boca, su coqueta mirada.



Quizá pudiera ser:

en ella hay un ardid.

Se muestra toda ella

sin temores ni prejuicios,

decidida a pasar entre los hombres,

resuelta a tomar como en un brindis a su hombre,

copa tras copa hasta las heces y la sangre.



No fue así:

hubo fiestas y hartas celebraciones,

saturnales y sacrificios permitidos,

mas no pasó más tiempo que en el de un flechazo,

encamamientos en la salud,

posicionamientos de todos los matices,

intercambios y desvergüenzas fraternales,

pero ni un solo viso de que pensara usar la espada.

Allá quedó entre sus velos, sus caballos.






Cómo puede venir la decepción

si tantos ayes, si tantas santificaciones

inflamaron el lecho.






A las afueras de una ciudad en medio del desierto

vino a mi tienda una mujer de armas tomar.

No se dejaba de ninguno en la plaza ni en las bañeras.

Hacía sentir su fuerza de prodigio a la menor provocación.

Y sin mover un dedo: su lengua era suficiente.

Vino y se aposentó como dueña favorita,

sin permitir que una sola sierva se acercara.

Hasta se doblegó contra el principio petulante

de no servir a dos señores ni a ninguno

con tal de hacer su plena y desquiciada voluntad.

Se puso al tú por tú ante un capitán que me insultara.

Mandaba que daba gusto, y yo le obedecía.

Me espantaba de noche mientras yo indagaba por Judit.

Ni un soldado ni un ministro moverse hubieran podido

sin ella supervisar hasta el mínimo propósito

hasta que su acoso dejó sin aire el campamento.

Era peor que el peor de los asedios memorables.

Aun así no era llegada la hora que esperamos.

Se le desterró y regresaba cuantas veces pudo.

Por fin la dejamos hacer a sus anchas y por fin

o por Fortuna ejerció su cavilado desagravio:

nos dejó con aspavientos, frenesíes, esténtores

y un palmo de narices.

Era una lata.







Haz o deshaz como te venga en gana.



Y la inmisericorde no me asesta mi tajo.








Aparece en escena como si nada.

Se asoma como si solo quisiera jugar.

Táctica y estrategia le eran por demás nítidas.

Cómo no querer tales lucideces.

Embriagarme, según recuerdo, era lo indicado.

Así rezan los textos canónicos y apócrifos.

Y me dejé llevar como si no me gustara.

Esta puede ser, trago tras trago, fabulé,

puede ser mi gran noche.

Al despertar de no sé cuántos siglos de suplicio,

me quedé con la misma inconciencia de todo un ebrio.

Habíamos ido a las playas tan secretas,

a las alturas donde todos quisieran ascender,

nos refugiamos en tugurios, en zaguanes,

arribamos a coligencias insospechadas

para un alma agradecida, aunque ella no creyó en el alma

ni en las obras del espíritu ni en la fe con obras o sin obras.

Gran corazón para lo contante y lo que suena,

le decía que la rectitud de los mandobles,

la curva de nuestros alfanjes

o la delicada manufactura de aquella katana

podían servirle para lo cortante y lo que suena

(esta es mi voz:

eso que atraviesa tu aire:

córtala: no nada más me grites).

Se lo insinué de mil y una formas

hasta escribí poemas y cuentos, novelillas,

creo que hasta estuve por hacer dinero.



Nada.

Si alguna mujer supe de ser inexorable

ella fue: no mataba ni una mosca

aunque rompió vajillas de alabastro

furiosa como nadie llegará a creerlo:

horrenda su hermosura si la razón le asiste

y parecía existir como si nada.

Solía cortarme el pelo, y yo, expectante.



Mucha risa me ha dado:

hasta llegué a las lágrimas

cuando me despidió como a siervo despreciable,

ya sin vituperios pero con liquidación.

Cogí mis huestes, lo poco que quedaba

después de darle el Tiempo,

y me marché al desierto a componer las codas.

“Ojalá ya no te gusten mis quereres”

“No me interesa lo que pudieras decir”

“Sin variación alguna da las gracias”

“Naranjas en la boca, desquiciante”








Con esas irrupciones se agostan los cariños.



Y qué: tampoco llegó mi prematura muerte.









Y sin embargo:

después de horas y horas ya tan frías,

siglos de exploraciones,

conquistas tan incruentas,

cercos

y golpes malhadados

de la invasión más exitosa

que es la que se consigue sin moverse,

esperando que acceda a la tienda la Elegida,

la Liberadora de los pueblos, mi garganta,



me queda el resquemor,

estolideces,

de pensar en lo difícil

de hallar a la Querida

Reina de mi cabeza.








Que baje hasta su rey:

que me degüelle.









Unas quisieron hijos;

alguna, sus abortos;

otras, poder o nada.

Obtuvieron.

O dicen que obtuvieron nada.

Y a mí me dejaron sin el filo.

Preferirán matar de poco a poco.









¿Por aquí pasó Alejandro?

Pasamos nosotros.

¿Aníbal, Amílcar, Carlos el Temerario?

Nosotros.

¿Nélsones y napoleones, o mejor: Tucídides?

Igualmente.

¿Los Kanes, mandarines, presidentas?

Sí.

¿Tlatoanis, príncipes de cualquier estirpe?

Ajá.

¿Duques de Occidente, Asoka, y Jefes de todas las raleas?

Pues sí.

¿Nobles de universal calaña, sátrapas y tiranuelos?

Que ni qué.

Y sin dejar de ser un hombre de mi casa,

hasta me he disfrazado de Holofernes.








¡Dónde diablos dar con la mujer de las mujeres!










Sigo en busca de Judit para cortarme el cuello.

























—¡Eres un cobarde! Fracasaste en tu vida y quieres echarme la culpa a mí.





Tierna es la noche














[18XII10/21]

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Acabo de leer "Judit", me gustó, está cotorrón...

veronica dijo...

Acabo de leer "Judit", me gustó, está cotorrón...