Fragilidades
Taedium vitae
Saudade
Spleen
Acedia
Fastidio
Desespero
Irritabilidad
Furor divino
Extenuación
Desgano
Desidia
Fatiga
Tristeza
Abatimiento
Todas esas palabras, y más, conceptos y males, imaginarios y verdaderos, climáticos, ciclotímicos, hipocondríacos, biliosos, entre las tantas formas que toman los humores, variadas caras documentadas o inenarrables episodios de la psicosis, proclividad por lo tenebroso o simples grises rainy days, desde el nada querer (quizás el Lisbon revisited sea una muestra clave, en la obra de Pessoa, de escritura provocada por estas pesadumbres), la postergación sistemática de las ocupaciones, el casi deseado acumulamiento de los deberes (ese “preferiría no hacerlo”, captado con mano maestra por Melville), los llantos inopinados, seguidos de iguales inesperadas manifestaciones de alegría (voz negativa y sintomática; étimo: sin acritud, sin lágrima), de ganas llenas de propósitos que con la misma fuerza se desvanecen la misma hora, celos o miedo, delirios y visiones, hasta el impulso desencadenado de matar a alguno, empezando talvez por uno mismo, cabían en la monstruosa, calamitosa y epidémica melancolía.
Ahora las vamos guardando, y se ponen rancias, inútiles, ajadas, o son rescatadas de los anaqueles de los archivos muertos, se revitalizan, se extrapolan, de la inacción a los gritos, de la penumbra a las exhibiciones, de la locuacidad al estarse callado sin motivo, de la flojera auspiciada por la tele hasta el consumo metódico de bebedizos o la incontenible avidez de ingerir cualquier pastilla que parezca panacea, del insomne insomnio a unas inmensas ganas de dormir (no me despierten hasta que se acabe el mundo), en la ultramoderna palabra ‘depresión’.
¿Quién que sea no ha estado algunas veces triste? Es normal, es natural, es sano. Desahogarse, cualquiera lo ha probado, alivia, y se halla cierta voluptuosidad en el llanto. Malo, cuando ese estado se prolonga por horas en la noche, por días en la semana, por años en la vida: ya no es otro “estado de ánimo”, mucho menos una “manera de ser”, sino una enfermedad compleja que debe tratarse como tal, pero no sólo con fármacos, sino con delicada atención. Podría el enfermo quedarse catatónico de pura química si no tuviera enfrente la voz y la escucha de algún acompañante (¿Estás aún ahí? ¿Estás aquí conmigo?). Y al revés: podrá la familia entera estar pendiente, solícita, de las modificaciones del humor del consentido, y sin darse cuenta contagiarse del mal de modo lento, precipitándose como magma hacia los arrebatos, si no le acercan las soluciones eficaces de la medicina.
O que se cure escribiendo sobre lo que le ocurre. Eso han aconsejado los probos. Eso hizo Robert Burton. En la Introducción a su estimulante estudio The Worlds of Renaissance Melancholy: Robert Burton in Context, Angus Gowland refiere que el célebre autor de The Anatomy of Melancholy [1621] optó por estudiarla para prescribir medios de prevenir y curar tan extendida enfermedad, “an Epidemicall disease, that so often, so much crucifies the body and minde”, si bien declara el mismo Burton que, afligido de lo mismo, “I write of Melancholy, by being busie to avoid Melancholy”, siguiendo la máxima de Séneca, “Ocio sin letras: muerte y sepultura viva del hombre”, por el antiguo procedimiento de “expell clavum clavo, comfort one sorrow with another, idlenes with idlenes”: consolar un pesar con otro, ocio con ocio. Y escribió (“playing labor”), aunque no hundiéndose en sus propias peligrosas ocurrencias, sino como un lector crítico, como eran los humanistas de su tiempo, es decir que anotaba rigurosamente en los márgenes los libros que leía, o discutiendo en hojas sueltas, todo lo que hubiera entre antiguos y modernos al respecto, según cuenta Gowland, que ha revisado su biblioteca.
