domingo, 27 de marzo de 2011

Nueve noches nórdicas

Gerardo Lino















Si estuviera en las cumbres de las montañas

en las planicies saladas o dunas arenosas

insomníferos desiertos de hielo

en los luengos pastos

los bosques de coníferas

las selvas o las tundras

en rocas basálticas o en romas de río

en los estratos de las acumulaciones

o en los variables oleajes

o al fondo del viaje del mar

en cualquiera de sus habitantes animales

bacterias kril mastodontes



pero no












Amundsen no sabía lo que buscaba al pasar de largo por ese cuerpo de agua entre las islas Banks y Victoria y la costa de los Territorios del Noroeste canadiense con 400 km de longitud sin apenas adivinarlo.



Sabía de su furor por atravesar el Paso del Noroeste que varios antes intentaron sin dar con él por abrir una ruta comercial entre Europa y Asia, y lo atravesó, aunque al cabo de tantas estrategias y logísticas no tuvo la menor importancia.



Aun así establecería la precisa posición del polo magnético del Ártico pues para eso había dedicado los años de estudio de las ciencias en la escuela naval a la que se inscribiera.



Se aventuró al Polo Norte y al saber que Peary ya lo había alcanzado se desvió al del Sur con la táctica inuit de usar perros para los trineos y para alimentar a los perros; así llegó el 14 de diciembre de 1911 cinco semanas antes que Scott.



Surcó por aire el extremo del Septentrión aunque Umberto Nobile, constructor del dirigible, quería el crédito y se enzarzaron en discusiones; cuando éste se perdió en otra expedición, fue a salvarlo, dio con él, y luego perecieron.



Explorador por antonomasia, aún así, Roald Engebrecht Amundsen, marino y científico noruego, ejemplo de fuerza física y exactitud racional, a más de un sentido difícil de encontrar para los descubrimientos, no sabía lo que buscaba.








En la proa del Beagle, a los 22 años, Gas miraba las aguas y los vientos sudamericanos en pos de un sitio donde buscar entre las rocas y los líquenes los restos y las evidencias de una vida que acaso imaginaba.



No había ya guerra que seguir en 1831 sino una lejanísima de fósiles y animales por completo extraños a toda predicción que le dieron una idea insensata pero llena de promesa: la forma de vida se crea por las mutantes condiciones.



Raro explorador entre los exploradores, Charles Darwin recogería piezas regadas al azar en esas tierras, en tanto el Beagle calaba en varias lindes durante sus observaciones de especímenes para la comprensión de otra vida.



Regresó a Londres a informar a sus colegas y a sonreírse de los vituperios ignaros mientras con su esposa y sus diez hijos nunca logró advertir del todo que acaso la respuesta yacía en ese mismo recinto de su casa.



Se internó en esas modalidades de la exploración consistentes en formular conferencias y tal vez de ese modo confirmó para sí, pero nunca lo sabremos, que las condiciones humanas generan formas extrañas del conocimiento.



Optó por escribir, esa otra exploración rarísima del ser de lo vivo que parece lo mismo que aquello que refiere como si lo dicho fuera igual que la rara vida —doméstica (suya es La variación de animales y plantas bajo la domesticación).








Richard Francis Burton —a quien confundimos a veces con el clérigo Robert Burton que no exploró las tierras sino la Anatomía de la melancolía en el siglo XVII— compartió la suerte de una mujer a la que no le gustaron sus diarios.



Entre las desmesuras que se alzaron en su persona, el capitán Burton tuvo el don de conocer y hablar y soñar en 17 lenguas orientales con variaciones del árabe que estudió para internarse y confundirse como uno cualquiera de ellos.



Se disfrazó de afgano, quizá por condecir mejor con los rasgos de su cara, para peregrinar a La Meca y entrar en Medina sin que nadie se diera cuenta, observar los ritos sagrados de los admitidos y postrarse ante la Kaaba.



Luego de servir en la guerra de Crimea, volvió al África; entre sus muchas travesías, descubrió el lago Tanganica en 1858, buscando el origen del Nilo; incorporado a la diplomacia británica, estuvo en Brasil, Damasco, Trieste.



De la treintena de traducciones que hizo y los más de 70 libros que escribió de sus pasos y andanzas, ha quedado en la memoria occidental su versión literal del Libro de las mil noches y una noche en 16 volúmenes (1885-1888).



Qué otras desmesuras tallaron sus viajes, no se sabe: su mujer cogió los diarios íntimos y de navegación acumulados durante 40 años y, con una desmesura que encierra las desmesuras, los arrojó al fuego —y no era el eterno.








No lo supo Juan Pérez, navegante y cartógrafo de la costa del Pacífico, cuando en 1774 dio con un archipiélago: sin glaciaciones gozaba de una vegetación gozada por unos antiguos: los haida, talladores de tótems.



Tampoco el Almirante de la Mar Oceana aun con la ciencia de su tiempo sobre la redondez ya medida y el afán por encontrar una Ruta de las Especias para cortar la Ruta de la Seda.



Ni siquiera Ibn Batuta, durante 24 años de travesías por el orbe musulmán del siglo XIV, desde Tánger y Al-Andalus hasta Sin y las estepas, Constantinopla, Bagdad, la India e Insulindia y el corazón de África (ni siquiera Conrad).









Ventiscas y desiertos de agua helada fueron la prolongación de la vida cuando Erik Thorvaldsson, apodado el Rojo por el fuego de su cabellera, prefirió poner mares de por medio con todo y su familia antes de ser acusado de un crimen.



Avistando la isla más grande que hay en el mundo Erico el Rojo la nombró ‘Tierra Verde’ hacia el año 985 aunque unas leguas adentro los cuerpos de hielo cubrían aquella inmensidad: es el verde un sueño nórdico.



Habiendo creado el noruego una colonia con amigos y familiares en la región verdosa de Groenlandia, su hijo Leif oyó el relato del mercante Bjarni Herjólfsson sobre unas tierras lejanas a las que lo arrojara una tormenta.



Sin saber que tocaría costas y territorios llamados mil años después Terranova, en Canadá, Leif Ericson reunió a sus hombres y navegó según las indicaciones del otro viking hasta dar con abundantes viñedos silvestres.



Vinlandia, nombre atribuido a Leif; en el lejano año de 1963 otro noruego, vaya coincidencia, Helge Ingstad descubrió en L’Anse aux Meadows —Cala de los Prados—, el primer fundo escandinavo en eso que llamamos América.



Erik ni Leif ni siquiera Helge, con mujeres y con hijos o sin ellos, pudieron saber que no era una tierra escondida aquello que buscaban. Buscaban por un impulso superior a la música y a los nulos horizontes y a las estelas del mar.