Keats, que debió tener noticia de Burton, anuncia sus remedios en la Oda, y el premio que le espera al más contento. Imagínese la perversión de su aforismo: “Lo que la imaginación capta como Tristeza debe ser verdad; hubiera existido o no.”
Melancólico también resulta que ese deseable libro de Gowland, publicado en noviembre de 2006 por la Cambridge University Press (356 páginas), cueste un poco más de novecientos pesos...
Toda reflexión situada entre el cero y el infinito es mortal para la gracia. (A.Leverkhün)
jueves, 30 de agosto de 2007
jueves, 16 de agosto de 2007
Oda sobre la Melancolía, de John Keats
I
No, no, no: no vayas al Leteo, ni quebrantes
Acónito, raíz tiesa, por su vino tóxico;
Ni pruebe tu frente incolora a ser besada
Por belladona, uva rubí de Proserpina;
Tampoco hagas tu rosario de moras infectas,
Ni dejes que la polilla, ni el escarabajo
Sean tu Psique gemebunda, ni el búho tenue
Un compañero en los secretos de tu congoja;
De sombra en sombra quedarás harto aletargado,
Y se sumergirá la angustia insomne del alma.
II
Pero si cayera recia la melancolía
Súbita del cielo como nube lacrimosa,
Que cultiva toda flor de cabeza rendida,
Y cubre la loma verde en mortaja de abril,
Vuelca tu desdicha en una rosa tempranera,
O sobre el arcoiris de la ola salada,
O en la bienandanza de las peonias rotundas;
O si tu dueña muestra cierta ira mayor,
Apresa su mano blanda, y deja que delire,
Y nútrete a fondo ante sus ojos sin igual.
III
Ella mora con Belleza —que habrá de morir—;
Con Júbilo, cuya mano siempre está en sus labios
Diciendo adiós; y cerca el doloroso Placer,
Se hace veneno al sorber una boca de abeja:
Así! en el santuario mismo de la delicia
Tiene su altar soberano la Melancolía,
Aunque guarde a aquel cuya lengua vigorosa
Revienta contra el paladar la uva de Júbilo:
Su alma probará la angustia de su poderío,
Y estará colgado entre sus lánguidos trofeos.
I
No, no, go not to Lethe, neither twist
Wolf’s-bane, tight-rooted, for its poisonous wine;
Nor suffer thy pale forehead to be kiss’d
By nightshade, ruby grape of Proserpine;
Make not your rosary of yew-berries,
Nor let the beetle, nor the death-moth be
Your mournful Psyche, nor the downy owl
A partner in your sorrow’s mysteries;
For shade to shade will come too drowsily,
And drown the wakeful anguish of the soul.
II
But when the melancholy fit shall fall
Sudden from heaven like a weeping cloud,
That fosters the droop-headed flowers all,
And hides the green hill in an April shroud;
Then glut thy sorrow on a morning rose,
Or on the rainbow of the salt sand-wave,
Or on the wealth of globed peonies;
Or if thy mistress some rich anger shows,
Emprison her soft hand, and let her rave,
And feed deep, deep upon her peerless eyes.
III
She dwells with Beauty — Beauty that must die;
And Joy, whose hand is ever at his lips
Bidding adieu; and aching Pleasure nigh,
Turning to poison while the bee-mouth sips:
Ay, in the very temple of delight
Veil’d Melancholy has her sovran shrine,
Though seen of none save him whose strenuous tongue
Can burst Joy’s grape against his palate fine;
His soul shall taste the sadness of her might,
And be among her cloudy trophies hung.
I
No, no, no: no vayas al Leteo, ni quebrantes
Acónito, raíz tiesa, por su vino tóxico;
Ni pruebe tu frente incolora a ser besada
Por belladona, uva rubí de Proserpina;
Tampoco hagas tu rosario de moras infectas,
Ni dejes que la polilla, ni el escarabajo
Sean tu Psique gemebunda, ni el búho tenue
Un compañero en los secretos de tu congoja;
De sombra en sombra quedarás harto aletargado,
Y se sumergirá la angustia insomne del alma.