Ni Ranulph Fiennes con Charles Burton, que tuvieron la ocurrencia de cruzar ambos polos en una misma circunnavegación (1979-1982); ni Neil Armstrong con Edwin Aldrin, que posaron sus plantas en la Luna (1969); ni Jacques Piccard



con Don Walsh, que en la fosa de las Marianas se hundieron casi once kilómetros en su batiscafo Trieste (1960); ni Finn Ronne, que cartografió una plataforma de hielo de 2 500 km2 y estableció que la Antártida es un continente (1946-1958);



ni Sven Anders Hedin, que exploró el desierto del Gobi, Mongolia, el Tíbet y dio con las fuentes del Indo, del Brahmaputra y el Sutlej (1890-1908); ni Robert O’Hara Burke con William John Wills, primeros europeos que caminaron



Australia de sur a norte (1860-1861); ni Meriwether Lewis con William Clark, que siguieron a pie los cursos del Missouri y el Columbia hasta el Pacífico y luego se regresaron (1804-1806); ni Pierre Gaultier de Varennes,



señor de la Vérendrye, que fue a Manitoba, Dakota del Norte, Minnesota, Montana (1738-1742); ni Abel Janszoon Tasman, que llegó a Nueva Zelanda, Tonga, Fiji, y, Tasmania (1642-1644); ni Sebastián Vizcaíno, que recorrió la costa



occidental de México hasta Baja California y San Diego (1596-1603); ni Vasco da Gama (1497); ni Julio César (58-52 a.C.); ni Piteas (c. 325); ni Hannón de Cartago (c. 480); ni Faraón Nekó que enviaría una flota a rodear África (600).



Ni siquiera los más ignorados ancestros de los exploradores que en el mundo han sido, por no decir de todos los hombres, pudieron saber que aquello que buscaban no era tan solo la materia de la tierra, los flujos de las aguas,



el entendimiento del aire, las rotaciones y los ciclos, la razón del fuego, alturas y bajuras, climas inhumanos y lugares hechos para vivir humanamente hablando, las distancias y las potencias minerales, la variedad de lo verde



y de lo agreste, los modos de comer y de salvar la vida, las relaciones animales y los mitos surgidos de la muerte, el ajeno fulgor de las estrellas y la fidelidad circadiana del Sol y de la Luna, junto con truenos y relámpagos, nieves



e inundaciones y sequías, vientos solapadores y huracanes, tormentas de arena, indómitas formas vegetales y cultivables, animales fantásticos, sonidos y silencios, formas de decir ese universo mundo aplastante y paradisiaco;



por eso aparecieron esos arribistas en forma de magos, brujos, sabios, chamanes y curanderos y curas, hombres de letras y científicos, abogados y políticos, locutores y cuanta raza que asuela la tierra con el abuso de la palabra.



Pero ni estos ni aquellos hombres de buena cepa supieron que no estaba más allá la respuesta de la inquietud y apenas ahora o apenas algún antiguo o apenas los no leídos libros lo vislumbran.










Pocos dieron con el Sitio por Explorar: lo tenían en casa o daban con sus hospitalidades en parajes inhóspitos, acaso le escribían de sus itinerarios, bien lo dejaban al olvido, quizá ignoraron su existencia.



Casi todos los expedicionarios descubrieron zonas habitadas por pueblos ancestrales; igual, en la lumbre al otro lado del mundo o en el fuego de su hogar, no sabían —ellas lo demuestran—: “—oh ceguera de lo que enfrente tienes!—”



Juan de Yepes, aquel explorador de lo oscuro, pudo escribir del alma “un no sé qué que queda balbuciendo”, a pesar de lo que digan académicos, misticoneros y eclesiásticos —cuantimás—, gracias a que conoció a Teresa de Ávila —su amiga.










Por inciertas mujeres se explican las ganas de salirse a descubrir, explorar lo que pueda ser, arriesgarse a la muerte o a los ataques, con tal de deshacerse de la insidia, de quedarse en los suplicios de lo incompleto.



Quizá de ahí nacen los menesteres por tratar a una y a otra, ir de una a otra, seguir a varias por si acaso alguna termina por sellar la respuesta, si la siguiente pregunta esconde al fin el conocimiento y si lo bello es la verdad.



Ay, cuando uno cree haber dado con ella, plena de gracia, de vicio y de virtud, dulce, dueña de sí, perspicaz y hábil para la ternura, de rasgos que ni la imaginación hubiere alcanzado: pudiera ser tan solo un espejismo.









A los doce años descubrí La Malinche; fui el primero en mi vida. Nevó, jugué y me perdí —al día siguiente, luego de refugiarme con unos leñadores en la noche, al volver a ver su limpia faz en la distancia, siempre quise regresar a ella.












Si estuviera en las cumbres de las montañas

en las planicies saladas o dunas arenosas

insomníferos desiertos de hielo

en los luengos pastos

los bosques de coníferas

las selvas o las tundras

en rocas basálticas o en romas de río

en los estratos de las acumulaciones

o en los variables oleajes

o al fondo del viaje del mar

en cualquiera de sus habitantes animales



pero no



está en las mujeres

o en lo que parecen ser mujeres:

—no hay de otra.
















Trato de combatir el interés que me inspira; me figuro sus ojos, sus mejillas, su nariz, sus labios, en plena putrefacción. Todo es inútil: lo indefinible que ella exhala persiste. En tales momentos se comprende por qué la vida ha logrado perpetuarse, a despecho del Conocimiento.



—E.-M. CIORAN













En los recintos de Gymir vi marchar a una joven de quien me prendé;

sus brazos centelleaban y su esplendor reflejaba todo el aire, y las olas…



Skírnismál, 6;

en Del mito a la novela, GEORGES DUMÉZIL,

trad. Juan Almela, 1973


















NOTÍCULAS




Sobre “la isla más grande que hay en el mundo” —Groenlandia— sabemos que Australia no cuenta pues sus dimensiones le otorgan el título de continente. También sabemos que estamos rodeados: Eurasia, por el océano Ártico, el Pacífico, el Índico, el Atlántico y otros mares; y así con los demás. Bien lo ha dicho Lizalde: “todos somos isleños”.


Acerca de “las planicies saladas o dunas arenosas”, me hubiera gustado presentar al magistrado y narrador de Esperando a los bárbaros de Coetzee, que padece una agónica travesía por un desierto de sal —esa imagen recurrente—, y explora el amor de una jovencita; pero ya había decidido incluir solo personajes históricos; hubiera incluido al mismo Lawrence de Arabia, que atravesó el Yunque del Sol en pleno día para rescatar a un hombre, y llena todos los requisitos para figurar en este enquiridio, pero no se dio la ocasión.


Entre “las tundras” quería figurar a Dersú Uzala, signo de calidez, lealtad y rara sabiduría (raro un hombre en la taiga o en la tundra; más, un sabio), personaje siempre recordado entre los que narró Kurosawa, pero tiene el pequeño defecto de no haber existido, es decir en la vida real —hasta donde sé.


Ese “cuerpo de agua entre las islas Banks y Victoria y la costa de los Territorios del Noroeste” se llama Golfo de Amundsen. No encontré la razón de que le hayan puesto su nombre; en cualquier caso tampoco entiendo por qué no le pusieron Paso de Amundsen al del Noroeste que él encontró; eso serviría para invocar la constante de que no sabemos con frecuencia el porqué ni el cómo o el sentido.


Respecto de “si lo bello es la verdad”: pequeño irónico homenaje a Keats. Oséase: ya lo sabemos pero aun así volvemos a preguntarlo. Igual que quienes exploraron lugares ya descubiertos.


En cambio, las “zonas habitadas por pueblos ancestrales” implica una ignorancia, casi una inocencia. Cuando el expedicionario se internaba por esas soledades no tenía dato alguno que le indicara que ahí había ya gente o que la había habido. Y sin embargo, qué feliz hallazgo.


Las alusiones a Erico el Rojo y Leif Ericson sin duda provienen de lejanas lecturas y de cercanas relecturas de Borges, a quien debería señalársele como uno de los altos exploradores —de su casa a la biblioteca, y del pensamiento a la escritura.


De Scott debe decirse que usó trineos pero sin perros: sus hombres los jalaban; durante el regreso fueron muriendo.


Quien quiera conocer más y mejor de Charles Darwin lea el ameno libro del doctor José Sarukhán: Las musas de Darwin.


Me hubiera gustado incluir a Ed Ricketts, ese personaje tan paradójico del libro de Steinbeck, Por el mar de Cortés; lástima que comencé a leerlo cuando esto ya estaba hecho.


Quiero constar: el punto de vista es occidental; no puedo considerar a los exploradores y expedicionarios chinos —crasa ignorancia—, que los ha habido y en grandes cantidades, faltaba más, entre ellos uno que fue enviado a la Europa de Marco Polo para corresponder a su visita, o aquel
Zheng He, diplomático, almirante y explorador de la dinastía Ming, que en el siglo XV cubrió el Índico y luego se replegó sin razón aparente; y tampoco menciono a los extensos mongoles, hunos, vándalos y otras hordas, sin las que la historia conocida no sería lo que es. Sería dejarse llevar por la lógica de la fantasía suponer cómo habrán visto ellos. ¿Cuál sería la historia de los caminantes africanos? Apenas se roza por alusiones su contribución, grande y fundadora, pues ahora sabemos que de allí todo partiría. Nada se dice de los moradores del Sahara, dignos padres de cualquier aventurero y de todo conocedor. Sobre los improbables navegantes de Polinesia hacia el Cono Sur, nada. De la peregrinación de Aztlán, tan llena de promesas, hay más de leyenda que de historia, por desgracia. Sin duda tampoco ellos supieron… No sabemos y seguimos buscando.


En último análisis: qué hubiera sido de Juan sin Teresa.


Para acabar: sé que la idea no es nueva y acaso peca de romántica. Cherchez la femme, tan trillado y tan virgen como en el primer día del primero que encontró la frase —acaso ya infestado de urgencia—. No me importó al darme cuenta mientras escribía: ¡Voglio una donna!, como gritara trepado en un árbol aquel desamparado loco de la película de Bertolucci: 1900.


Y el título: iba a llamarse Terra incognita, pero en un instante final saltó su obviedad. De suyo los versos iniciales —y terminales— llevaron durante horas el letrero “Enigma”; al darme cuenta de que tal especie de expresiones aludirían al más pedestre uso de misterio, adjudicado por flojera mental, falta de ciencia y abundancia de prejuicios a la especie femenina, cuando de hecho lo había puesto pensando en que el entresijo se refiere a que no haya de otra, preferí quitarlo. Por otra parte, no esconderé que Nueve noches nórdicas —junto a su falsa medida heptasílaba y su aliteración germánica— anuncia otra cosa de la que se encuentra aquí, pero he preferido ese nombre por su razón mitológica, que encierra una especie de trance, de rito de pasaje o, en católico, de ejercicios espirituales; mejor: de 40 días con sus noches en el ascético desierto —me alejo pero quiero acercarme, que me tienten— o años de éxodo, número que en la tradición semítica cumple la misma función simbólica que el nueve en la escandinava.


Por lo demás, quizás “ellas también hacen lo mismo” —eso me parece de lo más extraño: ¿qué puede haber en un hombre? Un hombre es una cosa que se va, que sale; se usa y siempre será prescindible.


Lo único misterioso de las mujeres: que ellas ¡nos busquen!

lunes, 21 de marzo de 2011

Ed Ricketts*


por John Steinbeck


Lo cierto es que fue un gran maestro y un gran libertino... un inmoral que amaba a las mujeres. Poseía originalidad y su carácter era único, pero todos los que se referían a él lo hacían  de un modo distinto. Era pacífico, pero podía llegar a ser feroz; menudo y ligero, pero fuerte como un toro; era leal, aunque no se podía confiar en él, y generoso, aunque daba poco y recibía mucho. Sus ideas eran tan paradójicas como su vida. Pensaba en términos místicos, pero odiaba y desconfiaba del misticismo. Era un individualista que estudiaba con satisfacción los animales que viven formando colonias.
[11]
&

Ed era distinto a todos, pero todos se encontraban a sí mismos en Ed, y ésta puede ser una de las razones por las que su muerte causó tal impacto. No era Ed quien había muerto, sino una parte grande e importante de nosotros mismos.
[14]
&

Algunos de los vagabundos de Cannery Row dormían en los toneles, y cuando salía el sol, se tumbaban en los maderos como lagartos. Entonces realizaban transacciones comerciales. Se prestaban centavos, compartían el tabaco, y si alguien sacaba a la vista una pinta de licor, eso significaba que deseaba beberla en amor y compañía. Eran una pandilla de hombres harapientos; sus pantalones, de un color azul claro, se habían vuelto casi blancos por el roce en las rodillas y en el trasero. Según Ed, esos vagabundos eran los soñadores de nuestra época, los inconformistas ante el nerviosismo, la ira y la frustración.
[35-6]
&

En el laboratorio se celebraban grandes fiestas, algunas de las cuales duraban varios días. En nuestra pobreza llegaba siempre un momento en que necesitábamos una fiesta. Entonces reuníamos todos los peniques que teníamos ahorrados, y que no eran muchos. En Monterey se vendía un vino a treinta y nueve centavos el galón. Su sabor no era muy delicado, y a veces se encontraban cosas muy curiosas en el fondo de la jarra, pero estaba bien. Siempre añadía alegría a una fiesta, y nunca mataba a nadie. Si se reunían cuatro parejas y cada una traía un galón, la fiesta duraba bastante tiempo, y al final, Ed sonreía y danzaba como un ratón.
Más adelante, cuando ya no éramos tan pobres, bebíamos cerveza, o un sorbo de whisky y un sorbo de cerveza, como Ed prefería. Los sabores, decía, se complementaban.
[44-5]
&