II
Pero si cayera recia la melancolía
Súbita del cielo como nube lacrimosa,
Que cultiva toda flor de cabeza rendida,
Y cubre la loma verde en mortaja de abril,
Vuelca tu desdicha en una rosa tempranera,
O sobre el arcoiris de la ola salada,
O en la bienandanza de las peonias rotundas;
O si tu dueña muestra cierta ira mayor,
Apresa su mano blanda, y deja que delire,
Y nútrete a fondo ante sus ojos sin igual.
III
Ella mora con Belleza —que habrá de morir—;
Con Júbilo, cuya mano siempre está en sus labios
Diciendo adiós; y cerca el doloroso Placer,
Se hace veneno al sorber una boca de abeja:
Así! en el santuario mismo de la delicia
Tiene su altar soberano la Melancolía,
Aunque guarde a aquel cuya lengua vigorosa
Revienta contra el paladar la uva de Júbilo:
Su alma probará la angustia de su poderío,
Y estará colgado entre sus lánguidos trofeos.
Ode on Melancholy
I
No, no, go not to Lethe, neither twist
Wolf’s-bane, tight-rooted, for its poisonous wine;
Nor suffer thy pale forehead to be kiss’d
By nightshade, ruby grape of Proserpine;
Make not your rosary of yew-berries,
Nor let the beetle, nor the death-moth be
Your mournful Psyche, nor the downy owl
A partner in your sorrow’s mysteries;
For shade to shade will come too drowsily,
And drown the wakeful anguish of the soul.
II
But when the melancholy fit shall fall
Sudden from heaven like a weeping cloud,
That fosters the droop-headed flowers all,
And hides the green hill in an April shroud;
Then glut thy sorrow on a morning rose,
Or on the rainbow of the salt sand-wave,
Or on the wealth of globed peonies;
Or if thy mistress some rich anger shows,
Emprison her soft hand, and let her rave,
And feed deep, deep upon her peerless eyes.
III
She dwells with Beauty — Beauty that must die;
And Joy, whose hand is ever at his lips
Bidding adieu; and aching Pleasure nigh,
Turning to poison while the bee-mouth sips:
Ay, in the very temple of delight
Veil’d Melancholy has her sovran shrine,
Though seen of none save him whose strenuous tongue
Can burst Joy’s grape against his palate fine;
His soul shall taste the sadness of her might,
And be among her cloudy trophies hung.
jueves, 2 de agosto de 2007
De la indolencia diligente
Keats nunca había jugado cricket. El jueves 18 de marzo de 1819, al tomar el bate por primera vez —ya tenía 23 años— le dieron un pelotazo en un ojo. Al día siguiente, escribió en una carta a sus hermanos George y Georgiana:
Esta mañana estoy en una especie de talante indolente y descuidado al máximo: voy ansioso tras una estrofa o dos del Castillo de la indolencia de Thompson — Mis pasiones están todas dormidas por haber dormitado hasta aproximadamente las once y haber debilitado la fibra animal de cualquier lugar de mí en una deliciosa sensación alrededor de tres grados por este lado de la debilidad — si tuviera dientes de perla y aliento de lirios lo llamaría languidez — pero tal como estoy (porque tengo un ojo morado) tengo que llamarlo Pereza — En este estado de afeminamiento las fibras del cerebro están relajadas en consonancia con el resto del cuerpo, y hasta tal grado de felicidad que el placer no tiene muestras ni de atracción ni de dolor ni de fastidio insoportable. Ni la Poesía, ni la Ambición ni el Amor tienen ninguna expresión de viveza cuando pasan por mí: parecen más bien como tres figuras en un vaso griego — un Hombre y dos mujeres — a quienes nadie salvo yo podría distinguir en su disfraz. Es esta la única felicidad; y es un raro ejemplo de la superioridad del cuerpo que subyuga a la Mente.
(Cartas, John Keats, traducción de Mario Lucarda, Icaria-Bosch, Barcelona, 1982.)