Si te empeñabas, Ed podía nombrarte a los grandes hombres, a los grandes cerebros, corazones e imaginaciones de la historia del mundo, y no descubría a ninguno de ellos que fuera abstemio. Intentaba incluso recordar a algún hombre o mujer de talento que no bebiese y a quien no le gustara el licor, pero fallaba en su búsqueda. En esas discusiones salía a relucir el nombre de Shaw, y Ed por toda respuesta se reía, pero en su risa no había ninguna admiración hacia aquel viejo caballero abstemio.
[46]
&

El interés de Ed por la música era apasionado y profundo. La consideraba análoga a las matemáticas creadoras, y sus gustos no eran extraños sino muy lógicos. Le gustaban los cantos gregorianos, y las misas de William Byrd y Palestrina. Escuchaba extasiado a Buxtehude, y una vez me dijo que las fugas de Bach eran quizá la música más grande hasta nuestro tiempo. Siempre usaba la expresión “hasta nuestro tiempo”. Nunca consideraba nada terminado o completo, sino siempre continuo. Probablemente su método crítico era el resultado de su observación y práctica biológica.
[…] Escuchaba la música con la boca abierta, como si quisiera recibir los sonidos en su garganta, y movía el dedo índice siguiendo el ritmo.
[46]
&

Pensaba en la música como en algo concreto y querido. Un día que yo había sufrido un trastorno emocional abrumador, fue al laboratorio. Estaba triste y callado, y Ed usó conmigo la música como una medicina. Por la noche, en lugar de irse a dormir, puso música en su gramófono, sabiendo que eso calmaría mi oscura confusión. Primero me ofreció los tranquilizadores cantos llanos, remotos y fríos, y luego, gradualmente, los fue cambiando por piezas de Bach, hasta que yo fuera capaz de volver a pensar y a sentir, hasta que pudiera soportar volver a ser yo mismo. Y cuando llegó el momento, me dio Mozart. Creo que fue el medicamento más cuidadoso que ha sido suministrado nunca.
[47]
&

De hecho, desconfiaba de todas las religiones ceremoniosas, sospechando que habían sido ensuciadas por la economía, el poder y la política. No creía en ningún Dios reconocido por alguna secta o culto. Probablemente, su Dios podía expresarse por el símbolo matemático de un universo en evolución.
[48]
&

Durante algún tiempo después de la Revolución rusa, contempló a los soviéticos con la misma complacida atención con que un terrier observa a su primera rana. Pensaba que debía de haber algo nuevo en Rusia, algún progreso humano que podía ser una mutación en la naturaleza de las especies. Pero cuando la Revolución fue consumada, cesaron los experimentos, y los soviéticos se apoderaron del poder, cuya perpetuación se basó en la ignorancia y en el control dogmático del espíritu creativo humano, perdió todo su interés por el asunto.
[48]
&

Pensábamos: no existe unidad creativa en el ser humano excepto en el individuo que trabaja solo. En la creación pura, en el arte, en la música, en las matemáticas, no hay verdadera colaboración. El principio creativo es solitario e individual.
[50]
&

—Los adultos, en su trato con los niños, son insensatos —decía—. Y los niños lo saben. Los adultos imponen leyes que ellos no siguen, dicen verdades que no creen, y todavía esperan que los niños las sigan, las crean y admiren y respeten a sus padres por estas tonterías. Los niños tienen que ser muy inteligentes y callados para tolerar a los adultos.
[51]
&

—[…] Lejos de aprender, los adultos se convierten en un laberinto de prejuicios, sueños y reglas, cuyos orígenes no conocen y no se atreven a investigar por miedo a que toda la estructura se derrumbe sobre ellos. Me parece que los niños saben esto por instinto —dijo Ed—. Y los que son inteligentes aprenden a ocultar su conocimiento.
[51]
&

Cuando dejó su casa, estuvo al fin libre, y recordaba su primera libertad como una especie de gloria—: No sé cuándo dormía—explicó—. No tenía tiempo para dormir. Por la mañana temprano, trabajaba en casa; luego iba a clase. Por la tarde tenía prácticas de laboratorio, después me empleaba para hacer recados en una tienda, y luego estudiaba hasta media noche. Por aquel entonces estaba enamorado de una chica cuyo marido trabajaba por las noches, y naturalmente yo no dormía mucho desde la media noche hasta la mañana siguiente. ¡Qué tiempos aquellos!
[51-2]
&

Por regla general, Ed era capaz de ver a los seres humanos con una clara objetividad. Podía dar el consejo mejor y más valioso, basado en un gran conocimiento y comprensión. Sin embargo, cuando los fuertes vendavales del amor le sacudían, todo esto cambiaba. Entonces su objetividad desaparecía. El objeto de su afecto no tenía nada que ver con el retrato que hacía Ed. Era sólo el marco con el que envolvía a una mujer. […] Él la creaba a su modo, le daba forma, inventaba su apariencia y la adornaba con un talento y sensibilidad, que no sólo resultaban asombrosos, sino que eran categóricamente falsos. Entonces la mujer en proceso llegaba con sorpresa a la conclusión de que le gustaba la poesía que nunca había oído, y se sentía atraída por una música cuya existencia también desconocía. Se volvía hermosa, pero en ninguno de los aspectos que le eran familiares. En cuanto a sus ideas… bueno, sus ideas eran lo que más le sorprendía, ya que no había creído tenerlas.
[54]
&

Antes de que el amor enturbiara su visión, Ed poseía un ojo agudo para las mujeres. Apreciaba con entusiasmo una boca bien dibujada, un pecho exuberante, un trasero firme, y también se fijaba en otras cosas tales como la forma de los pies, la estructura de los dedos, el lóbulo de la oreja, los dientes, el movimiento de las caderas al andar… Lo contemplaba todo con alegría y agradecimiento. Siempre se sentía satisfecho de que el amor y las mujeres fuesen lo que eran, o lo que él imaginaba que eran.
[56-7]
&

Pero por encima de todos los placeres de Ed, había una trascendental tristeza en su amor… algo que deseaba o echaba de menos, una búsqueda, que a veces llegaba al pánico. No sé qué era lo que deseaba, pero sé que siempre lo buscaba sin encontrarlo. Tal vez hallara algo en la música. Era como una nostalgia profunda e interminable… una sed y pasión por “regresar a casa”.
[57]
&

—Bach casi lo logró. Escucha ahora cuánto se acerca, y fíjate en su ira cuando no puede. Cada vez que lo oigo, creo que ha llegado el momento y que penetra la luz. Pero nunca lo consigue del todo…
Naturalmente, era él mismo quien deseaba alcanzar la luz con desesperación.
[57]
&

He intentado aislar y examinar el gran talento que poseía Ed Ricketts, y que le hizo tan querido y necesario, y ahora que está muerto le hace ser tan echado de menos. Era un hombre interesante y encantador, pero tenía otras cualidades que superaban a éstas. He pensado que tal vez era su habilidad para recibir, para recibir algo de alguien, y hacer que el regalo pareciera muy hermoso. A causa de esto, todos se sentían felices dando algo a Ed… un regalo, un pensamiento, cualquier cosa.
[68-9]
&