Esta descripción contiene el germen que constituiría el relato de la “Oda sobre la Indolencia” (¿constituiría?; más bien, sin recurrir a biógrafos ni a otros eruditos, creo que cuando refirió esto, la Oda ya estaba hecha; al menos así suele ocurrir: está completo el poema, se escribe, se corrige, se comenta; al revés, suele quedarse en eso: en charla, en sueño, en proyecto). Extraigo unos renglones:
“Una mañana vi tres figuras ante mí, [...] La bendita nube de indolencia veraniega / Entorpeció mis ojos; mi pulso disminuía; [...] Por qué no se esfumaron, para dejar mi mente / Desocupada en absoluto, excepto —la nada? [...] —dulce modorra de las tardes, [...] Oh, por una edad tan protegida de fastidios, / Que pude saber nunca cómo cambian las lunas, / U oír la voz del ansioso sentido común! [...] Y otra vez regresaron —malhaya! para qué?”
Notemos por lo pronto esa “indolencia diligente” como él llamaba a su actividad. Pareciera decirnos que los poetas, como los lirios del campo, No se esfuerzan ni hilan (frase de Mateo 6:28 que usó de epígrafe, como puede verse en la inserción anterior).
En el más digno de fe Rey Jesús, de Robert Graves, se dice que era una de las canciones que componía “el sabio y poeta” para prevenir a hombres y mujeres contra la ambición y las rutinas que pueden apartarlos de “la contemplación del reino de Dios”).
Resulta de lo más cómodo imaginarse al joven inglés tendido entre las hierbas de un prado primoroso, mirando una gota de rocío por ahí, el vástago atorado en la ventana, las nubes sin amenaza alguna, hueco de aprensiones: la pura y carísima indolencia.
“Juzgará de mi estado de ánimo en 1819 cuando le diga que la cosa con la que más he disfrutado este año ha sido escribiendo una oda a la Indolencia.” (Carta a Mary-Anne Jeffery, 9 de junio de 1819.)
Podemos recordarlo, sí: ápice insular de il dolce far niente, figurándose al Amor y a la Ambición e incluso a su consentido daímon (“muchacha más atrevida”) la Poesía, como Apariciones venidas a él, que nada quiere sino su ocio, y las desdeña y las despide sin ganas de volver a verlas. Sí: pero lo escribió.
Porque antes de poder entregarse sin más a tal desfachatada holgazanería, el joven Keats había seguido el consejo de Horacio: sapere aude: atrévete a saber!
Tardes y mañanas en el Paradise Lost, el Quijote, el Inferno (no eran unos antros); examinando a Wordsworth con distancia, a Coleridge con deleite, a Byron con admiración, a Shelley en pequeñas dosis; y por encima de todos a Shakespeare una y otra vez.
Podría incluso haberse conformado con sus lecturas y seguir en su propia complacencia. Y sin embargo compuso líneas memorables: “Lo que la imaginación capta como Belleza tiene que ser verdad; haya existido antes o no.” (Carta a Benjamin Bailey, 22 de noviembre de 1817.)
A pesar del entorno que le ha tocado —a siglos del fulgor mítico, cerca de las supersticiones de moda—, el poeta escribe. Pudo haberse quedado en la mera contemplación: pueriles juegos imaginarios, memoria de antiguas lecturas, sonidos deliciosos. Pero no: asume su condición, con el pensamiento de la ociosidad que no puede estar ociosa.
Entonces:
A Thing of beauty is a joy for ever:
Keats nunca había jugado cricket. El jueves 18 de marzo de 1819, al tomar el bate por primera vez —ya tenía 23 años— le dieron un pelotazo en un ojo. Al día siguiente, escribió en una carta a sus hermanos George y Georgiana:
Esta mañana estoy en una especie de talante indolente y descuidado al máximo: voy ansioso tras una estrofa o dos del Castillo de la indolencia de Thompson — Mis pasiones están todas dormidas por haber dormitado hasta aproximadamente las once y haber debilitado la fibra animal de cualquier lugar de mí en una deliciosa sensación alrededor de tres grados por este lado de la debilidad — si tuviera dientes de perla y aliento de lirios lo llamaría languidez — pero tal como estoy (porque tengo un ojo morado) tengo que llamarlo Pereza — En este estado de afeminamiento las fibras del cerebro están relajadas en consonancia con el resto del cuerpo, y hasta tal grado de felicidad que el placer no tiene muestras ni de atracción ni de dolor ni de fastidio insoportable. Ni la Poesía, ni la Ambición ni el Amor tienen ninguna expresión de viveza cuando pasan por mí: parecen más bien como tres figuras en un vaso griego — un Hombre y dos mujeres — a quienes nadie salvo yo podría distinguir en su disfraz. Es esta la única felicidad; y es un raro ejemplo de la superioridad del cuerpo que subyuga a la Mente.
(Cartas, John Keats, traducción de Mario Lucarda, Icaria-Bosch, Barcelona, 1982.)
Esta descripción contiene el germen que constituiría el relato de la “Oda sobre la Indolencia” (¿constituiría?; más bien, sin recurrir a biógrafos ni a otros eruditos, creo que cuando refirió esto, la Oda ya estaba hecha; al menos así suele ocurrir: está completo el poema, se escribe, se corrige, se comenta; al revés, suele quedarse en eso: en charla, en sueño, en proyecto). Extraigo unos renglones:
“Una mañana vi tres figuras ante mí, [...] La bendita nube de indolencia veraniega / Entorpeció mis ojos; mi pulso disminuía; [...] Por qué no se esfumaron, para dejar mi mente / Desocupada en absoluto, excepto —la nada? [...] —dulce modorra de las tardes, [...] Oh, por una edad tan protegida de fastidios, / Que pude saber nunca cómo cambian las lunas, / U oír la voz del ansioso sentido común! [...] Y otra vez regresaron —malhaya! para qué?”
Notemos por lo pronto esa “indolencia diligente” como él llamaba a su actividad. Pareciera decirnos que los poetas, como los lirios del campo, No se esfuerzan ni hilan (frase de Mateo 6:28 que usó de epígrafe, como puede verse en la inserción anterior).
En el más digno de fe Rey Jesús, de Robert Graves, se dice que era una de las canciones que componía “el sabio y poeta” para prevenir a hombres y mujeres contra la ambición y las rutinas que pueden apartarlos de “la contemplación del reino de Dios”).
Resulta de lo más cómodo imaginarse al joven inglés tendido entre las hierbas de un prado primoroso, mirando una gota de rocío por ahí, el vástago atorado en la ventana, las nubes sin amenaza alguna, hueco de aprensiones: la pura y carísima indolencia.
“Juzgará de mi estado de ánimo en 1819 cuando le diga que la cosa con la que más he disfrutado este año ha sido escribiendo una oda a la Indolencia.” (Carta a Mary-Anne Jeffery, 9 de junio de 1819.)
Podemos recordarlo, sí: ápice insular de il dolce far niente, figurándose al Amor y a la Ambición e incluso a su consentido daímon (“muchacha más atrevida”) la Poesía, como Apariciones venidas a él, que nada quiere sino su ocio, y las desdeña y las despide sin ganas de volver a verlas. Sí: pero lo escribió.
Porque antes de poder entregarse sin más a tal desfachatada holgazanería, el joven Keats había seguido el consejo de Horacio: sapere aude: atrévete a saber!
Tardes y mañanas en el Paradise Lost, el Quijote, el Inferno (no eran unos antros); examinando a Wordsworth con distancia, a Coleridge con deleite, a Byron con admiración, a Shelley en pequeñas dosis; y por encima de todos a Shakespeare una y otra vez.
Podría incluso haberse conformado con sus lecturas y seguir en su propia complacencia. Y sin embargo compuso líneas memorables: “Lo que la imaginación capta como Belleza tiene que ser verdad; haya existido antes o no.” (Carta a Benjamin Bailey, 22 de noviembre de 1817.)
A pesar del entorno que le ha tocado —a siglos del fulgor mítico, cerca de las supersticiones de moda—, el poeta escribe. Pudo haberse quedado en la mera contemplación: pueriles juegos imaginarios, memoria de antiguas lecturas, sonidos deliciosos. Pero no: asume su condición, con el pensamiento de la ociosidad que no puede estar ociosa.
Entonces:
A Thing of beauty is a joy for ever:
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