Quizá la más apreciada de nuestra lista de virtudes aparentes es ésa de dar. El dar construye el ego del que da, le hace sentirse superior, más algo y más grande que el que recibe. Casi siempre, el dar es un placer egoísta, y en muchos casos, es algo destructivo. Uno no tiene más que recordar a algunos de nuestros rapaces financieros, que pasan dos tercios de sus vidas amasando su fortuna a costa de la sociedad, y el último tercio, devolviéndola. No es suficiente suponer que su filantropía es una especie de restitución asustada, o que sus naturalezas cambian cuando tienen bastante. Una naturaleza así nunca tiene bastante, y no cambia con tanta facilidad. Yo creo que el impulso es el mismo en ambos casos, pues el dar puede proporcionar el mismo sentido de superioridad que el recibir, y la filantropía puede ser otra clase de avaricia espiritual.
[69]
&

Dar es fácil, y se recompensa con exquisitez. Recibir, en cambio, si se hace bien, requiere un buen equilibrio de autoconocimiento y amabilidad. Requiere humildad, tacto y una gran comprensión de las relaciones humanas. Cuando recibes, no puedes parecer, ni siquiera a ti mismo, mejor, más fuerte o más inteligente que el que te da. Para recibir se requiere un poco de estimación propia, gustarse uno a sí mismo.
[69]
&

Una vez, Ed me dijo:
—Durante mucho tiempo no me gustaba a mí mismo. —No lo dijo con autocompasión, sino como un hecho infortunado—. Fue una época muy difícil y muy dolorosa. No me gustaba a mí mismo por varias razones, algunas de ellas válidas, y otras pura fantasía. No me gustaría volver a aquellos días. Luego —prosiguió— descubrí gradualmente, con sorpresa y placer, que yo gustaba a mucha gente. Y pensé: si les puedo gustar a ellos, ¿por qué no puedo gustarme a mí mismo? Con sólo pensarlo no lo conseguí, pero lentamente aprendí a gustarme a mí mismo, y entonces ya todo fue bien.
[69-70]
&

Esto no fue dicho con amor propio, sino con autoconocimiento. Había querido decir literalmente, que aprendió a aceptar y a gustar la persona “Ed”, tal como gustaba a otra gente. Esto le proporcionó una gran ventaja. La mayoría de las personas no se gustan, desconfían de ellas mismas, y se colocan máscaras. Se pelean, presumen, disimulan y sienten celos, porque no se gustan a ellas mismas. Pero la mayoría no se conocen lo suficiente para poderse gustar.
[70]
&

Una vez Ed fue capaz de gustarse a sí mismo, fue liberado de la prisión secreta del autodesprecio. Ya no tuvo que probar su superioridad por ninguno de los sistemas ordinarios, incluyendo el de dar. Podría recibir, comprender, y sentirse contento por ello.
[70]

___________
*Relato precedente a “la última parte de este libro”:
Por el mar de Cortés [The Log from the Sea of Cortez],
trad. Teresa Gispert, Caralt, 1968, 445 pp.
(el relato va de la p. 7 a la 71; el resto, que describe la expedición, de la 77 a la 445…)]

domingo, 13 de febrero de 2011

Coetzee: El maestro de Petersburgo

Trad. Miguel Martínez-Lage


Grijalbo Mondadori, 2003



Fragmentos selectos



Una terrible maldad brota de él con destino a todos los seres vivos, y sobre todo a los niños vivos. Si en esos momentos hubiera allí un recién nacido, lo arrancaría de los brazos de su madre y lo arrojaría contra una roca. Herodes, piensa: ¡ahora sí que entiendo a Herodes! ¡Que la perpetuación de la especie termina de una vez!

[18]



—[…] cuando el cráneo de Karamzin se parte en dos igual que un huevo, dígame la verdad: ¿sufre con él, o se siente usted exultante, aunque en secreto, como si fuera suyo el brazo que empuñaba el hacha? Y permítame que conteste por usted: la lectura consiste en ser el brazo y ser el hacha y ser el cráneo que se parte; la lectura es entregarse, rendirse, no mantenerse distante ni burlón.

[58]



Sin el riesgo, sin someterse a la voz que habla desde otra parte con cada golpe de los dados, ¿qué queda que sea realmente divino? […] Sin duda que la esposa cuyo marido se arrodilla ante ella y confiesa que se ha gastado en el juego hasta el último rublo, cuyo marido se golpea en el pecho y besa el dobladillo de su vestido, la esposa que lo ayuda a ponerse en pie y que le seca las lágrimas, la que sin decir palabra sale a la casa del prestamista a empeñar su alianza de boda y vuelve con el dinero (“¡Toma!”), para que él pueda regresar a la sala de juegos y hacer una última apuesta que lo redima de todo, sin duda que esa mujer está tocada por la divinidad, esa mujer que se la juega apostando al hombre al que no le queda nada

[98]



¿Está ungida por esa divinidad la mujer de ahí arriba […]? De ella ni siquiera sabe lo más elemental, lo primero; de ella solamente sabe lo último, lo más secreto: solo sabe cómo se entrega. Por cómo se entrega una mujer ¿puede adivinar un hombre cómo se entregará al dios del azar? Una mujer así… ¿está marcada por el abandono, por un abandono tal que ya no importa adónde la lleve, si al placer o al dolor, y que usa el cuerpo y lo sensual como mero vehículo, que lo usa únicamente por no poder disfrutar de una vida incorpórea? ¿Existe acaso una manera de hacer el amor, una manera que ella representa, y en la cual los cuerpos se aprietan uno contra otro, dentro y a través del otro, hasta ingresar en una oscuridad donde nada se oye, salvo el batir de las sábanas como si fuesen alas?

[98-9]



Los muslos de Anna Sergeyevna, de la Anna Sergeyevna que él recuerda, son más esbeltos, más fuertes; hay algo que parece decidido en su forma de aferrarlo, algo que él relaciona con el hecho de que no sea una jovencita, sino una mujer madura, ávida. Madura plenamente, y por tanto abierta (esa es la palabra que se insinúa con insistencia) a la muerte. Un cuerpo en sazón, listo para la experiencia, pues sabe que no por siempre ha de vivir. Es un pensamiento excitante, pero también perturbador. A esos muslos les da igual quién se encuentre apresado entre ellos; visto desde arriba, desde un lado de la cama, el hombre de la imagen es y no es él.

[147-8]



Si estás tocado por el don de la escritura, quiere decirle, ten en cuenta cuál es la fuente del don. Escribes precisamente porque estuviste solo en tu infancia, porque no tuviste amor. (Aunque esa tampoco sea toda la historia, quiere añadir; sí que tuviste amor, y lo habrías tenido siempre, solo que tú elegiste que no te quisieran. ¡Qué confusión! ¡Un simio lo haría mejor tocando las teclas de un armónium!) No escribimos gracias a la plenitud, quiere decirle; escribimos gracias a la angustia, a la carencia.

[170]



La tarea que a mí me queda: acaparar todo cuanto queda, ensamblar los pedazos esparcidos. Poeta, tañedor de lira, mago, señor de la resurrección, eso es lo que a mí me queda por ser. ¿Y la verdad? La espalda bien recta ante el escritorio, el dolor de un corazón que se mueve con lentitud.

[170]



A cada paso tiene la impresión de haber sido derrotado, y derrotado quizá porque desea perder, ser derrotado por un jugador que, desde el día en que lo conoció y quizá desde mucho antes, admitió el placer que a él le produce ceder, dejarse enmarañar en la intriga, dejarse engatusar, seducir, de modo que ha sabido aprovechar ese conocimiento para sus propios fines. ¿Cómo, si no, iba a explicar esta estúpida pasividad suya, este estado medio aletargado, medio drogado, en que se halla su conciencia?

[227]



—[…] No es la mía una vida que soporte un examen detenido. De hecho, no es del todo una vida, sino más bien un precio, una moneda. Es algo que pago por escribir.

[243]



Hacen el amor como si pendiera sobre ellos una sentencia de muerte, absortos, embebidos. Hay momentos en que él no sabe quién es quién, quién el hombre, quién la mujer; momentos en que son como esqueletos, ensambladuras de huesos y ligamentos apretados uno contra el otro, la boca contra la boca, el ojo contra el ojo, entrelazadas las costillas, enredados los huesos de las piernas.

Después, ella yace con él en la cama estrecha, apoyada la cabeza sobre su pecho, con una pierna montada grácilmente sobre las suyas. A él la cabeza le da vueltas dulcemente.

[247]



Se revuelven los recuerdos de antiguas sensaciones; el joven que hay en él, que todavía no ha muerto, intenta hacerse oír; el cadáver que hay en él aún no está enterrado. Muy poco le falta para caer a plomo y enamorarse de un modo tal que no habría reservas de prudencia suficientes para salvarlo.

[248]



El salto de la intimidad renovada al renovado alejamiento, a la falta de afecto, lo deja perplejo y hundido en la melancolía. Se debate entre el ansia de hacer las paces con esa mujer difícil, susceptible, y la exasperada urgencia de lavarse las manos no solo para desentenderse de una historia que no guarda la menor compensación, sino también de una ciudad de luto, de duelo y de intrigas, con la que ya no percibe ningún lazo vivo que le una.

[250]



Es una palabra que él mismo emplea, aunque no puede creer que sea en el mismo sentido que le da ella. El demonio: ese instante en que se inicia el clímax y el alma se retuerce al salir del cuerpo para comenzar su espiral descendente hacia el olvido.

[252]



—[…] Estás poseído por algo que no alcanzo a comprender. Parece como que estás aquí, pero en realidad no lo estás.

[253]



—[…] Tengo que estar sola; si no, me volveré loca.

Una hora más tarde, cuando está a punto de quedarse dormido, ella vuelve a su cama; viene con calor en la piel, se aferra a él, lo entrelaza con las piernas.

—No tengas en cuenta lo que he dicho —le dice—. Algunas veces pierdo la razón y no soy la que soy, tienes que acostumbrarte a eso.

[254]



Se le ofrece una elección. Puede ponerse a gritar en medio de su vergonzosa caída, batir los brazos como alas, invocar a Dios o a su esposa para que lo salven. Puede entregarse de lleno, rechazar el cloroformo del terror o de la inconciencia, vigilar y oírlo todo en espera del momento que tal vez llegue —pues no está en su mano forzarlo—, en que de ser un cuerpo que se precipita en las tinieblas pase a ser un cuerpo en cuyo interior tenga lugar una caída en las tinieblas, un cuerpo que contiene su propia caída, sus propias tinieblas.

[255]



Si hay alguien a quien le haya sido prescrito vivir a despecho de la locura de nuestro tiempo, según dijo él mismo a Anna Sergeyevna, no es otro que él. No se trata de salir impune de la caída, sino de lograr lo que no logró su hijo: luchar contra las tinieblas sibilantes, absorberlas, hacer de ellas su medio; hacer de la caída un vuelo, aunque sea un vuelo tan lento, tan anciano, tan torpe como el de una tortuga. Vivir allí donde murió Pavel. Vivir en Rusia y oír cómo murmuran las voces de Rusia en su interior. Albergarlo todo dentro de sí: Rusia, Pavel, la muerte.

[…] La locura está en él y él está en la locura; se piensan uno a la otra; lo que se llamen uno a otro, ya sea locura, epilepsia o venganza, no tiene la menor trascendencia. No reside en una casa de huéspedes de la locura, ni es Petersburgo una ciudad de locura. El loco es él; quien admita que él es el loco también está loco. De todo lo que dice, nada es verdad, nada es falso, nada es digno de confianza, nada se puede descartar. No hay nada a qué agarrarse; no hay nada que hacer, salvo precipitarse libremente.

[256]



Está en el viejo laberinto de siempre. Es la historia de su afición al juego, solo que relatada de otro modo. Juega porque Dios no habla. Juega para hacer hablar a Dios. Pero hacer hablar a Dios en vez de a una carta es una blasfemia. Solo cuando Dios está callado, solo entonces habla Dios. Cuando Dios parece hablar, es que Dios no dice nada.

Se pasa las horas sentado ante la mesa. No mueve la pluma. […]

En otro tiempo era Pavel el que se había perdido. Ahora es él quien está perdido, tan perdido que ni siquiera sabe cómo pedir ayuda.

Si suelta la pluma, ¿la empuñará esa figura que hay en el cuarto, se pondrá a escribir?

Piensa en Anna Sergeyevna, en lo que le dijo: Está usted de luto por sí mismo.

Las lágrimas que le ruedan por las mejillas son de una transparencia absoluta, y casi no saben a sal. Si se está obrando una purgación, lo que se purga es de una extraña pureza.

[258]



Así que sigue paralizado. Una de dos: o Pavel sigue estando con él, en él, niño encerrado en la cripta de su tristeza, llorando sin cesar, o suelta a Pavel en el torbellino de su ira contra las reglas de los padres. También puede soltar su propia rabia, como se suelta un genio de su lámpara, contra la impiedad y la ingratitud de los hijos.

[260]



Ha de hacer lo que no puede hacer de ninguna forma: resignarse a lo que haya de sobrevenir, ya sea palabra, ya sea silencio.

[…] Quizá sea Pavel, pero tal como podría haber llegado a ser un día, crecido y maduro hasta dejar muy atrás su juventud, hasta convertirse en uno de esos hombres apuestos y de rostro impávido a los que ningún amor alcanza a tocar, ya sea siquiera la adoración de una niña que hará lo que sea por él.

[261]



¿No será más bien que es preciso dejar a un lado todo aquello que es, todo lo que ha llegado a ser, incluidos sus rasgos, y que vuelva a ser un recién nacido? ¿No es exactamente eso que tiene delante lo que engendra en realidad la vida? ¿No debe acaso entregarse a eso que tiene delante, para dejarse engendrar por ello?

Si así ha de ser, si esa es la verdad y si ese es el camino de la resurrección, está dispuesto a hacerlo. Lo dejará todo a un lado. Seguirá esa sombra y entrará desnudo como vino al mundo en las fauces del infierno.

[…]

Así es como por fin llega el momento, y la mano que empuña la pluma comienza a moverse.

[262]



Se sienta con la pluma en la mano conteniéndose, procurando no caer en un descenso que lo lleve a las representaciones que no tienen lugar en este mundo, a punto de desmoronarse, encerradas en un instante en el que toda la creación yace abierta a sus pies, el momento en que él pierde pie y empieza a caer.

Es un momento del cual empieza a ser un refinado y voluptuoso conocedor. Y por eso habrá de condenarse.

[263]



En el acto de la escritura experimenta hoy un placer excepcionalmente sensual, tanto en el tacto de la pluma como en la comodidad con que le encaja en el hueco entre el índice y el pulgar, pero más aún en la sensación de que su mano es arrastrada y desviada levemente de su curso natural sobre la página por la forma estricta e invariable de las letras, la disciplina del alfabeto.

[…] Si hoy escribe con tanta claridad es porque ya no está escribiendo para que ella lo lea. Está escribiendo para sí mismo, está escribiendo para la eternidad. Escribe para los muertos.

[266]



Selección y transcripción: Gerardo Lino

domingo, 23 de enero de 2011

JUDIT

Gerardo Lino





En busca de Judit


armé un ejército con las especies de hombre que pueden conocerse:

variopintos especímenes de garrote y manotazo,

cuerpos educados en la trompada certera,

musculaturas erigidas para los derribos,

brazos audaces con la lanza y con la daga,

ojos precisos para atravesar los ojos,

rastreadores de ancestrales tribus,

cetreros y flechadores, rudos infantes.

Asimismo artilleros y matemáticos,

especiosos químicos e ingenierotes,

calculadores, astrónomos, estrategas,

arquitectos y diseñadores industriales.

Por supuesto médicos del corazón,

de los pulmones, del hígado, de los huesos,

del cerebro, del estómago, de lo inmune.

Incluso adivinadores, brujos y merolicos,

embusteros, charlatanes, actores

muy escogidos entre las sectas y los templos

más reputados, antiguos y novísimos.

Claro que asesinos silenciosos o brutales,

especialistas del hípico asalto y la crueldad.

Escribanos, asesores y buenos para nada

a más de músicos y místicos bufones.





Eso era un ejército:

larga y minuciosamente ordenado,

con todas las menas del saber a tiempo,

dispuesto al irrestricto cumplimiento.





Avanzó hacia los sitios prevenidos,

dejaba los campos al ras para la siembra,

levantaba muros donde fuera designado,

y fue cubriendo montañas y ciudades.





Ni con los mejores aparatos del ingenio

podía saberse, sospecharse, detectar

dónde estaría Judit.





Con los años

ocurrieron deserciones

huidas clandestinas

francas desbandadas

como si cada uno pensara

en buscar la suya.

Inocentes.





Más tarde o más precoz,

ya no se sabe, aquel conjunto

fuertemente entramado de varones

devino una punta de vagos.





Aún los pocos sabedores que me asisten

ignoran a qué se deberá esa ausencia.





En los mejores tiempos,

cuando ya se habían superado titubeos y escaramuzas

con fragantes jovencitas de lo más florido

cortejadas por viajeros y arribistas

pero que no sabían medir la espera,

dimos con una dama dedicada al arte de la danza.

Su seriedad nos convencía:

sobre las tablas daba todo lo que era cual se debe,

mas en el momento en que pisaba el suelo vil,

donde nos hallamos todos los mortales,

no decía palabra sugerente ni un norte ni guiños

ni siquiera daba sus tobillos a torcer.

La perseguimos algunas noches

y se dejaba seguir sin decir esta curva es mía

hasta dejarla a buen resguardo en la casa paterna.

Un fiasco.





Así voy entendiendo que hay heladas

más heladas que los vendavales de los polos.





Optamos por otras formas de conquista.

Nada tiene de mujeril, según escarnecen los más machos,

dedicar unas coplas reguladas y con la voz más dulce.

Las formas del canto vinieron en apoyo nuestro.

Allá íbamos y veníamos soltando arias y baladas,

mostrando las mejores dotes incitantes de lo vivo

(nervios de abadías, aquestas cuerdas vocales

y su entorno una obra de maestro tallista,

digno de admirarse antes de su destrucción).

Llegaban aplausos, saltos de gusto y hasta abrazos,

pero ninguna era.





Entonces alguna nos halló desprevenidos

al dar una canción y abrir la puerta:

no nos soltó las manos hasta que dijimos ‘sí’.

Esta hombrada de su parte y nuestra débil actitud

nos hizo creer que allí estaría la recompensa a tanto esfuerzo.

Más temprano que tarde nos dimos cuenta de tal error.

Aunque solía cortarme la cabellera, ah,

decíamos: así es el mundo, así se hacen las cosas.

Ella no quería entender o fingía demencia testaruda.

Prolijo sería entrar en tanto y tanto detalle astroso.

No sabemos cuántas oportunidades pudieron haberse ido

en no sabemos cuántos años ya bajo su férrea mano.

Sus golpes y sus voces destempladas aturdieron las cabezas,

hicieron tambalearse el edificio, nuestras almenas y las torres.

Corrían desaforadas las monturas.

Ya ninguna canción se apetecía sino las de lejanos territorios.

Hartos y bastante, abatidos escarbamos túneles de escape,

y al vernos hasta nos dio permiso.

Fringílida.





Con eso voy comprendiendo la contrariedad.






Hubo una libérrima

cual amazona entre los bosques

con su carnuda boca, su coqueta mirada.



Quizá pudiera ser:

en ella hay un ardid.

Se muestra toda ella

sin temores ni prejuicios,

decidida a pasar entre los hombres,

resuelta a tomar como en un brindis a su hombre,

copa tras copa hasta las heces y la sangre.



No fue así:

hubo fiestas y hartas celebraciones,

saturnales y sacrificios permitidos,

mas no pasó más tiempo que en el de un flechazo,

encamamientos en la salud,

posicionamientos de todos los matices,

intercambios y desvergüenzas fraternales,

pero ni un solo viso de que pensara usar la espada.

Allá quedó entre sus velos, sus caballos.






Cómo puede venir la decepción

si tantos ayes, si tantas santificaciones

inflamaron el lecho.






A las afueras de una ciudad en medio del desierto

vino a mi tienda una mujer de armas tomar.

No se dejaba de ninguno en la plaza ni en las bañeras.

Hacía sentir su fuerza de prodigio a la menor provocación.

Y sin mover un dedo: su lengua era suficiente.

Vino y se aposentó como dueña favorita,

sin permitir que una sola sierva se acercara.

Hasta se doblegó contra el principio petulante

de no servir a dos señores ni a ninguno

con tal de hacer su plena y desquiciada voluntad.

Se puso al tú por tú ante un capitán que me insultara.

Mandaba que daba gusto, y yo le obedecía.

Me espantaba de noche mientras yo indagaba por Judit.

Ni un soldado ni un ministro moverse hubieran podido

sin ella supervisar hasta el mínimo propósito

hasta que su acoso dejó sin aire el campamento.

Era peor que el peor de los asedios memorables.

Aun así no era llegada la hora que esperamos.

Se le desterró y regresaba cuantas veces pudo.

Por fin la dejamos hacer a sus anchas y por fin

o por Fortuna ejerció su cavilado desagravio:

nos dejó con aspavientos, frenesíes, esténtores

y un palmo de narices.

Era una lata.







Haz o deshaz como te venga en gana.



Y la inmisericorde no me asesta mi tajo.








Aparece en escena como si nada.

Se asoma como si solo quisiera jugar.

Táctica y estrategia le eran por demás nítidas.

Cómo no querer tales lucideces.

Embriagarme, según recuerdo, era lo indicado.

Así rezan los textos canónicos y apócrifos.

Y me dejé llevar como si no me gustara.

Esta puede ser, trago tras trago, fabulé,

puede ser mi gran noche.

Al despertar de no sé cuántos siglos de suplicio,

me quedé con la misma inconciencia de todo un ebrio.

Habíamos ido a las playas tan secretas,

a las alturas donde todos quisieran ascender,

nos refugiamos en tugurios, en zaguanes,

arribamos a coligencias insospechadas

para un alma agradecida, aunque ella no creyó en el alma

ni en las obras del espíritu ni en la fe con obras o sin obras.

Gran corazón para lo contante y lo que suena,

le decía que la rectitud de los mandobles,

la curva de nuestros alfanjes

o la delicada manufactura de aquella katana

podían servirle para lo cortante y lo que suena

(esta es mi voz:

eso que atraviesa tu aire:

córtala: no nada más me grites).

Se lo insinué de mil y una formas

hasta escribí poemas y cuentos, novelillas,

creo que hasta estuve por hacer dinero.



Nada.

Si alguna mujer supe de ser inexorable

ella fue: no mataba ni una mosca

aunque rompió vajillas de alabastro

furiosa como nadie llegará a creerlo:

horrenda su hermosura si la razón le asiste

y parecía existir como si nada.

Solía cortarme el pelo, y yo, expectante.



Mucha risa me ha dado:

hasta llegué a las lágrimas

cuando me despidió como a siervo despreciable,

ya sin vituperios pero con liquidación.

Cogí mis huestes, lo poco que quedaba

después de darle el Tiempo,

y me marché al desierto a componer las codas.

“Ojalá ya no te gusten mis quereres”

“No me interesa lo que pudieras decir”

“Sin variación alguna da las gracias”

“Naranjas en la boca, desquiciante”








Con esas irrupciones se agostan los cariños.



Y qué: tampoco llegó mi prematura muerte.









Y sin embargo:

después de horas y horas ya tan frías,

siglos de exploraciones,

conquistas tan incruentas,

cercos

y golpes malhadados

de la invasión más exitosa

que es la que se consigue sin moverse,

esperando que acceda a la tienda la Elegida,

la Liberadora de los pueblos, mi garganta,



me queda el resquemor,

estolideces,

de pensar en lo difícil

de hallar a la Querida

Reina de mi cabeza.








Que baje hasta su rey:

que me degüelle.









Unas quisieron hijos;

alguna, sus abortos;

otras, poder o nada.

Obtuvieron.

O dicen que obtuvieron nada.

Y a mí me dejaron sin el filo.

Preferirán matar de poco a poco.









¿Por aquí pasó Alejandro?

Pasamos nosotros.

¿Aníbal, Amílcar, Carlos el Temerario?

Nosotros.

¿Nélsones y napoleones, o mejor: Tucídides?

Igualmente.

¿Los Kanes, mandarines, presidentas?

Sí.

¿Tlatoanis, príncipes de cualquier estirpe?

Ajá.

¿Duques de Occidente, Asoka, y Jefes de todas las raleas?

Pues sí.

¿Nobles de universal calaña, sátrapas y tiranuelos?

Que ni qué.

Y sin dejar de ser un hombre de mi casa,

hasta me he disfrazado de Holofernes.








¡Dónde diablos dar con la mujer de las mujeres!










Sigo en busca de Judit para cortarme el cuello.

























—¡Eres un cobarde! Fracasaste en tu vida y quieres echarme la culpa a mí.





Tierna es la noche














[18XII10/21]

jueves, 9 de diciembre de 2010

Mario Vargas Llosa

"Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas."




DISCURSO DE RECEPCIÓN DEL NOBEL



Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de La Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.

La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.

Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.

No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma –la escritura y la estructura– lo que engrandece o empobrece los temas.

Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.

Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.

Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida.

Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.

Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.

La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julián Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.

Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos –aunque nunca llegaremos a alcanzarla– a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.

En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy –que trato de ser– fue largo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de la Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Revel, Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolución cultural china.

De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos del general de Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.

De entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha ido progresando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía Hay, hermanos, muchísimo que hacer. Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata a secundarla, Venezuela, y algunas seudodemocracias populistas y payasas, como las de Bolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal que mal, la democracia está funcionando, apoyada en amplios consensos populares, y, por primera vez en nuestra historia, tenemos una izquierda y una derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Colombia, República Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el poder. Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa corrupción y sigue integrándose al mundo, América Latina dejará por fin de ser el continente del futuro y pasará a serlo del presente.

Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman “las raíces”, mis vínculos con mi propio país –lo que tampoco tendría mucha importancia–, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.

Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes de Irán, la del apartheid de África del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania (hoy Myanmar). Y lo volvería a hacer mañana si –el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan– el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de Estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsanas que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la reconstrucción democrática. Por eso, las dictaduras deben ser combatidas sin contemplaciones, por todos los medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones económicas. Es lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo, solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a menudo complacientes no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos valientes, luchando por su libertad, también luchan por la nuestra.

Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de “todas las sangres”. No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y la lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el Aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas!

La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza.

Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso –triste consuelo– descubriría algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura.

De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista principal.

Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de como, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.

Detesto toda forma de nacionalismo, ideología –o, más bien, religión– provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.

No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del “otro”, siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.

El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban “el pie ajeno” –lindo y triste apelativo–, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebes al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Miraflores limeño –la llamábamos el Barrio Alegre–, donde cambié el pantalón corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.

El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: “Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”.

Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfesable, a una pasión prohibida.

La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.

Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia. “Escribir es una manera de vivir”, dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.

Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la acompañó).

La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.

Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas –rayos, truenos, gruñidos de las fieras–, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.

Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.

De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.

Estocolmo, 7 de diciembre de 2010.



© FUNDACIÓN NOBEL 2010